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Empezó a interesarme. La miraba siempre de lejos, moviéndose, arreglando la cama, sacudiendo los muebles, sentada frente a la televisión y paseándose en silencio, con la cabeza baja, de una pared a la opuesta. Todo esto sólo a partir de las once de la noche cuando yo terminaba mi jornada teatral, o a partir de las siete cuando regresaba de la oficina.

De día, cuando me iba a la oficina, las cortinas de enfrente estaban cerradas, pero de noche, al regresar, siempre las encontraba abiertas.

Esperé, de manera involuntaria, que la mujer se acercara a la ventana para verla mejor. Era natural -me dije- que a las once de la noche se atareara en los afanes finales del día antes de apagar las luces e irse a dormir.

Una inquietud empezó a rasguñarme poco a poco la cabeza. Hasta donde podía ver, la mujer vivía sola. A menos que recibiera a alguien después de cerrar las cortinas. ¿A qué horas las abría de mañana? Cuando yo partía a las 8:30, aún estaban cerradas. La curiosidad me ganó. Un jueves cualquiera, llamé a la oficina fingiendo enfermedad. Luego me instalé de pie junto a mi ventana, esperando que ella abriese la suya.

Su sombra cruzó varias veces detrás de las delgadas cortinas. Traté de adivinar su cuerpo. Rogué que apartase las cortinas.

Cuando lo hizo, hacia las once de la mañana, pude finalmente verla de cerca.

Apartó las cortinas y permaneció así un rato, con los brazos abiertos. Pude ver su camisón blanco, sin mangas, muy escotado. Pude admirar sus brazos firmes y jóvenes, sus limpias axilas, la división de los senos, el cuello de cisne, la cabeza rubia, la cabellera revuelta por el sueño pero los ojos entregados ya al día, muy oscuros en contraste con la cabellera blonda. No tenía cejas -es decir, las había depilado por completo-. Esto le daba un aire irreal, extraño, es cierto. Pero me bastó bajar la mirada hacia sus senos, prácticamente visibles debido a lo pronunciado del escote, para descubrir en ellos una ternura que no me atreví a calificar. Ternura maravillosa, amante, materna quizás, pero sobre todo deseable, ternura del deseo, eso era.

El marco de la ventana cortaba a la muchacha -no tendría más de veinticinco años- a la altura del busto. Yo no podía ver nada más de su cuerpo.

Me bastó lo que vi. Supe en ese instante que nunca más me desprendería de mi puesto en la ventana. Habría interrupciones. Accidentes, quizás. Sí, azares imprevisibles, pero nunca más fuertes que la necesidad nacida instantáneamente como compañera de la fortuna de haberla descubierto.

¿Cuál sería su horario?

Sólo podía averiguarlo apostándome en mi ventana todo el tiempo, día y noche. Al principio, intenté disciplinarme a mi trabajo, resignarme a verla sólo de noche, a partir de las 7:30 o de las 11:00. Luego sacrifiqué mi amor al teatro. Regresé urgido, todas las noches, al apartamento apenas pasadas las siete. A esa hora ya estaban prendidas las luces y ella se movía, hacendosa, por el flat. Pero a las doce apagaba las luces y cerraba las cortinas. Entonces yo debía esperar hasta las once de la mañana para volver a verla. Eso significaba que no podía llegar a la oficina antes de las once o permanecer en el trabajo después de esa hora.

Intenté llegar al AVID y sus resoluciones digitales a las nueve y excusarme a las once. Ustedes adivinan lo que pasó. Entonces pedí licencia por enfermedad. Me la concedieron por un mes a cambio de un certificado médico. Le pedí a un doctor español, un tal Miquis, mi g. p. habitual, que me hiciera la balona. Se resistió. Me pidió una explicación. Sólo le dije:

– Por amor.

– ¿Amor?

– Tengo que conquistar a una muchacha.

Sonrió con complicidad amistosa. Me dio el certificado. Cómo no me lo iba a dar. En esto, los hispanos nos entendemos por completo. Oponerle obstáculos al amor es un delito superior a extender un falso certificado de enfermedad. La latinidad, cuando no es ejercicio que perfecciona la envidia, es complicidad nutrida por el sentimiento de que, siendo culturalmente superiores, recibimos trato de segundones en tierras imperiales.

Ya está. Ahora podía pasarme la jornada entera apostado en mi ventana, esperando la aparición de ella. No sabía su nombre. En el tablero de timbres de su edificio sólo había nombres masculinos o razones comerciales. Ningún nombre femenino. Y una sola ranura vacía. Allí tenía que estar, pero no estaba, su nombre. Estuve a punto de apretar el botón de ese apartamento. Me detuve a tiempo, con el dedo índice tieso, en el aire. Un instinto incontrolable me dijo que debía contentarme con el deleite de mirarla. Me vi a mí mismo, torpe e inútil, tocando el timbre, inventando un pretexto, ¿qué iba a decir?, quiero convertirla a una religión, traigo un inexistente paquete, soy un mensajero -o la verdad insostenible, soy su vecino, quiero conocerla, con la probable respuesta.

– Perdone. No sé quién es usted.

O: -Deje de importunarme.

O acaso: -Algún día, quizás. Ahora estoy ocupada.

No fue ninguno de estos motivos lo que me alejó de su puerta. Fue una marea interna que inundó mi corazón. Sólo quería verla desde la ventana. Me había enamorado de la muchacha de la ventana. No quería romper la ilusión de esa belleza intocable, muda, apartada de mi voz y de mi tacto por un estrecho callejón de Soho, aunque cercana a mí gracias al misterio de mi propia mirada, fija en ella.

Y la mirada de ella, siempre apartada de la mía, ocupada con su quehacer doméstico durante ciertas horas del día y de la noche, invisible desde la medianoche hasta el mediodía… Era mía gracias a mis ojos, nada más.

Esta era la situación. Dejé de ir al trabajo. Dejé de ir al teatro. Pasé la jornada entera frente a mi ventana abierta -era el mes de agosto, sofocante-, esperando la aparición de la muchacha en su propio marco. Ausente a veces, alejada otras, sólo de vez en cuando se acercaba a mi mirada. Nunca, durante estos largos y lánguidos días de verano, me dirigió la vista. Miraba hacia el cielo invisible. Miraba a la calle demasiado visible. Pero no me miraba a mí.

Empecé a temer que lo hiciera. Me deleitaba de tal modo verla sin que ella se fijara en mí. La razón es obvia. Si ella no me miraba, yo podía observarla con insistencia. Con impunidad. ¿Qué no vi en mi maravillada criatura? Su larga cabellera rubia, mecida en realidad por el ventilador que ronroneaba a sus espaldas aunque, a mis ojos, mecida por el flujo de un maravilloso e invisible río que le bañaba el pelo en ondas refulgentes. Y sus ojos, por oscuros, eran más líquidos que el verde del mar o el azul del cielo. Me imaginaba una noche en la que el mar y el cielo se fundían sexualmente en los ojos de esa "hermosa ninfa", como empecé a llamarla. Que me diera trato de ajeno, de invisible, sólo aumentaba, en el gozo de verla sin obstáculos, mi placer y mi deseo, aunque éste consistiese más en verla que en poseerla. En adivinarla más que en saberla…

¿No era su lejanía -natural, indiferente a mi persona o inconsciente de ella- el trato perfecto que por ahora deseaba?

¿Iba a enriquecerme más cualquier acuerdo cotidiano con ella que esta idealización a la que la sometí durante el mes de ausencia con goce de sueldo que le sonsaqué a la compañía?

¿Viviría yo mejor de mis deseos que de su realización?

¿Era mi mal -la lejanía- el bien mayor del amor, del arrebato, de la pasión erótica que esta mujer sin nombre hizo nacer en mi pecho?

Mi ninfa.

¿Podían su piel, su tacto, sus inciertos besos, satisfacerme más que la distancia que me permitía mirarla -poseerla- por completo?

¿Por completo? No, ya indiqué que por más que se asomara a la ventana, el marco la cortaba debajo de los senos. Lo demás, del pecho para abajo, era el misterio de mi amor.

Mi amor.

Me atreví a llamarla así no porque ignorase su nombre, sino porque ella no era, ni sería nunca, otra cosa: Mi amor. Dos palabras dichas y sentidas, cuando son verdaderas, siempre por primera vez, jamás precedidas de una sensación, no sólo anterior, sino más poderosa y cierta, que ellas mismas. Mi amor.