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Todo ello le da a Magdalena un aire no precisamente de muñeca, pero sí de niña antigua, de otra época. Veo a sus compañeritas vestidas de sudadera y pantalón de mezclilla y me pregunto si Asunción no pone demasiado a prueba la adaptabilidad de nuestra hija en el mundo moderno. (También en este punto tuvimos dificultades, esta vez con mi madre. Francesa, insistía en ponerle "Madeleine" a la niña pero Asunción se impuso, la abuela podía llamarla como quisiera, Madeleine y hasta el horrible Madó, pero en casa sería Magdalena y cuando mucho, Magda.) El hecho es que la propia Asunción guarda la llama sagrada de las tradiciones, acepta con dificultad las modas modernas y se viste, ella misma, como quisiera que lo hiciese nuestra hija al crecer. Traje sastre negro, medias oscuras, zapatos de medio tacón.

Esta, diríase, es nuestra vida cotidiana. No digo que sea nuestra vida normal, porque no puede serlo la de un matrimonio que ha perdido a un hijo. Didier, nuestro muchachito de doce años, murió hace ya cuatro en un momento de fatalidad irreparable. Desde chiquillo había sido buen nadador, valiente y aventurado. Como tenía talento para todos los quehaceres mecánicos y prácticos, desde andar en bicicleta hasta hacer montañismo y ansiar una motocicleta propia, creyó que el mar también estaba a sus órdenes, dio un grito de alegría una tarde en la playa de Pie de la Cuesta en Acapulco y entró corriendo al mar de olas gigantescas y resacas temibles.

No lo volvimos a ver. El mar no lo devolvió nunca. Su ausencia es por ello doble. No poseemos, Asunción y yo, el recuerdo, por terrible que sea, de un cadáver. Didier se disolvió en el océano y no puedo escuchar el estallido de una gran ola sin pensar que una parte de mi hijo, convertido en sal y espuma, regresa a nosotros, circulando sin cesar como un navegante fantasma, de océano en océano… Tratamos de fijar su recuerdo en las fotos de la infancia y sobre todo en las imágenes finales de su corta vida. Era como su madre, en niño. Blanco, de grandes ojos negros y pelo lacio, grueso, con una caída natural sobre la nuca y un corte hermoso sobre la amplia frente. Pero es difícil encontrar un retrato en el que sonría. "Se ve uno zonzo", decía cuando le pedían que dijera cheese, manteniendo una dignidad extraña para uno tan muchachillo como él. Aunque igualmente serias eran sus actividades deportivas, como si en ellas le fuera la vida. Y le fue. Se le fue. Se nos fue.

Ni Asunción ni yo somos particularmente religiosos. Mi familia materna de hugonotes franceses nunca se plegó a las prácticas católicas pero a Asunción la he sorprendido, más de una vez, hablándole a una foto de Didier, o murmurando, a solas, palabras de añoranza y amor por nuestro hijo. Es cierto que yo lo hago, pero en silencio.

Hemos querido olvidar la contienda doméstica que nos enfrentó al desaparecer Didier. Ella quería dragar el fondo del mar, explorar toda la costa, escarbar en la arena y perforar la roca; agotar el océano hasta recuperar el cadáver del niño. Yo pedí serenidad, resignación y ofendí a mi mujer cuando le dije: -No lo quiero volver a ver. Quiero recordarlo como era…

No olvido la mirada de resentimiento que me dirigió. No volvimos a hablar del asunto.

Esa ausencia que es una presencia. Ese silencio que clama a voces. Ese retrato para siempre fijado en la niñez…

III

O sea, desayunamos juntos vestidos ya para salir a la calle y al trabajo. Si doy estos detalles de nuestra apariencia formal, es sólo para resaltarla con el contraste de nuestra pasión nocturna. Entonces, Asunción es una salamandra en el lecho, fría sólo para incendiar, ardiente sólo para helar, fugaz como el azogue y concentrada como una perla, entregada, misteriosa, sorprendente, coqueta, imaginada e imaginaria… Hace, no habla. Amanece, desayunamos y reasumimos nuestros papeles profesionales, con el recuerdo de una noche apasionada, con el deseo de la noche por venir. Con la alegría de tener a Magdalena y el dolor de haber perdido a Didier.

Le expliqué a Asunción la solicitud de licenciado Zurinaga y ambos celebramos a medias un hecho que nos arrojaba, profesionalmente, juntos…

– El amigo de Zurinaga quiere una casa aislada, con espacio circundante, fácil de defender contra intrusos y, óyeme nada más, con una barranca detrás…

– Nada más fácil -sonrió Asunción-. No sé por qué pones cara de preocupación. Me estás describiendo cualquier número de casas en Bosques de las Lomas.

– Espera -interpuse-. Nuestro cliente pide que desde antes de que tome la casa, se clausuren todas las ventanas.

Me dio gusto sorprenderla. -¿Se clausuren?

– Sí. Tapiarlas o como se llame.

– ¿Va a vivir a oscuras?

– Parece que sólo tolera la luz artificial. Un problema de los ojos.

– Será albino.

– No, creo que eso se llama fotofobia. Además, requiere que se cave un túnel entre su casa y la barranca.

– ¿Un túnel? Excéntrico, nuestro cliente…

– Que pueda comunicarse sin salir a la calle de su casa a la barranca.

– Excéntrico, te digo. ¿Lo conoces?

– No, aún no llega. Espera a que la casa esté lista para habitar. Tú encuentra la casa, yo preparo los contratos, Zurinaga paga las obras y pone los muebles.

– ¿Son muy amigos?

– Así parece. Aunque don Eloy hizo por primera vez en su vida algo distinto al despedirse de mí.

– ¿Qué cosa?

– Se despidió sin mirarme.

– ¿Cómo?

– Con la mirada baja.

– Exageras, mi amor. ¿Va a vivir solo el cliente?

– No. Tiene un sirviente y una hija.

– ¿De qué edad?

– El criado no sé -sonreí-. La niña tiene diez años, me dijo don Eloy.

– Qué bien. Puede que haga migas con nuestra Magdalena.

– Ya veremos. Fíjate, nuestro cliente tiene la misma edad que don Eloy, o sea casi noventa años, y una hijita de diez.

– Puede que sea adoptada.

– O el viejo tomará Viagra -traté de bromear.

– No te preocupes -dijo mi mujer con su tono más profesional-. Hablaré con Alcayaga, el ingeniero, para lo del túnel. Es el papá de Chepina, la amiguita de nuestra Magdalena, ¿recuerdas?

Luego salimos cada cual a su trabajo, Asunción a su oficina de bienes raíces en Polanco, yo al antiquísimo despacho que Zurinaga siempre había ocupado y ocuparía en la Avenida del Cinco de Mayo en el Centro Histórico de nuestra aún más antigua ciudad hispano-azteca. Asunción recogería a Magdalena en la escuela a las cinco. Su horario libérrimo se lo permitía. Yo estaría de vuelta hacia las siete. Asunción comía sola en su despacho, café y un sandwich, jamás con clientes que podrían comportarse con familiaridad. Yo, en cambio, me daba el lujo nacional mexicano de una larga comida de dos o tres horas con los amigos en el Danubio de República del Uruguay si me quedaba en el centro, o en algún sitio de la Zona Rosa, el Bellinghausen de preferencia. A las ocho, puntualmente, acostaríamos a la niña, la escucharíamos, le contaríamos cuentos y sólo entonces, Asunción de mi alma, la noche era nuestra, con todas sus dudas y sus deudas…

IV

Los pasos fueron dados puntualmente. Asunción encontró la casa adecuada en el escarpado barrio de Lomas Altas. Yo preparé los contratos del caso y se los entregué a don Eloy. Zurinaga, contra su costumbre, se encargó personalmente de ordenar el mobiliario de la casa en un estilo discretamente opuesto a sus propios, anticuados gustos. Limpia de excrecencias victorianas o neobarrocas, muy Roche-Bobois, toda ángulos rectos y horizontes despejados, la mansión de las Lomas parecía un monasterio moderno. Grandes espacios blancos -pisos, paredes, techos- y cómodos muebles negros, de cuero, esbeltos. Mesas de metal opaco, plomizas. Ningún cuadro, ningún retrato, ningún espejo. Una casa construida para la luz, de acuerdo con dictados escandinavos, donde se requiere mucha apertura para poca luz, pero contraria a la realidad solar de México. Con razón un gran arquitecto como Ricardo Legorreta busca la sombra protectora y la luz interna del color. Pero divago en vano: el cliente de mi patrón había exiliado la luz de este palacio de cristal, se había amurallado como en sus míticos castillos centroeuropeos mencionados por don Eloy.

De suerte que el día que Zurinaga mandó tapiar las ventanas, un sombrío velo cayó sobre la casa y la desnudez de decorados apareció, entonces, como un necesario despojo para caminar sin tropiezos en la oscuridad. Como para compensar tanta sencillez, un detalle extraño llamó mi atención: el gran número de coladeras a lo largo y ancho de la planta baja, como si nuestro cliente esperase una inundación cualquier día.

Se cavó el túnel entre la parte posterior de la casa y la barranca abrupta, desnuda también y talada, por orden del inquilino, de sus antiguos sauces y ahuehuetes.

– ¿A nombre de quién hago los contratos, señor licenciado?

– A mi nombre, como apoderado.

– Hace falta la carta-poder.

– Prepárela, Navarro.

– ¿Quién es el derecho-habiente?

Eloy Zurinaga, tan directo pero tan frío, tan cortés pero tan distante, titubeó por segunda vez en mi conocimiento de él. Se dio cuenta de que bajaba, de manera involuntaria, la cabeza, se compuso, tosió, tomó con fuerza el brazo del sillón y dijo con voz controlada: