Me faltaba el paso decisivo: dormir en el cuarto de huéspedes.
Ella tomaba mis decisiones con calma. Me sonreía amablemente. Yo era libre de mover mis cosas y sentirme cómodo. Esa sonrisa maldita me decía bien claro que su motivo no era cordial, sino perverso, infinitamente odioso. Calixta me toleraba estas pequeñas rebeldías porque ella era dueña y señora de la rebeldía mayor. Ella era dueña de la creación. Ella habitaba como reina la torre silenciosa del castillo. Yo, más y más, me portaba como un niño berrinchudo, incapaz de cruzar de un salto la fosa del castillo.
Repetía en silencio una cantinela de mi padre cuando recibía quejas de los vecinos a causa de un coche mal estacionado o una música demasiado ruidosa:
Ya los enanos ya se enojaron
porque sus nanas los pellizcaron.
El enano del castillo, pataleando a medida que se elevaba el puente sobre la fosa, observado desde el torreón por la imperturbable princesa de la magia negra y las trenzas rubias…
El deseo se me iba acabando. La culpa no era mía. Era del talento de ella. Seamos claros. Yo era incapaz de elevarme por encima de la superioridad de Calixta.
– Y ahora, ¿qué escribes? -le pregunté una noche, osando mirarla a los ojos.
– Un cuento sobre la mirada.
La miré animándola a continuar.
– El mundo está lleno de gente que se conoce y no se mira. En una casa de apartamentos en Chicago. En una iglesia aquí en Puebla. ¿Qué son? ¿Vecinos? ¿Viejos amantes de ayer? ¿Novios mañana? ¿Enemigos mortales?
– ¿Qué son, pues? -comenté bastante irritado, limpiándome los labios con la servilleta.
– A ellos les toca decidir. Ese es el cuento.
– Y si dos de esos personajes viviesen juntos, ¿entonces qué?
– Interesante premisa, Esteban. Ponte a contar a toda la gente que no miramos aunque la tengamos enfrente de nosotros. Dos personas, pon tú, con las caras tan cercanas como dos pasajeros en un autobús atestado. Viajan con los cuerpos unidos, apretujados, con las mejillas tocándose casi, pero no se dicen nada. No se dirigen la palabra.
Para colmar el malestar que me producía la serena inteligencia de mi mujer, debo reiterar que, por mucho tiempo que pasase escribiendo, cuidaba con esmero todo lo relativo a la casa. Cuca, cocinera ancestral de mi familia, era el ama del recinto culinario de azulejos poblanos y de la minuta escandalosamente deliciosa de su cocina -puerco adobado, frijoles gordos de xocoyol, enchiladas de pixtli, mole miahuateco.
Hermenegilda, jovencita indígena recién llegada de un pueblo de la sierra, atendía en silencio y con la cabeza baja los menesteres menores pero indispensables de una vieja hacienda medio derrumbada. Pero Ponciano, el jardinero viejo -como la casa, como la cocinera- se anticipó a decirme una mañana:
– Joven Esteban, para qué es más que la verdad. Creo que estoy de sobra aquí.
Expresé sorpresa.
– La señora Calixta se ocupa cada vez más del jardín. Poco a poquito, me va dejando sin quehacer. Cuida del jardín como la niña de sus ojos. Poda. Plana. Qué le cuento. Casi acaricia las plantas, las flores, las trepadoras.
Ponciano, con su vieja cara de actor en blanco y negro -digamos, Arturo Soto Rangel o el Nanche Arosemena- tenía el sombrero de paja entre las manos, como era su costumbre al dirigirse a mí, en señal de respeto. Esta vez lo estrujó violentamente. Bien maltratado que estaba ya el sombrerito ese.
– Perdone la expresión, patroncito, pero la doña me hace sentirme de a tiro un viejo pendejo. A veces me paso el tiempo mirando el volcán y diciéndome a mí mismo, ora Ponciano, sueña que la Iz taccíhuatl está más cerca de ti que doña Calixta -con perdón del patrón- y que más te valdría, Ponciano, irte a plantar maguey que estar aquí plantado de güey todo el día…
Ponciano, recordé, iba todas las tardes de domingo a corridas de toros y novilladas pueblerinas. Es increíble la cantidad enciclopédica de información que guardan en el coco estos sirvientes mexicanos. Ponciano y los toros. Cuca y la cocina. Sólo la criadita Hermenegilda, con su mirada baja, parecía ignorarlo todo. Llegué a preguntarle,
– Oye, ¿sabes cómo te llamas?
– Hermenegilda Torvay, para servir al patrón.
– Muy largo, chamaca. Te diré Herme o te diré Gilda. ¿Qué prefieres?
– Lo que diga su merced.
Sí, las mujeres (y los hombres) de los pueblos aislados de las montañas mexicanas hablan un purísimo español del siglo XVI, como si la lengua allí hubiese sido puesta a congelar y Herme -decidí abreviarla- abundaba en "su merced" y "mercar" y lo mesmo y mandinga y mandado -para limitarme a sus emes.
Y es que en México, a pesar de todas las apariencias de modernidad, nada muere por completo. Es como si el pasado sólo entrase en receso, guardado en un sótano de cachivaches inservibles. Y un buen día, zas, la palabra, el acto, la memoria más inesperada, se hacen presentes, cuadrándose ante nosotros, como un cómico fantasmal, el espectro del Cantinflas tricolor que todos los mexicanos llevamos dentro, diciéndonos:
– A sus órdenes, jefe.
Jefe, Jefa, Jefecita. Así nos referimos los mexicanos a nuestras madres. Con toda ambivalencia, válgase añadir. Madre es tierna cabecita blanca, pero también objeto sin importancia -una madre- o situación caótica -un desmadre-. La suprema injuria es mandar a alguien a chingar a su madre. Pero, de vuelta, madre sólo hay una, aunque "mamacita linda" lo mismo se le dice a una venerable abuela que a una procaz prostituta.
Mi "jefa", María Dolores Iñárritu de Durán, era una fuerte personalidad vasca digna de la severa actitud de mi padre Esteban (como yo) Durán-Mendizábal. Ambos habían muerto. Yo visitaba regularmente la tumba familiar en el camposanto de la ciudad, pero confieso que nunca me dirigía a mi señor padre, como si el viejo se cuidara a sí mismo en el infierno, el cielo o el purgatorio. Y aunque lo mismo podría decirse de mi madre, a ella sí sentía que podía hablarle, contarle mis cuitas, buscar su consejo.
Lo cierto es que, a medida que se cuarteaba mi relación con Calixta, aumentaban mis visitas al cementerio y mis monólogos (que yo consideraba diálogos) ante la tumba de doña María Dolores. ¡Cómo añoro los tiempos en que sólo le recordaba a mi mamacita los momentos gratos, le agradecía fiestas y consejos, cuelgas y caricias! Ahora, mis palabras eran cada vez más agrias hasta culminar, una tarde de agosto, bajo la lluvia de una de esas puntuales tempestades estivales de México, en algo que traía cautivo en el pecho y que, al fin, liberé:
– Ay mamacita, ¿por qué te moriste tú y no mi mujer Calixta?
Yo no sé qué poderes puede tener el matrimonio morganático del deseo y la maldición. Qué espantosa culpa me inundó como una bilis amarga de la cabeza a las puntas de los pies, cuando regresé a la casa alumbrada, la mansión ancestral e iluminada por la proverbial ascua, más que por las luces, por el lejano barullo, el ir y venir, las ambulancias ululantes y los carros de la policía.
Me abrí paso entre toda esa gente, sin saber quiénes eran -salvo los criados-: ¿doctores, enfermeros, policías, vecinos del pueblo? Estaban subiendo en una camilla a Calixta, que parecía inconsciente y cuya larga melena clara se arrastraba sobre el polvo, colgando desde la camilla. La ambulancia partió y la explicación llegó.
Calixta fue hallada bocabajo en el declive del alféizar. La encontró el jardinero Ponciano pero no se atrevió -dijo más tarde- a perturbar la voluntad de Dios, si tal era -sin duda- lo que le había sucedido a la metiche patrona que lo dejaba sin quehacer. O quizás, dijo, tirarse bocabajo era una costumbre protestante de esas que nos llegan del norte.
La pasividad del jardinero le fue recriminada por la fiel cocinera Cuca cuando buscó a Calixta para preguntarle por el mandado del día siguiente. Ella dio el grito de alarma y convocó a la criadita Hermenegilda, ordenándole que llamase a un doctor. La Herme negilda -me dijo Cuca con mala uva- no movió un dedo, contemplando a la patrona yacente casi con satisfacción. Al cabo fue la fiel Cuca la que tuvo que ocuparse habiendo perdido preciosos minutos, que se convirtieron en horas esperando la ambulancia.