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Puede que aquel fuera el propósito de todos ellos, su misión. Parecían capaces de lograr que la mayoría de la gente -en especial, los hombres, que eran los que tenían poder- hiciera lo que ellos querían. Se las arreglaban para controlarlos, y aquello parecía una habilidad que valía la pena poseer.

– No basta con ser capaz de vencer a tus enemigos; para poder controlarlos, tienes que ser capaz también de seducirlos.

– Considérame tu alumna -dije, permitiendo que Adair me condujera a su alcoba.

– No lo lamentarás -prometió él.

27

Y así comenzó mi aprendizaje en el arte de la seducción. Empezó con veladas en el lecho de Adair. Después de aquella noche en la que me abrió los ojos, parecía empeñado en demostrarme que yo era digna de la atención de un hombre: él. Seguíamos yendo a fiestas, donde Adair hechizaba a los bostonianos, pero siempre volvía a casa conmigo del brazo. Me llevaba a su cama todas las noches. Me mimaba y me daba todo lo que le pedía. Encargó que me hicieran preciosas prendas interiores, corsés (aunque apenas los necesitaba para sujetar mis modestos pechos) y sujetadores de seda de colores con rebordes de cintas. Ligueros decorados con diminutas rosas de seda. Adornos sugerentes para que Adair los encontrara cuando me iba quitando la ropa. Me propuse convertirme en su rosa dorada.

Mentiría si dijera que no pensé en Jonathan durante ese tiempo. Al fin y al cabo, él había sido mi primer amante. Aun así, intenté aniquilar el amor que sentía por él recordando los malos momentos entre nosotros, las veces en que me hirió en lo más profundo. Las ocasiones en las que oí rumores de que tenía una chica nueva. Cuando estuve junto a él en la colina observando el entierro de Sophia, sabiendo que él estaba pensando en ella. Cuando besó a Evangeline delante de toda la congregación solo unos minutos después de que yo le informara de mi embarazo. Procuré ver mi amor por Jonathan como una enfermedad, una fiebre que hacía arder mi corazón y mi mente, y aquellos dolorosos recuerdos eran el remedio, la medicina.

Y las atenciones de mi nuevo amante iban a ser mi reconstituyente. Si comparaba mis experiencias con los dos hombres, me parecía que yacer con Jonathan me llenaba de tanta felicidad que sentía que iba a morirme. En aquellas ocasiones, apenas era consciente de mi cuerpo, habría podido flotar hasta el techo en sus brazos. Era sublime. Con Adair, todo era sensación, un ansia de carne y el poder de satisfacer esa necesidad. Por entonces no tenía miedo de aquel nuevo deseo que Adair creaba en mí. Me recreaba en él, y Adair, en lugar de juzgarme frívola e inmoral, parecía complacido de haber despertado aquello en mí.

Adair me lo confirmó una noche en su cama, prendiendo el narguile después de una sesión acrobática.

– Opino que tienes una disposición natural para los asuntos del placer -dijo, sonriendo obscenamente-. Me atrevería a decir que disfrutas de tus aventuras en la alcoba. Has hecho todo lo que te he pedido, ¿no es verdad? ¿Nada de lo que he hecho te ha asustado? -Cuando negué con un ligero movimiento de cabeza, él continuó-. Entonces, es hora de ampliar tus experiencias, porque el arte del amor es de tal naturaleza que cuantos más amantes expertos tenga uno, más experto se vuelve. ¿Entiendes? -Acogí aquella declaración con un fruncimiento de ceño, sintiendo que algo no iba bien. ¿Ya se había cansado de mí? ¿Era una ilusión el vínculo que se había establecido entre nosotros?-. No te enfades -dijo, pasando el humo narcótico de su boca a la mía con un beso-. Te he puesto celosa, ¿verdad? Debes combatir esa clase de sentimientos, Lanore. Ahora estás por encima de ellos. Tienes una nueva vida por delante, llena de ricas experiencias, si no tienes miedo.

No quiso explicarme más en aquel momento, pero lo descubrí a la noche siguiente, cuando Dona entró en la alcoba con nosotros. Y Tilde la siguiente noche. Cuando protesté, alegando que era demasiado tímida para gozar delante de otros, me vendaron los ojos. A la mañana siguiente, cuando miré un tanto turbada a Tilde al cruzarnos en la escalera, todavía deslumbrada por los placeres que ella me había proporcionado en la cama, gruñó «Solo fue una actuación, zorra estúpida», y se alejó a paso ligero, disipando toda duda de que hubiera sido algo más. Supongo que era una ingenua, pero los placeres de la carne eran nuevos para mí, y las sensaciones, abrumadoras. Muy pronto iba a acabar por volverme insensible a todo ello, insensible a lo que aquello le estaba haciendo a mi alma.

No mucho después de esto, ocurrió un suceso muy notable, aunque yo no me percaté de su importancia en aquel momento. Empezó con una conferencia sobre astronomía y artes de navegación a la que asistimos en la Universidad de Harvard. La ciencia estaba de moda en aquellos días, y a veces las universidades ofrecían conferencias públicas. Eran lugares en los que dejarse ver, como cualquier fiesta, una manera de demostrar que aunque fueras un personaje de la alta sociedad, todavía tenías un poco de cerebro, y Adair se propuso asistir. La conferencia de aquel día me interesaba más bien poco, así que me senté al lado de Adair y tomé prestados sus gemelos de teatro para mirar a los asistentes. Muchas caras me resultaban familiares, aunque no recordaba sus nombres, y justo cuando estaba pensando que aquella salida era una pérdida de tiempo, vi a Tilde charlando con un hombre en el extremo más alejado del auditorio. Solo podía ver una cuarta parte del rostro del hombre, casi todo lo que veía era su espalda, pero pude notar que tenía un físico impresionante.

Le pasé los gemelos a Adair.

– Parece que Tilde ha encontrado a un hombre nuevo -susurré, e indiqué con la cabeza en su dirección.

– Hummm, creo que tienes razón -dijo él, mirando por los gemelos-. Esta Tilde es una cazadora nata.

Era habitual reunirse con otros miembros de la buena sociedad después de la conferencia, en algún establecimiento público cercano. Pero aquella tarde Adair no tenía paciencia para charlar mientras tomábamos café y cerveza, y estaba vigilando la puerta. Al poco rato, entró Tilde, del brazo del joven que habíamos visto en la universidad. Era deslumbrante, con un rostro hermoso (quizá un poco delicado), una nariz pequeña y afilada, un hoyuelo en la barbilla y angelicales rizos rubios. Parecía aún más joven del sofisticado brazo de Tilde, y aunque nadie la habría confundido con su madre, la diferencia de edades era difícil de pasar por alto.

Se unieron a nosotros a nuestra mesa, y Adair se pasó todo el tiempo acribillándole a preguntas. ¿Era estudiante en Harvard? (Sí.) ¿Tenía familia en Boston? (No, era de Filadelfia y no tenía familia cerca.) ¿Qué estaba estudiando? (Le apasionaba la ciencia, pero sus padres querían que continuara con el negocio familiar, que era el derecho.) ¿Qué edad tenía? (Veinte.) Al oír esta última respuesta, Adair frunció el ceño, como si le disgustara la respuesta del joven, una respuesta burlona a una pregunta tan clara. Entonces Adair invitó al joven a cenar con nosotros aquella noche en la mansión.

No me andaré con rodeos: puede que el cocinero sirviera una pierna de cordero aquella noche, pero estaba claro que el plato principal era el joven de cabello dorado. Adair continuó haciéndole toda clase de preguntas personales (¿Tenía amigos íntimos en la universidad? ¿Una prometida?), y cuando el joven se desconcertaba, Alejandro intervenía y distraía a todos los comensales con anécdotas y chistes en los que se ridiculizaba a sí mismo. Corrió más vino que de costumbre, sobre todo en la copa del joven, y después de cenar se les sirvió a los hombres copas de coñac y todos nos dirigimos a la sala de juegos. Al final de una partida de faro, Adair declaró que no podíamos enviar al joven de vuelta a sus habitaciones en la universidad en semejante estado -sería reprendido por estar borracho si lo pillaban sus profesores- e insistió en que se quedara con nosotros a pasar la noche. Para entonces, el joven estudiante a duras penas se mantenía en pie sin ayuda, de modo que no estaba en condiciones de negarse.