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– ¿Ah, sí? -recuperé mi arrogante hidalguía-. Ahora lo veremos.

Caminé recio fuera del jardín. Entré a la casa. Algo me perturbó. El cuadro me atrajo. La imagen del árabe tocado por un turbante se había, al fin, aclarado, como si la mano de un restaurador artífice hubiese eliminado capa tras capa de arrepentimientos, hasta revelar el rostro de mirada beatífica y labios crueles, la nariz recta y la cabeza rizada asomándose sobre las orejas.

Era Miguel Asmá.

Ya no cabía sorprenderse. Sólo me correspondía correr escaleras arriba, llegar a mi recámara, mirar el retrato de Calixta Brand.

La imagen de mi mujer había desaparecido. Era un puro espacio blanco, sin efigie.

Era el anuncio -lo entendí- de mi propia muerte.

Corrí a la ventana, asustado por el vuelo de las palomas en grandes bandadas blancas y grises. Vi lo que me fue permitido ver.

La joven Calixta Brand, la linda muchacha a la que conocí y amé en los portales de Puebla, descansaba, bella y dócil, en brazos del llamado Miguel Asmá.

Otra vez, como en el principio, ella hizo de lado, con un ligero movimiento de la mano, el rubio mechón juvenil que cubría su mirada.

Como el primer día.

Abrazando a mi esposa, Miguel Asmá ascendía desde el jardín hacia el firmamento. Dos alas enormes le habían brotado de la espalda adolorida, como si todo este tiempo entre nosotros, gracias a una voluntad pesumbrosa, Miguel hubiera suprimido el empuje de esas alas inmensas por brotarle y hacer lo que ahora hacían: ascender, rebasar la línea de los volcanes vecinos, sobrevolar los jardines y techos de Huejotzingo, el viejo convento de arcadas platerescas, las capillas pozas, las columnas franciscanas, el techo labrado de la sacristía de San Diego, mientras yo trataba de murmurar:

– ¿Cómo ha podido este joven robarme mi amor?

Algo de inteligencia me quedaba para juzgarme como un perfecto imbécil.

Y abajo, en el jardín, Cuca y Hermenegilda y Ponciano miraban asombrados el milagro (o lo que fuera) hasta que Miguel con Calixta en sus brazos desaparecieron de nuestra vista en el instante en que ella movía la mano en gesto de despedida. Sin embargo, la voz del médico y jardinero árabe persistía como un eco llevado hasta el agua fluyente del alfa, que ayer seco, ahora un río fresco y rumoroso que pronosticaba, lo sé, mi vejez solitaria, cuando en días lluviosos yo daría cualquier cosa por tener a Calixta Brand de regreso.

Lo que no puedo, deseándolo tanto, es pedirle perdón.

LA BELLA DURMIENTE

A Peter Straub, muy admirado aunque poco visto

1

En Chihuahua todo el mundo sabe del ingeniero Emil Baur. No sé si esta es la manera más correcta de empezar mi relato. No podría decir "todo el mundo sabe quién es" el ingeniero Emil Baur porque en verdad nadie sabe quién es -o qué es- este explorador de minas llegado a México a principios del siglo XX, cuando hizo una pequeña fortuna en oro, plata y cobre. Sólo de la mina de Santa Eulalia, se dijo, extrajo lo suficiente para empedrar de plata las calles de su ciudad natal, Enden, junto al Mar del Norte.

Baur debió llegar aquí hacia 1915, es decir, en plena Revolución Mexicana. No tardó en hacerse dueño de varias minas importantes con fondos (se dijo entonces) proporcionados por el gobierno alemán, a su vez en plena Guerra Mundial. No hubiese bastado este apoyo (que nunca pasó de ser un rumor) si el ingeniero, además, no demostrara una notable capacidad de administrar, con rigor, las empresas a su cargo.

Sólo que Emil Baur no era sólo un técnico y un administrador eficiente. Era un alemán comprometido con las armas del Kaiser y nimbado -uso la palabra con plena intención- por un propósito geopolítico que, cuando hablaba del asunto, le daba a su cabeza -nos aseguran quienes lo trataron en esa época- una aureola casi espiritual.

Una cabeza noble, digna de un Sigfrido rubio, alto, de ojos azules -todos los clisés germánicos- y vestido a la usanza de los ingenieros de antaño. Saco de lana con cinturón, camisa de dril pero con corbata gruesa, de lana y oscura, los pantalones kaki del explorador y botas altas, raspadas y con clavos en las suelas. No, no usaba sarakof. Decía que era una prenda "colonial" insultante para los mexicanos.

– Pero si la usa el mismísimo Pancho Villa. -Entonces digamos que me gusta que el sol me broncee la cara.

Así contrastaba más con sus ojos azules.

Su piel, decían, era tan suave y luminosa que Baur daba la impresión de nunca haberse rasurado. El rastrillo jamás profanó esas mejillas, dotadas entonces -nos cuentan- del vello rubio, frágil, intenso, de la adolescencia.

Era difícil asociar a un hombre de estas características con el más bárbaro de los guerrilleros mexicanos, el arriba mencionado general Francisco Villa, el antiguo bandido y prófugo capaz de levantar un ejército de ocho mil hombres en la frontera norte del país, cruzar el Río Grande y derrotar, desde Chihuahua hasta la Ciudad de México, al ejército de la Dictadu ra. En el camino, Villa sembró escuelas, repartió tierras, atrajo intelectuales, sedujo oligarcas, colgó usureros y fusiló enemigos reales e imaginarios. Hizo la revolución en marcha. Creyó contar -y así fue- con el apoyo de los Estados Unidos hasta que éstos, al dividirse la Revolución en 1915, se fueron con la facción constitucionalista de Carranza y Obregón. Es decir, con la "gente decente" del movimiento.

Villa, brazo armado "lépero" y analfabeta, sería inútil cuando se estableciera la paz. Ignorante, brutal, capaz de matar sin un parpadeo de sus ojos orientales o una mueca de su sonrisa de maíz, el Centauro Pancho Villa sólo servía para la guerra. No se le podía, en efecto, desmontar de su caballo.

En 1917 el destino del mundo se jugaba en las grandes batallas de Arras y de Ypres. Pero también en Chihuahua la Gran Guerra tenía un frente y el káiser Guillermo se propuso explotarlo. Las divisiones internas en México invitaban a ello. Si los norteamericanos seducían a Carranza y abandonaban a Villa, la diplomacia alemana le daría mate a los "gringos". Arthur Zimmerman, el ministro de Relaciones Exteriores de la Alemania imperial, envió un famoso telegrama cifrado al embajador alemán en México en enero de 1917. En él, el káiser le proponía a Carranza un pacto contra Estados Unidos para "reconquistar los territorios perdidos de Texas, Nuevo México y Arizona". El telegrama fue interceptado por el almirantazgo británico y enviado a Washington, precipitando la entrada en guerra del presidente Wilson.

Al mismo tiempo el káiser, ni tardo ni perezoso, se propuso seducir a Villa -jugaba a todas las cartas- explotando el resentimiento del guerrillero contra Wilson y "los gringos" y prometiéndole, a Villa también, la reconquista del suroeste norteamericano.

El telegrama de Zimmerman desinfló como un globo caído entre nopales la posible alianza entre Carranza y Guillermo II. Le reveló a Villa el doble juego de la diplomacia alemana pero no lo despojó de su ánimo antiyanqui, llevándolo, en 1916, a invadir la población norteamericana de Columbus y a "devolver" como dijo un corrido, "la frontera" -aunque sólo fuese por unas horas.

De allí la relación entre el ingeniero Emil Baur y el general Francisco Villa. El ingeniero actuó como patriota alemán y agente de Berlín en el "blando vientre" sur de los Estados Unidos. Esto lo sabía todo el mundo y nadie se lo reprochaba. El sentimiento pro alemán en México era muy fuerte en aquellos tiempos y su razón sumamente clara. Sólo Alemania podía oponerse a los Estados Unidos y lo hacía con las mismas armas de éstos: la disciplina, el trabajo, la creación de riqueza, la fuerza militar. Lo que los mexicanos le envidiaban a los gringos, se lo podían admirar a los alemanes.