También decidí que debía olvidar a Jonathan. Creía que nunca le volvería a ver, a pesar de lo que había dicho Alejandro. Mi antigua vida había desaparecido; ya nada era como antes: Boston era tan diferente de Saint Andrew como la nata del agua, y yo ya no era una pobre chica campesina que solo podía aspirar a un futuro miserable. Había perdido el niño, lo único que me habría mantenido unida al recuerdo de Jonathan. Era mejor dejarlo todo atrás de una vez.
A los pocos días, vi que la actividad y los horarios de la casa no se parecían en absoluto a los de mi pequeño y laborioso pueblo puritano. Para empezar, nadie en la casa, excepto los sirvientes, se levantaba antes del mediodía. Aun entonces, los cortesanos y sus invitados se quedaban en sus habitaciones hasta las dos o tres de la tarde, aunque se podían oír sonidos apagados detrás de las puertas, murmullos o un estallido de risa, o el roce de la pata de una silla que alguien arrastraba sobre el suelo. Alejandro me explicó que era la costumbre europea: las noches, la parte más importante del día, se dedicaban a la vida social -cenas, bailes, mesas de juego- y los días se pasaban preparándose para presentarse como era debido, con el cabello peinado y las ropas más favorecedoras. Habían llevado consigo de Europa a unos cuantos sirvientes imprescindibles, los más expertos en peinados y mantenimiento del guardarropa. Me pareció un modo de vida decadente, pero Alejandro me aseguró que era solo porque yo era una americana puritana que no sabía nada. Había habido buenos motivos, indicó, para que los puritanos dejaran Inglaterra en busca de un nuevo mundo.
Lo que me lleva a la segunda cosa extraña de la casa de Adair: nadie parecía tener un propósito en su vida. Delante de mí jamás se hablaba de asuntos de negocios o de finanzas. No se mencionaba el viejo país, no se rememoraban las vidas pasadas (como me dijo Alejandro: «Dejamos que los muertos descansen»). No llegaban cartas, solo tarjetas de miembros de la alta sociedad de Boston deseosos de conocer a aquel misterioso europeo de sangre real. La bandeja del vestíbulo estaba rebosante de invitaciones a fiestas, tertulias y meriendas.
El único tema que interesaba a Adair y a su séquito, la única actividad a la que se entregaban de verdad, lo que daba sentido a sus días, era el sexo. Cada miembro de la corte tenía un compañero de juegos, para pasar la noche o para toda una semana; podía ser un aristócrata conocido en una soirée o un atractivo lacayo reclutado para la noche. También había un constante desfile de mujeres por la mansión, prostitutas desaliñadas y también atrevidas jovencitas de la alta sociedad. Nadie de la familia dormía nunca solo. Aunque ni Alejandro ni Donatello parecían interesados en mí. Cuando le pregunté a Alej si no me encontraba atractiva, se echó a reír y me dijo que no fuera tonta.
La familia estaba entregada a buscar y a experimentar placer, así de sencillo. Todo lo que me rodeaba era la antítesis del modo en que había sido criada -por laboriosos inmigrantes escoceses y escandinavos, en un entorno duro y hostil- y, con el tiempo, su indolencia llegaría a disgustarme, pero al principio me dejé seducir por lujos que no tenía ni idea de que existieran. Saint Andrew había sido un pueblo de ropa de lino tejido en casa y toscos muebles de pino. Había pasado a vivir rodeada de exquisiteces, y cada nueva tentación era mejor que la anterior. Comía y bebía cosas de las que nunca había oído hablar, me ponía vestidos y conjuntos hechos por un sastre profesional con llamativos tejidos europeos. Aprendí a bailar y a jugar a las cartas, se me dieron novelas para leer que me abrirían los ojos a más mundos todavía.
A Adair le gustaban las fiestas y, como él todavía causaba sensación en Boston, íbamos a una casi todas las noches. Llevaba su séquito a todas partes, dejando que Alejandro, Dona y Tilde fascinaran a los bostonianos con sus modales continentales, sus extravagantes modas de París, Viena y Londres, y sus historias sobre la decadente aristocracia europea.
Pero lo que de verdad impresionaba a la alta sociedad era que Adair obligara a Uzra a acompañarnos. Salía a la calle envuelta en una tela color borgoña que la cubría de pies a cabeza. En cuanto estábamos entre los asistentes a la fiesta, dejaba caer la tela al suelo, y Uzra se mostraba con uno de sus trajes de fantasía, ceñido corpiño de organdí y una falda de velos, los ojos con una gruesa línea de kohl, adornos de cadenas de latón alrededor de su cintura desnuda, de sus muñecas y tobillos. Las sedas de brillantes colores eran preciosas, pero casi transparentes; prácticamente, iba desnuda en comparación con las demás mujeres, que llevábamos capas y capas de enaguas, corsés y medias. Los abalorios de Uzra tintineaban cuando andaba, con la vista baja, consciente de que la estaban devorando con la mirada como si fuera un animal de feria. Las mujeres se llevaban las manos a la boca, abierta en un gesto escandalizado. En cuanto a los hombres… El aire se cargaba del almizcle de su deseo, y las levitas se recolocaban apresuradamente para ocultar sus torpes erecciones. Más tarde, Adair se reía de las proposiciones que recibía, hombres que ofrecían enormes sumas de dinero por una hora con su odalisca. Renunciarían a sus almas si él les diera la oportunidad, decía después Adair, cuando regresábamos a nuestra casa después de la fiesta y nos sentábamos alrededor de la mesa de la cocina, junto al hogar todavía caliente, compartiendo una botella.
– Tú podrías hacer lo mismo -me dijo Adair en privado, mientras subíamos la escalera hacia nuestras alcobas, con una voz tan suave como el terciopelo-. El deseo de un hombre es una cosa poderosa. Puede reducir a la nada a un hombre fuerte. Cuando ve a una mujer que le fascina, lo daría todo por ella. Recuerda esto, Lanore: todo.
– ¿Darlo todo por mí? Estás loco. Ningún hombre ha dado nunca nada por mi compañía -me burlé, pensando en la incapacidad de Jonathan para entregarse por completo a mí. Presa de la autocompasión, sé que no estaba siendo justa con él, pero mi infiel amante me había herido, y aquello dolía.
Adair me dirigió una mirada de cariño contenido y dijo algo en lo que yo nunca había pensado.
– Es triste oír eso de cualquier mujer, pero es especialmente triste oírlo referido a ti. Tal vez se deba a que nunca has pedido nada a cambio de tu atención. No sabes lo que vales, Lanore.
– ¿Lo que valgo? Sé muy bien lo que valgo: soy una chica vulgar de una familia pobre.
Me cogió el brazo y lo metió bajo el suyo.
– No hay nada vulgar en ti. Tienes atractivo para ciertos hombres, que valoran la frescura discreta y desdeñan un vulgar despliegue de encantos femeninos. Demasiado pecho sobresaliendo de un corpiño, un busto demasiado prominente, demasiado voluptuoso… ¿entiendes?
Yo no le entendía: según mi experiencia, a los hombres parecían deslumbrarles precisamente aquellos atributos, y el hecho de que yo no los poseyera me había parecido una desventaja toda mi vida.
– Tu descripción de encantos femeninos «vulgares» me recuerda mucho a Uzra, y ella jamás deja de enloquecer de excitación a todo hombre que la ve. Y sin embargo, ella y yo somos como la noche y el día -dije, con la intención de provocar a Adair.
– No existe un único criterio de belleza, Lanore. A todo el mundo le encanta la rosa roja, y sin embargo, su belleza es muy corriente. Tú eres como una rosa dorada, una flor rara pero no por ello menos encantadora -dijo. Pretendía halagarme, pero yo casi me eché a reír.
Era tan delgada como un muchacho y tenía el pecho casi igual de plano. Mi pelo rubio y rizado estaba tan erizado como un cardo. Solo podía pensar que me estaba halagando con algún propósito, pero aun así sus dulces palabras resultaban agradables.
– Si confías en mí… deja que te guíe. Te enseñaré a tener poder sobre los hombres corrientes. Como Tilde, como Alej y Dona -dijo, acariciándome la mano.