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Luke tarda un minuto en darse cuenta de que el nicho está todavía abierto y de que lleva allí tanto tiempo que siente frío en el pecho. Es como si pudiera oír la voz de su madre dentro de su cabeza. Se estremece y vuelve a meter la camilla en el cajón, y después se queda quieto otro minuto hasta que recuerda para qué ha ido al depósito.

En el segundo nicho encuentra una bolsa negra para cadáveres y, con un gruñido de esfuerzo, tira de la camilla hacia fuera. La cremallera se abre con un agradable sonido de desgarro, como cuando se despega una tira de velcro.

Luke abre la bolsa y mira bien. Ha visto muchos cadáveres a lo largo de los años, y la muerte no mejora en absoluto el aspecto de nadie. Dependiendo de cómo murieron, los difuntos pueden estar hinchados, pueden presentar moratones o despigmentación, o pueden estar pálidos y cianóticos. Siempre se ve la inconfundible falta de expresión en los rasgos. La cara de ese hombre está casi blanca y manchada con trozos de hojas oscuras y mojadas. El pelo negro está pegado a la frente; los ojos, cerrados. No importa. Luke podría estar mirándolo toda la noche. Es de una belleza exquisita, incluso muerto. Es impresionante, dolorosamente hermoso.

Luke está a punto de volver a meter la camilla en el nicho de la pared cuando se acuerda del tatuaje. Antes mira por encima del hombro, no vaya a ser que Marcus haya regresado sin hacer ruido, y después se apresura, abriendo más la cremallera y retirando la ropa para descubrir la parte superior del brazo del muerto. Y allí está, como Lanny dijo que estaría, dos esferas entrelazadas con colas en direcciones opuestas, y los puntitos parecen similares: el tamaño, el aspecto de haber sido hechos a mano, incluso la ligera torcedura de las líneas.

Volviendo sobre sus pasos a través de los desiertos pasillos que llevan a la sala de urgencias, Luke se enfrenta a una maraña de pensamientos; casi todos son preguntas. Son como la materia y la antimateria, que se niegan una a otra, dos verdades que no pueden coexistir. Sabe lo que ha visto en la sala de urgencias cuando la chica se ha cortado: no puede haber ocurrido, y sin embargo ha ocurrido. Él había tocado aquella misma zona del pecho, antes y después del corte, así que sabe que no hay trampa. Pero lo que ha visto con sus propios ojos no puede haber ocurrido, no como él lo ha visto.

A menos que ella esté diciendo la verdad. Y para colmo está el guapo del depósito de cadáveres, y los tatuajes… Todo ello le deja con la sensación de que necesita escuchar, dejarse llevar para variar. Pero es terco porque es un hombre de ciencia; no está dispuesto a prescindir de todo lo que sabe que es cierto. No obstante, tiene curiosidad por saber más.

El doctor irrumpe por la puerta de la sala de reconocimientos de urgencias -la energía y el nerviosismo dentro de su pecho son como luciérnagas en un tarro- y encuentra a la detenida acurrucada en la camilla, bañada por el haz descendente de luz y las volutas de humo. Podría ser un ángel excomulgado, piensa Luke, con las alas cortadas.

Lanny lo mira con ansiedad.

– ¿Qué? ¿Lo has visto? ¿No es tal como te he dicho?

El doctor Findley asiente. Una belleza como esa es un narcótico por derecho propio. Se frota la cara, respira hondo.

– Ahora lo entiendes -dice Lanny solemnemente-. Y si me crees, ayúdame, Luke. Desátame. -Arquea la espalda y estira las correas, con su dulce cara de niña vuelta hacia él-. Necesito que me ayudes a escapar.

5

Saint Andrew, 1811

Es posible que a Jonathan y a mí nos hubiera ido mejor si yo hubiera nacido varón. Yo habría dejado que nuestra amistad continuara y de ese modo siempre habría tenido a Jonathan. Habríamos pasado toda nuestra vida en los confines de aquel pueblo diminuto; yo nunca me habría metido en los líos en que me metí, nunca habríamos sufrido esta terrible prueba para los dos. Nuestras vidas habrían sido insignificantes, pero plenas, satisfactorias y completas, y yo me habría conformado con ello.

Pero yo era una chica y eso no se podía cambiar por mucho que lo deseara. Ante mí se alzaba la misteriosa transición de niña a mujer, que me resultaba tan inexplicable como un truco de magia. ¿Qué ejemplo iba a seguir? Y mi madre, Theresa, no sería capaz de darme el tipo de orientación que yo anhelaba: era demasiado recatada y callada para mi gusto; yo no quería ser como ella. Quería más. Quería casarme con Jonathan, por ejemplo, y no me parecía que mi madre pudiera enseñarme a convertirme en el tipo de mujer que consiguiera hacer suyo a Jonathan.

Al parecer, había secretos que no toda mujer tenía derecho a conocer. Por suerte, había en el pueblo una mujer que conocía aquellos secretos, una mujer de la que se decían cosas, cuyo nombre arrancaba una sonrisa en los hombres (si se la nombraba cuando sus esposas no estaban cerca). Era una mujer diferente a todas las demás del pueblo, y yo tenía que encontrar una manera de inducirla a compartir sus secretos conmigo.

En un sendero muy trotado, oculto en la sombra de la forja del herrero, había una pequeña cabaña. Si uno se fijara en ella, podía pensar que era un cobertizo o una caseta para las herramientas de la herrería, un sitio para guardar barras de hierro. Era demasiado pequeña y estaba demasiado destartalada para ser una casa, pero no parecía estar abandonada, y el sendero que llevaba a la puerta delantera se iba gastando cada vez más con el tiempo. Desde luego, allí no podía vivir más de una persona, y la tradicional ley contra los que vivían solos seguía vigente en los albores del siglo XIX en nuestra aislada avanzadilla puritana (porque éramos puritanos, de eso no te quepa duda; los fundadores del asentamiento se habían criado en los territorios de Massachusetts y estaban acostumbrados a mezclar la religión con el gobierno). No obstante, en ese extremo norte de lo que se iba a convertir en el estado de Maine, la única razón para imponer la ley contra los que vivían solos era la necesidad: era impensable que una sola persona pudiera realizar la multitud de tareas necesarias para salir adelante en un entorno tan duro. En cambio, en un pueblo puritano más estricto, no se permitía a nadie que viviera solo porque en la soledad uno podía descarriarse. Uno podía hacer cosas impías. La ley contra la vida en solitario permitía controlar la conducta de los vecinos, y los ciudadanos de Saint Andrew valoraban su independencia y protegían su intimidad con un poco más de celo.

De hecho, alguien vivía a solas en aquella casita: una mujer en el límite de la edad de concebir, todavía guapa, aunque marchita. Casi nunca salía, pero cuando se aventuraba por la calle a la luz del día, los lugareños la evitaban. Los hombres se esforzaban para que sus miradas no se encontraran y las mujeres apartaban sus largas faldas. Algunas le echaban miradas recriminatorias.

Pero por la noche la cosa cambiaba. Bajo la protección de la oscuridad, tenía visitas constantes. Los hombres -uno cada vez, raras veces dos- se escabullían por el sendero y llamaban educadamente a la vieja puerta. Si nadie respondía a la llamada, el visitante sabía que tenía que sentarse en el escalón de la entrada y esperar, de espaldas a la puerta, fingiendo no oír los sonidos que pudieran llegar de dentro. Con el tiempo, los sonidos del interior de la casita se convertían en murmullos de conversación, después en silencio, y al cabo de un minuto la puerta delantera se abría para el visitante que esperaba.

Los que conocían su existencia la llamaban Magdalena. Era el nombre que ella había dado cuando llegó al pueblo siete años antes. Nadie puso objeciones entonces al extraño nombre. Llegó con un pequeño grupo de viajeros procedentes del territorio canadiense francés, y cuando ellos siguieron su camino, ella se quedó. Dijo que era viuda y que había decidido trasladarse a un clima más meridional, siempre, claro está, que los ciudadanos de Saint Andrew la dejaran quedarse.