– ¿Por qué no se convirtió? -exclamé-. Para salvar la vida, ¿tan terrible habría sido?
– Es que lo hizo. -Adair se sirvió más brandy y después se quedó de pie ante el fuego, con el rostro iluminado por una llama trémula-. Hizo lo que le pedían. Habría sido de idiotas negarse, dadas las circunstancias. La Inquisición se enorgullecía de su habilidad para quebrantar a un hombre: lo habían convertido en un arte. Lo encerraron en una celda tan pequeña que tenía que enroscarse para caber, y escuchaba los gritos y las oraciones de los otros presos hasta que salía el sol. ¿Quién no se volvería loco en tal situación? ¿Quién no haría lo que le dijeran para salvarse?
Durante un momento, no se oyó más que el crepitar y el siseo del fuego, y empecé a rogar en el fondo de mi ser que Adair no continuara. Quería conservar al Alejandro que conocía, dulce y considerado, y seguir ignorando el egoísmo del que era capaz.
Adair apuró lo que quedaba de su bebida y volvió a mirar las llamas.
– Les entregó a su hermana. Querían a alguien con quien dar ejemplo. El mal estaba entre ellos. Deseaban un pretexto para librar al país de los judíos. Así que les dijo que su hermana era una bruja, una bruja impenitente. A cambio de su hermana de catorce años, los inquisidores le dejaron libre. Y entonces fue cuando lo encontré, farfullando como un loco por lo que había hecho.
– Es horrible… -Temblando, me eché la manta de marta sobre los hombros.
– Dona entregó a su maestro a las autoridades cuando lo detuvieron por sodomita. El hombre que lo había sacado de la calle, que le alimentó y le vistió, que con sus facciones decoró las paredes de las casas de Florencia. Un hombre que le adoraba, que le adoraba de verdad, y Dona lo entregó sin vacilar un segundo. Yo sería un tonto si esperara mejor trato de él.
»Y luego está Tilde. Es la más peligrosa de todos. Procede de un país muy al norte, donde hay días en invierno en los que el sol solo sale unas pocas horas. Me encontré con Tilde una de aquellas gélidas noches, en un camino. Su propia gente la había empapado de agua y la había abandonado en la fría noche de invierno. Resulta que le había entregado el corazón a un hombre rico de la aldea vecina. Solo había un obstáculo en su camino: que ya estaba casada. ¿Y cómo decidió resolver su problema? Matando a su marido y a sus dos hijos. Los envenenó, pensando que nadie descubriría lo que había hecho. Pero la gente de su pueblo lo averiguó y la condenó a muerte. Tenía que morir de frío, y cuando yo la encontré, ya estaba medio congelada. Sus cabellos eran carámbanos de hielo, las pestañas y la piel estaban cubiertas de cristales de escarcha. Se estaba muriendo, y aun así se las arregló para mirarme con una expresión de puro odio.
– Basta -sollocé, enterrándome por completo bajo la pesada manta de piel-. No quiero oír más.
– La verdadera medida de un hombre es su modo de comportarse cuando la muerte está cerca. -Había un tono de burla en la voz de Adair.
– Eso no es justo. Una persona tiene derecho a hacer lo que sea para sobrevivir.
– ¿Lo que sea? -Enarcó una ceja y resopló-. En cualquier caso, me ha parecido que tenías derecho a saber que desperdicias tu simpatía con ellos. Bajo su máscara de belleza y de buenos modales, son monstruos, todos ellos. A cada uno lo elegí por una razón. Tienen su puesto en mis planes. Pero ninguno de ellos es capaz de amar, excepto a sí mismo. No se lo pensarían dos veces para traicionarte si ganaran algo con ello. Incluso es posible que olvidaran su obligación conmigo si pensaran que podían escapar después de su traición. -Se deslizó junto a mí en la cama, atrayendo mi cuerpo contra el suyo, y me pareció percibir una extraña ansiedad en su manera de tocarme-. Eso es lo que me resulta fascinante de ti, Lanore. Tienes una gran necesidad de amor y una enorme capacidad para amar. Estás deseando entregarle tu corazón a alguien, y cuando lo hagas, será con un compromiso increíble, con una lealtad inagotable. Creo que harías cualquier cosa por el hombre al que ames. Será muy afortunado el que un día se gane tu corazón. Me gustaría pensar que hasta yo podría tener esa suerte.
Me acarició el pelo durante un rato antes de quedarse dormido, y yo permanecí quieta, preguntándome cuánto sabría Adair sobre Jonathan, hasta qué punto podía leer mis pensamientos. Toda la conversación me había dado escalofríos; no veía qué sentido tenía otorgar la vida eterna a personas que tan poco la merecían, rodearse para siempre de cobardes y asesinos, sobre todo si lo que él buscaba era lealtad. Sus planes, y yo no dudaba de que los tuviera, se me escapaban.
Y la peor parte, la parte que no me atrevía a afrontar, era la cuestión de por qué me había elegido a mí para incorporarme a su perversa familia. Debía de haber visto algo en mí que le decía que yo era como los otros; tal vez pudiera leer en mi alma que era lo bastante egoísta para empujar a otra mujer a quitarse la vida para tener al hombre que amaba. En cuanto a su invitación a que lo amara a él, jamás habría pensado que alguien como Adair sintiera la necesidad de ser amado… ni que yo fuera la clase de mujer capaz de amar a un monstruo. Aquella noche la pasé temblando en brazos de Adair mientras él dormía como un niño.
¿Y qué decir de Uzra? No hacía falta ser mago para ver que ella no encajaba en el patrón de los otros miembros de la familia de Adair. Ella estaba al margen del resto del grupo. No era que los otros se olvidaran de ella, pero no hablaban de ella. No se esperaba que se quedara con nosotros cuando nos reuníamos para beber y charlar de madrugada, al volver de una fiesta; nunca se sentaba con nosotros cuando nos congregábamos alrededor de la mesa del comedor para cenar. Pero podíamos oír sus cuchicheos a través del techo o de las paredes, como si fuera un ratón trepando por las tablas.
De vez en cuando, Adair la llamaba a su alcoba, donde se unía a nosotros con los labios apretados y la mirada baja, dejándose hacer pero sin participar. Sin embargo, después me buscaba cuando yo estaba sola y me dejaba cepillarle el pelo o leerle algo, y yo interpreté que aquella era su manera de hacerme saber que no me consideraba responsable de lo que ocurría en la cama de Adair, o al menos que me perdonaba mi lealtad a él. Una vez, me senté muy quieta para que ella me maquillara al estilo de su país, con gruesas líneas de kohl alrededor de los ojos que se extendían hacia las sienes. Me envolvió en una de sus largas y ondulantes telas para que solo se me vieran los ojos, y debo decir que el maquillaje me daba un aspecto muy exótico.
A veces, me dirigía una mirada extraña, como si estuviera intentando comunicarse con mi alma, encontrar alguna manera de transmitirme un mensaje. Una advertencia. Yo no creía necesario que me advirtiera; sabía que Adair era un hombre peligroso y que me arriesgaba a graves daños en mi alma o mi cordura si me acercaba demasiado a él. Creía saber dónde estaba la línea de seguridad y pensaba que sería capaz de detenerme a tiempo. Qué estúpida era.
En ocasiones, Uzra venía a mi habitación y me abrazaba, como si me estuviera consolando. Unas cuantas veces me sacó de la cama, insistiendo en que la siguiera a uno de sus escondites. Ahora comprendo que lo hacía para que yo supiera adónde podía ir cuando llegara el día en que necesitara ocultarme de Adair.
Tilde, en cambio, no me dio ningún aviso cuando una tarde me cogió de la mano con un suspiro de irritación y, haciendo caso omiso de mis preguntas, me condujo por la fuerza a una habitación que casi nunca se utilizaba. Allí, en una mesita cerca del fuego, había un frasco de tinta, varias agujas dispuestas en abanico, y un pañuelo viejo y lleno de manchas. Tilde se sentó en una silla, se acomodó tras las orejas unos mechones rebeldes y no tuvo ni la más mínima consideración conmigo.