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Ya en el hospital, el médico me explicó. Calixta había sufrido un ataque de parálisis espástica. Estaban afectadas las fibras nerviosas del tracto córticoespinal.

– ¿Vivirá?

El doctor me observó con la máxima seriedad.

– Depende de lo que llamemos vivir. Lo más probable en estos casos es que el ataque provenga de una hipoxia o falta de oxígeno en los tejidos y ello afecte a la inteligencia, la postura y el equilibrio corporal.

– ¿El habla?

– También. No podrá hablar. O sea, don Esteban, su esposa sufre un mal que inhibe los reflejos del movimiento, incluyendo la posibilidad de hablar.

– ¿Qué hará?

Las horas -los años- siguientes me dieron la respuesta. Calixta fue sentada en una silla de ruedas y pasaba los días a la sombra de la ceiba y con la mirada perdida en el derrumbe del jardín. Digo derrumbe en el sentido físico. El derrame del alféizar empezó a ocultarse detrás del crecimiento desordenado del jardín. El delicioso huerto arábigo diseñado por Calixta obedecía ahora a la ley de la naturaleza, que es la ley de la selva.

Ponciano, a quien requerí regresar a sus tareas, se negó. Dijo que el jardín estaba embrujado o algo así. A Cuca no le podía pedir que se transformara en jardinera. Y Hermenegilda, como me lo avisó Cuca una tarde cuando regresó del trabajo,

– Se está creyendo la gran cosa, don Esteban. Como si ahora ella fuera la señora de la casa. Es una alzada. Métala en cintura, se lo ruego…

Había una amenaza implícita en las palabras de Cuca: o Hermenegilda o yo. Prometí disciplinar a la recamarera. En cuanto al jardín, decidí dejarlo a su suerte. Y así fue: crecía a paso de hiedra, insensible y silencioso hasta el día en que nos percatamos de su espesura.

¿Qué quería yo? ¿Por qué dejaba crecer el jardín que rodeaba a Calixta baldada a un ritmo que, en mi imaginación, llegaría a sofocar a esa mujer superior a mí y ahora sometida, sin fuerza alguna, a mi capricho?

Mi odio venía de la envidia a la superioridad intelectual de mi mujer, así como de la impotencia que genera saberse inútil ante lo que nos rebasa. Antes, yo estaba reducido a quejarme por dentro y cometer pequeños actos de agravio. Ahora, ¿había llegado el momento de demostrar mi fuerza? Pero, ¿qué clase de poderes podía demostrar ante un ser sin poder alguno?

Porque Calixta Brand, día con día, perdía poderes. No sólo los de su inteligencia comprobada y ahora enmudecida. También los de su movimiento físico. Su belleza misma se deslavaba al grado de que, acaso, ella también deseaba que la hierba creciese más allá de su cabeza para ocultar la piel cada día más grisácea, los labios descoloridos, el pelo que se iba encaneciendo, las cejas despobladas sin pintar, el aspecto todo de un muro de jabelgas cuarteadas. El desarreglo general de su apariencia.

Le encargue a la Herme asearla y cuidarla. Lo hizo a medias. La bañaba a cubetazos -me dijo indignada la Cuca-, la secaba con una toalla ríspida y la devolvía a su sitio en el jardín.

Pedro Ángel Palou pasó a verme y me dijo que había visitado a Calixta, antigua alumna suya de la Escuela de Verano.

– No comprendo por qué no está al cuidado de una enfermera.

Suplí mi culpa con mi silencio.

– Creía que la recamarera bastaría -dije al cabo-. El caso es claro. Calixta sufre un alto grado de espasticidad.

– Por eso merece cuidados constantes.

En la respuesta del escritor y catedrático, hombre fino, había sin embargo un dejo de amenaza.

– ¿Qué propone usted, profesor? -me sentí constreñido a preguntar.

– Conozco a un estudiante de medicina que ama la jardinería. Podría cumplir con las dos funciones, doctor y jardinero.

– Cómo no. Tráigalo un día de éstos.

– Es árabe y musulmán.

Me encogí de hombros. Pero no sé por qué tan "saludable" propuesta me llenó de cólera. Acepté que la postración de Calixta me gustaba, me compensaba del sentimiento de inferioridad que como un gusano maldito había crecido en mi pecho, hasta salirme por la boca como una serpiente.

Recordaba con rencor la exasperación de mis ataques nunca contestados por Calixta. La sutileza de la superioridad arrinconada. La manera de decirle a Esteban (a mí):

– No es propio de una mujer dar órdenes.

Esa sumisión intolerablemente poderosa era ahora una forma de esclavitud gozosamente débil. Y sin embargo, en la figura inmóvil de mi mujer había una especie de gravedad estatuaria y una voz de reproche mudo que llegaba con fuerza de alisio a mi imaginación.

– Esteban, por favor, Esteban amado, deja de ver al mundo en términos de inferiores y superiores. Recuerda que no hay sino relaciones entre seres humanos. No tenemos otra vida fuera de nuestra piel. Sólo la muerte nos separa e individualiza por completo. Aun así, ten la seguridad de que antes de morir, tarde o temprano, tendremos que rendir cuentas. El juicio final tiene su tribunal en este mundo. Nadie muere antes de dar cuenta de su vida. No hay que esperar la mirada del Creador para saber cuánta profundidad, cuánto valor le hemos dado a la vida, al mundo, a la gente, Esteban.

Ella había perdido el poder de la palabra. Luchaba por recuperarlo. Su mirada me lo decía, cada vez que me plantaba frente a ella en el jardín. Era una mirada de vidrio pero elocuente.

"¿Por qué no te gusta mi talento, Esteban? Yo no te quito nada. Participa de mi placer. Hazlo nuestro."

Estos encuentros culpables con la mirada de Calixta Brand me exasperaban. Por un momento, creí que mi presencia viva y actuante era insulto suficiente. A medida que leía a Calixta me iba dando cuenta de la miseria pusilánime de esta nueva relación con mi mujer inútil. Esa fue mi deplorable venganza inicial. Leerle sus propias cosas en voz alta, sin importarme que ella las escuchase, las entendiese o no.

Primero le leí fragmentos del cuaderno de redacción que descubrí en su recámara.

– Conque escribir es una manera de emigrar hacia nuestra propia alma. De manera que "tenemos que rendir cuentas porque no nos creamos a nosotros mismos ni al mundo. Así que no sé cuánto me queda por hacer en el mundo." Y para colmo, plumífera mía: "Pero sí sé una cosa. Quiero ayudarte a que no disipes tu herencia, Esteban…"

De modo que la imbécil me nombraba, se dirigía a mí con sus malditos papeles desde esa muerte en vida que yo contemplaba con odio y desprecio crecientes…

"¿Tuve derecho a casarme contigo? Lo peor hubiera sido nunca conocernos, ¿puedes admitir por lo menos esto? Y si muero antes que tú, Esteban, por favor pregúntate a ti mismo: ¿cómo quieres que yo, Calixta Brand, me aparezca en tus sueños? Si muero, mira atentamente mi retrato y registra los cambios. Te juro que muerta te dejaré mi imagen viva para que me veas envejecer como si no hubiera muerto. Y el día de tu propia muerte, mi efigie desaparecerá de la fotografía, y tú habrás desaparecido de la vida."

Era cierto.

Corrí a la recámara y saqué la foto olvidada de la joven Calixta Brand, abandonada al fondo de un cajón de calcetines. Miré a la joven que conocí en los portales de Puebla e hice mi mujer. A ella le di el nombre de alcurnia. Calixta de Durán-Mendizábal e Iñárritu. Tomé el retrato. Tembló entre mis manos. Ella ya no era, en la fotografía, la estudiante fresca y bella del zócalo. Era idéntica a la mujer inválida que se marchitaba día con día en el jardín… ¿Cuánto tardaría en esfumarse de la fotografía? ¿Era cierta la predicción de esta bruja infame, Calixta Brand: su imagen desaparecería de la foto sólo cuando yo mismo muriese?