El licenciado Zurinaga, mi jefe, había dejado, desde hace un año, de salir de su casa. Nadie en el bufete se atrevió a imaginar que la ausencia física del personaje autorizaba lasitudes, bromas, impuntualidades. Todo lo contrario. Ausente, Zurinaga se hacía más presente que nunca.
Es como si hubiera amenazado: -Cuidadito. En cualquier momento me aparezco y los sorprendo. Atentos.
Más de una vez anunció por teléfono que regresaría a la oficina, y aunque nunca lo hizo, un sagrado terror puso a todo el personal en alerta y orden permanentes. Incluso, una mañana entró y media hora más tarde salió de la oficina una figura idéntica al jefe. Supimos que no era él porque durante esa media hora telefoneó un par de veces para dar sus instrucciones. Habló de manera decisiva, casi dictatorial, sin admitir respuesta o comentario, y colgó con rapidez. La voz se corrió pero cuando la figura salió vista de espaldas era idéntica a la del ausente abogado: alto, encorvado, con un viejo abrigo de polo de solapas levantadas hasta las orejas y un sombrero de fieltro marrón con ancha banda negra, totalmente pasado de moda, del cual irrumpían, como alas de pájaro, dos blancos mechones volátiles.
El andar, la tos, la ropa, eran las suyas, pero este visitante que con tanta naturalidad, sin que nadie se opusiera, entró al sancta sanctorum del despacho, no era Eloy Zurinaga. La broma -de serlo- no fue tomada a risa. Todo lo opuesto. La aparición de este doble, sosias o espectro -vaya usted a saber- sólo inspiró terror y desapaciguamiento…
Por todo lo dicho, mis encuentros de trabajo con el licenciado Eloy Zurinaga tienen lugar en su residencia. Es una de las últimas mansiones llamadas porfirianas, en referencia a los treinta años de dictadura del general Porfirio Díaz entre 1884 y 1910 -nuestra belle époque fantasiosa- que quedan de pie en la colonia Roma de la Ciudad de México. A nadie se le ha ocurrido arrasar con ella, como han arrasado con el barrio entero, para construir oficinas, comercios o condominios. Basta entrar al caserón de dos pisos más una corona de mansardas francesas y un sótano inexplicado, para entender que el arraigo del abogado en su casa no es asunto de voluntad, sino de gravedad. Zurinaga ha acumulado allí tantos papeles, libros, expedientes, muebles, bibelots, vajillas, cuadros, tapetes, tapices, biombos, pero sobre todo recuerdos, que cambiar de sitio sería, para él, cambiar de vida y aceptar una muerte apenas aplazada.
Derrumbar la casa sería derrumbar su existencia entera…
Su oscuro origen (o su gélida razón sin concesiones sentimentales) excluía de la casona de piedra gris, separada de la calle por un brevísimo jardín desgarbado que conducía a una escalinata igualmente corta, toda referencia de tipo familiar. En vano se buscarían fotografías de mujeres, padres, hijos, amigos. En cambio, abundaban los artículos de decoración fuera de moda que le daban a la casa un aire de almacén de anticuario. Floreros de Sévres, figurines de Dresden, desnudos de bronce y bustos de mármol, sillas raquíticas de respaldos dorados, mesitas del estilo Biedermayer, una que otra intrusión de lámparas art nouveau, pesados sillones de cuero bruñido… Una casa, en otras palabras, sin un detalle de gusto femenino.
En las paredes forradas de terciopelo rojo se encontraban, en cambio, tesoros artísticos que, vistos de cerca, dejaban apreciar un común sello macabro. Grabados angustiosos del mexicano Julio Ruelas: cabezas taladradas por insectos monstruosos. Cuadros fantasmagóricos del suizo Henry Füssli, especialista en descripción de pesadillas, distorsiones y el matrimonio del sexo y el horror, la mujer y el miedo…
– Imagínese -me sonreía el abogado Zurinaga-. Füssli era un clérigo que se enemistó con un juez que lo expulsó del sacerdocio y lo lanzó al arte…
Zurinaga juntó los dedos bajo el mentón.
– A veces, a mí me hubiese gustado ser un juez que se expulsa a sí mismo de la judicatura y es condenado al arte… -Suspiró-. Demasiado tarde. Para mí la vida se ha convertido en un largo desfile de cadáveres… Sólo me consuela contar a los que aún no se van, a los que se hacen viejos conmigo…
Hundido en el sillón de cuero gastado por los años y el uso, Zurinaga acarició los brazos del mueble como otros hombres acarician los de una mujer. En esos dedos largos y blancos, había un placer más perdurable, como si el abogado dijese: -La carne perece, el mueble permanece. Escoja usted entre una piel y otra…
El patrón estaba sentado cerca de una chimenea encendida de día y de noche, aunque hiciese calor, como si el frío fuese un estado de ánimo, algo inmerso en el alma de Zurinaga como su temperatura espiritual.
Tenía un rostro blanco en el que se observaba la red de venas azules, dándole un aspecto transparente pero saludable a pesar de la minuciosa telaraña de arrugas que le circulaban entre el cráneo despoblado y el mentón bien rasurado, formando pequeños remolinos de carne vieja alrededor de los labios y gruesas cortinas en la mirada, a pesar de todo, honda y alerta -más aún, quizás, porque la piel vencida le hundía en el cráneo los ojos muy negros.
– ¿Le gusta mi casa, licenciado?
– Por supuesto, don Eloy.
– A dreary mansion, large beyond all peed… repitió con ensoñación insólita el anciano abogado, rara avis de su especie, pensé al oírlo, un abogado mexicano que citaba poesía inglesa… El viejo volvió a sonreír.
– Ya ve usted, mi querido Yves Navarro. La ventaja de vivir mucho es que se aprende más de lo que la situación autoriza.
– ¿La situación? -pregunté de buena fe, sin comprender lo que quería decirme Zurinaga.
– Claro -unió los largos dedos pálidos-. Usted desciende de una gran familia, yo asciendo de una desconocida tribu. Usted ha olvidado lo que sabían sus antepasados. Yo he decidido aprender lo que ignoraban los míos.
Alargó la mano y acarició el cuero gastado y por eso bello del cómodo sillón. Yo reí.
– No lo crea. El hecho de ser hacendados ricos en el siglo XIX no aseguraba una mente cultivada. ¡Todo lo contrario! Una hacienda pulguera en Querétaro no propiciaba la ilustración de sus dueños, esté seguro.
Las luces de los troncos ardientes jugaban sobre nuestras caras como resolanas turbias.
– A mis antepasados no les interesaba saber -rematé-. Sólo querían tener.
– ¿Se ha preguntado, licenciado Navarro, por qué duran tan poco las llamadas "clases altas" en México?
– Es un signo de salud, don Eloy. Quiere decir que hay movilidad social, desplazamientos, ascensos. Permeabilidad. Los que lo perdimos todo -y teníamos mucho- en la Revolución, no sólo nos conformamos. Aplaudimos el hecho.
Eloy Zurinaga apoyó el mentón sobre sus manos unidas y me observó con inteligencia.
– Es que todos somos coloniales en América. Los únicos aristócratas antiguos son los indios. Los europeos, conquistadores, colonizadores, eran gente menuda, plebe, expresidiarios… Las líneas de sangre del Viejo Mundo, en cambio, se prolongan porque no sólo datan de hace siglos, sino porque no dependen, como nosotros, de migraciones. Piense en Alemania. Ningún Hohenstauffen ha debido cruzar el Atlántico para hacer fortuna. Piense en los Balcanes, en la Europa Central… Los Arpad húngaros datan de 886, ¡por San Esteban! El gran zupán Vladimir unió a las tribus serbias desde el noveno siglo y la dinastía de los Numanya gobernó desde 1196 del país de Zeta a la región de Macedonia. Ninguno necesitó hacer la América…
Toda conversación con don Eloy Zurinaga era interesante. La experiencia me decía también que el abogado nunca hablaba sin ninguna intención ulterior, clara, mediatizada por toda suerte de referencias. Ya lo dije: con nadie es abrupto, ni con los inferiores ni con los superiores, aunque, siendo tan superior él mismo, Zurinaga no admite a nadie por encima de él. Y a los que están por debajo, ya lo dije también, les presta atención cortés.