– Ya ve usted, mi querido Yves Navarro. La ventaja de vivir mucho es que se aprende más de lo que la situación autoriza.
– ¿La situación? -pregunté de buena fe, sin comprender lo que quería decirme Zurinaga.
– Claro -unió los largos dedos pálidos-. Usted desciende de una gran familia, yo asciendo de una desconocida tribu. Usted ha olvidado lo que sabían sus antepasados. Yo he decidido aprender lo que ignoraban los míos.
Alargó la mano y acarició el cuero gastado y por eso bello del cómodo sillón. Yo reí.
– No lo crea. El hecho de ser hacendados ricos en el siglo XIX no aseguraba una mente cultivada. ¡Todo lo contrario! Una hacienda pulguera en Querétaro no propiciaba la ilustración de sus dueños, esté seguro.
Las luces de los troncos ardientes jugaban sobre nuestras caras como resolanas turbias.
– A mis antepasados no les interesaba saber -rematé-. Sólo querían tener.
– ¿Se ha preguntado, licenciado Navarro, por qué duran tan poco las llamadas "clases altas" en México?
– Es un signo de salud, don Eloy. Quiere decir que hay movilidad social, desplazamientos, ascensos. Permeabilidad. Los que lo perdimos todo -y teníamos mucho- en la Revolución, no sólo nos conformamos. Aplaudimos el hecho.
Eloy Zurinaga apoyó el mentón sobre sus manos unidas y me observó con inteligencia.
– Es que todos somos coloniales en América. Los únicos aristócratas antiguos son los indios. Los europeos, conquistadores, colonizadores, eran gente menuda, plebe, expresidiarios… Las líneas de sangre del Viejo Mundo, en cambio, se prolongan porque no sólo datan de hace siglos, sino porque no dependen, como nosotros, de migraciones. Piense en Alemania. Ningún Hohenstauffen ha debido cruzar el Atlántico para hacer fortuna. Piense en los Balcanes, en la Europa Central… Los Arpad húngaros datan de 886, ¡por San Esteban! El gran zupán Vladimir unió a las tribus serbias desde el noveno siglo y la dinastía de los Numanya gobernó desde 1196 del país de Zeta a la región de Macedonia. Ninguno necesitó hacer la América…
Toda conversación con don Eloy Zurinaga era interesante. La experiencia me decía también que el abogado nunca hablaba sin ninguna intención ulterior, clara, mediatizada por toda suerte de referencias. Ya lo dije: con nadie es abrupto, ni con los inferiores ni con los superiores, aunque, siendo tan superior él mismo, Zurinaga no admite a nadie por encima de él. Y a los que están por debajo, ya lo dije también, les presta atención cortés.
No me sorprendió que, después de este amable preámbulo, mi jefe fuese al grano.
– Navarro, quiero hacerle un encargo muy especial.
Accedí con un movimiento de la cabeza
– Hablábamos de la Europa Central, de los Balcanes.
Repetí el movimiento.
– Un viejo amigo mío, desplazado por las guerras y revoluciones, ha perdido sus propiedades en la frontera húngaro-rumana. Eran tierras extensas, dotadas de alcázares en ruinas. Lo cierto (dijo Zurinaga con cierta tristeza) es que la guerra sólo exterminó lo que ya estaba muerto…
Ahora lo miré inquisitivamente.
– Sí, usted sabe que no es lo mismo ser dueño de la propia muerte que ser víctima de una fuerza ajena… Digamos que mi buen amigo era el amo de su propia decadencia nobiliaria y que ahora, entre fascistas y comunistas, lo han despojado de sus tierras, de sus castillos, de sus…
Por primera vez en nuestra relación sentí que don Eloy Zurinaga titubeaba. Incluso noté un nervio de emoción en su sien.
– Perdone, Navarro. Son los recuerdos de un viejo. Mi amigo y yo somos de la misma edad. Imagínese, estudiamos juntos en la Sorbona cuando el derecho, así como las buenas costumbres, se aprendían en francés. Antes de que la lengua inglesa lo corrompiese todo -concluyó con un timbre amargo.
Miró al fuego de la chimenea como para templar su propia mirada y prosiguió con la voz de siempre, una voz de río arrastrando piedras.
– El caso es que mi viejo amigo ha decidido instalarse en México. Ya ve usted con qué facilidad caen las generalizaciones. La casa señorial de mi amigo data de la Edad Media y sin embargo, aquí lo tiene, buscando techo en la Ciudad de México.
– ¿En qué puedo servirle, don Eloy? -me apresuré a decirle.
El viejo observó sus manos trémulas acercadas al fuego. Lanzó una carcajada.
– Mire lo que son las cosas. Normalmente, estos asuntos los atiende Dávila quien, como sabemos, cumple en este momento deberes más placenteros. Y Uriarte, francamente, ne sy connaít pas trop… Bueno, el hecho es que le voy a encargar a usted que le encuentre techo a mi transhumante amigo…
– Con gusto, pero yo…
– Nada, nada, no sólo es un favor lo que le pido. También tomo en cuenta que usted es de madre francesa, habla la lengua y conoce la cultura del Hexágono. Ni mandado hacer para entenderse con mi amigo.
Hizo una pausa y me miró cordialmente.
– Imagínese, fuimos estudiantes juntos en la Sorbona. Es decir, somos de la misma edad. El viene de una vieja familia centroeuropea. Fueron grandes propietarios en los Balcanes, entre el Danubio y Bistriza, antes de la devastación de las grandes guerras…
Por primera vez, con una mirada de cierta ensoñación, Zurinaga se repetía. Acababa de decirme lo mismo. Hube de pasar el hecho por alto. Signo inequívoco de vejez. Admisible. Perdonable.
– Siempre he seguido sus instrucciones, señor licenciado -me apresuré a decir.
Ahora él me acarició la mano. La suya, a pesar del fuego, estaba helada.
– No, no es una orden -sonrió-. Es una feliz coincidencia. ¿Cómo está Asunción?
Zurinaga, una vez más, me desconcertaba. ¿Cómo estaba mi esposa?
– Bien, señor.
– Qué feliz coincidencia -repitió el viejo-. Usted es abogado en mi bufete. Ella tiene una agencia de bienes raíces. Albricias, como se decía antes. Entre los dos, el problema habitacional de mi amigo está resuelto.
II
Asunción y yo siempre desayunamos juntos. Ella lleva a la escuela a nuestra pequeña de diez años, Magdalena, y regresa cuando yo he terminado de ducharme, afeitarme y vestirme. A sabiendas de que no nos veremos hasta la hora de la cena, anticipamos y prolongamos nuestros desayunos. Candelaria, nuestra cocinera, ha estado desde siempre con nosotros y antes, con la familia de mi mujer. El padre de Asunción, un probo notario. Su madre, una mujer sin imaginación. En cambio, a Candelaria la criada la imaginación le sobra. No hay en el mundo desayunos superiores a los de México y Candelaria no hace sino confirmar, cada mañana, esta verdad con una mesa colmada de mangos, zapotes, papayas y mameyes, preparando el paladar para la suculenta fiesta de chilaquiles en salsa verde, huevos rancheros, tamales costeños envueltos en hojas de plátano y café hirviente, acompañado de la variedad de panecillos dulces primorosamente bautizados conchas, alamares, polvorones y campechanas…
Un desayuno, como debe ser, de una hora de duración. Es decir, un lujo en el mundo actual. Es, para mí, el cimiento del día. Un momento de miradas amorosas que contienen el recuerdo no dicho del amor nocturno y que rebasan aunque incluyen el placer culinario mediante la memoria de Asunción desnuda, entregada, irradiando su propia luz gracias a la intensidad de mi amor. Asunción exacta y bella en toda su forma, dócil al tacto, ardiente mirada, sí, hielo abrasador…
Asunción es mi imagen contraria. Su melena larga, lacia y oscura. Mi pelo corto, ensortijado y castaño. Su piel blanca y redondamente suave, la mía canela y esbelta. Sus ojos muy negros, los míos verdigrises. A sus treinta años, Asunción mantiene el lustre oscuro y juvenil de su cabellera. A mis cuarenta, las canas son ya avanzadas del tiempo. Nuestra hija, Magdalena, se parece más a mí que a su madre. Diríase una regla de las descendencias, hijos como la madre, niñas como el padre… La cabellera rizada y rebelde de la niña irritaba a mi suegra, pues decía que los pelos "chinos" delatan raza negra, mirándome (como siempre) con sospecha. La buena señora quería plancharle la cabellera a su nieta. Murió apopléjica, aunque su mal pudo confundirse con un estado de coma profundo y los doctores dudaron antes de certificar la defunción. Su marido mi suegro los escuchó con alarma no disimulada y lanzó un gran suspiro de alivio al saberla, de veras, muerta. Pero no duró mucho sin ella. Como si se vengara desde el otro mundo, doña Rosalba de la Llave condenó a su marido el notario don Ricardo a vivir, de allí en adelante, confuso, sin saber dónde encontrar el pijama, la pasta de dientes, qué hora era o, lo que es peor, dónde había dejado la cartera y dónde el portafolios. Creo que murió de confusión.
Magdalena nuestra hija ha crecido, pues, con su natural pelo rizado, sus ojos verdigrises pero curiosamente rasgados de plata, su tez color de luna, mezcla de los cutis de padre y madre y, a los diez años de edad, dueña de una deliciosa forma infantil aún, ni regordeta ni delgada: llenita, abrazable, deliciosa… Su madre no le permite usar pantalones, insiste en faldas escocesas y cardigan azul sobre blusa blanca, como las niñas bien educadas de la Escuela Francesa, las jeunes filies o "yeguas finas" de la clase alta mexicana… Tobilleras blancas y zapatos de charol.