Me rehusé a comentar el descubrimiento de la foto. Era darle una ventaja a este sujeto. Yo no tenía ante él más defensa que la serenidad, no pedir explicación de nada, jamás mostrarme sorprendido. ¿Haría otra cosa un buen abogado? Claro, Zurinaga le había dado fotos mías, de mi familia, al exiliado noble balcánico, para que viera con quién iba a tratar en este lejano y exótico país, México…
La explicación me serenó.
El conde y yo nos sentamos a las cabeceras de una mesa de metal opaco, sin reflejos, una extraña mesa de plomo, diríase, poco propicia para abrir el apetito, sobre todo si el menú -como en este caso-consistía únicamente de vísceras. Hígados, riñones, criadillas, tripas, desganados pellejos… todo ahogado en salsas de cebolla y hierbas que reconocí gracias a las viejas recetas francesas que disfrutaba mi madre: perejil, estragón, claro, pero otras que mi paladar no reconocía y condimentos que faltaban, sobre todo el ajo.
– ¿No hay ajo? -pregunté sin esperar la mirada fulminante del conde Vlad y su brusco silencio, seguido de un rápido cambio de tema.
– Polvo de cerdo, maitre Navarro. Una vieja receta usada por San Estiquio para expulsar al demonio que una monja se tragó por descuido.
Mi expresión de incredulidad pareció divertir a Vlad.
– Es decir, la monja inadvertente, según la leyenda de mi tierra, se sentó sobre el Diablo y éste dijo, ¿Qué iba a hacer? Se sentó sobre una planta y era yo…
Disimulé muy bien mi asco.
– Entradas y salidas, señor Navarro. A eso se reduce la vida. O dicho en lengua de bárbaros, exits and entrences. Por delante, por detrás. Todo lo que entra, debe salir. Todo lo que sale, debe entrar. Las costumbres del hambre son muy variadas. Lo que es asqueroso para un pueblo, es delicia de otro. Imagínese lo que los franceses piensan de los mexicanos comiendo hormigas y saltamontes y gusanos. Pero ellos mismos, los franceses, ¿no consumen alegremente ranas y caracoles? Muéstreme un inglés que pueda saborear el mole poblano: su estómago siente náuseas de tan sólo imaginar esa mezcla de chile, pollo y chocolate… ¿Y no se deleitan ustedes con el huitlacoche, el hongo del maíz, que en el resto del mundo produce asco y le es aventado a los cerdos? Y hablando de cerdos, ¿cómo pueden soportar los ingleses platos cocinados -más bien dicho arruinados- por el lard, la manteca de puerco? ¡Y no hablo de los norteamericanos, que carecen de paladar y pueden comer papel periódico relamiéndose de gusto!
Rió con esa peculiar manera suya, bajando forzadamente el labio superior como si quisiera disimular sus intenciones.
– Hay que ser como el lobo, señor Navarro. ¡Qué sabiduría la del viejo lupus latino, que se convierte en mi wulfuz teutón, qué sabiduría natural y eterna la del lobo que es inofensivo en verano y otoño, cuando está satisfecho, y sólo sale a atacar cuando tiene hambre, en el invierno y en la primavera! Cuando tiene hambre…
Hizo un gesto de mando con la pálida mano de uñas vidriosas.
Borgo, el jorobado, hacía las veces de mayordomo y una criada de movimientos demasiado lentos servía los platos, inútilmente urgida por los chasquidos de Borgo, vestido para la ocasión con una chaquetilla de rayas rojas y negras y corbata de moño, que sólo se veían en antiguas películas francesas. Creía compensar con este uniforme pasado de moda, coquetamente, su deformidad física. Al menos, eso me decía su mirada satisfecha y a veces pícara.
– Le agradezco profundamente que haya aceptado mi invitación, maitre Navarro.
– Yves. Generalmente como solo y ello engendra tristes pensamientos, croyez-moi.
El criado se acercó a servirme el vino tinto. Se abstuvo de ofrecérselo a su amo. Interrogué a Vlad con la mirada, alzando mi copa para brindar…
– Ya le dije… -el conde me miró con amable sorna.
– Sí, no bebe vino -quise ser ligero y cordial-. ¿Bebe solo?
Con esa costumbre suya de no escuchar al interlocutor e irse por su propio tema, Vlad simplemente comentó:
– Decir la verdad es insoportable para los mortales.
Insistí con cierta grosería. -Mi pregunta era muy simple. ¿Bebe a solas?
– Decir la verdad es insoportable para los mortales.
– No sé. Yo soy mortal y soy abogado. Parece un silogismo de esos que nos enseñan en la escuela. Los hombres son mortales. Sócrates es hombre. Por lo tanto, Sócrates es mortal.
– Los niños no mienten -prosiguió sin hacerme caso-. Y pueden ser inmortales.
– ¿Perdón?
Unas manos de mujer, enguantadas de negro me ofrecieron el platón de vísceras. Sentí repugnancia pero la cortesía me obligó a escoger un hígado aquí, una tripa allá…
– Gracias.
La mujer que me servía se movió con un ligero crujido de faldas. Yo no había levantado la mirada, ocupado en escoger entre las asquerosas viandas. Me sonreí solo. ¿Quién mira a un camarero a la cara cuando nos sirve? La vi alejarse, de espaldas, con el platón en la mano.
– Por eso amo a los niños -dijo Vlad, sin tocar bocado aunque invitándome a comer con la mano de uñas largas y vidriosas-. ¿Sabe usted? Un niño es como un pequeño Dios inacabado.
– ¿Un Dios inacabado? -dije con sorpresa-. ¿No sería esa una mejor definición del Diablo?
– No, el Diablo es un ángel caído.
Tomé un largo sorbo de vino, armándome para un largo e indeseado diálogo de ideas abstractas con mi anfitrión. ¿Por qué no llegaba a salvarme mi esposa?
– Sí -reanudó el discurso Vlad-. El abismo de Dios es su conciencia de ser aún inacabado. Si Dios acabase, su creación acabaría con él. El mundo no podría ser el simple legado de un Dios muerto. Ja, un Dios pensionado, en retiro. Imagínese. El mundo como un círculo de cadáveres, un montón de cenizas… No, el mundo debe ser la obra interminable de un Dios inacabado.
– ¿Qué tiene esto que ver con los niños? -murmuré, dándome cuenta de que la lengua se me trababa.
– Para mí, señor Navarro, los niños son la parte inacabada de Dios. Dios necesita el secreto vigor de los niños para seguir existiendo.
– Yo… -murmuré con voz cada vez más sorda.
– Usted no quiere condenar a los niños a la vejez, ¿verdad, señor Navarro?
Me rebelé con un gesto impotente y un manotazo que regó los restos de la copa sobre la mesa de plomo.
– Yo perdí a un hijo, viejo cabrón…
– Abandonar a un niño a la vejez -repitió impasible el conde-. A la vejez. Y a la muerte.
Borgo recogió mi copa. Mi cabeza cayó sobre la mesa de metal.
– ¿No lo dijo el Inmencionable? ¿Dejad que los niños vengan a mí?
IX
Desperté sobresaltado. Como sucede en los viajes, no supe dónde estaba. No reconocí la cama, la estancia. Y sólo al consultar mi reloj vi que marcaba las doce. ¿Del día, de la noche? Tampoco lo sabía. Las pesadas cortinas de bayeta cubrían las ventanas. Me levanté a correrlas con una terrible jaqueca. Me enfrenté a un muro de ladrillos. Volví en mí. Estaba en casa del conde Vlad. Todas las ventanas habían sido condenadas. Nunca se sabía si era noche o día dentro de la casa.
Yo seguía vestido como a la hora de esa maldita cena. ¿Qué había sucedido? El conde y su criado me drogaron. ¿O fue la mujer invisible? Asunción nunca vino a buscarme, como lo ofreció. Magdalena seguiría en casa de los Alcayaga. No, si eran las doce del día, estaría en la escuela. Hoy no era feriado. Había pasado la fiesta de la Asunción de la Virgen. Las dos niñas, Magdalena y Chepina, estarían juntas en la escuela, seguras.
Mi cabeza era un remolino y la abundancia de coladeras en la casa del conde me hacía sentir como un cuerpo líquido que se va, que se pierde, se vierte en la barranca…