Me acercaba a la mansión desértica del ingeniero Emil Baur. Doblemente desértica, por el llano rojizo que la rodeaba y por su propia construcción de ladrillo apagado, dos altos pisos coronados de torrecillas decorativas, ventanas cerradas con postigos fijos y maderas quebradizas, una planta baja vedada por pesados cortinajes en cada ventana, un sótano, a su vez velado, asomándose con ojillos de rata medrosa. Todas las ventanas del caserón eran ojos viciosos insertados en una cabeza inquieta.
Los peldaños de mármol ascendían a la puerta de entrada, pesada, de dos hojas, metálica como en los presidios y simbólica, me dije, de la profesión del ingeniero de minas Emil Baur.
Me detuve. Aparqué. Subí los escalones. No fue necesario tocar a la puerta. Ésta se abrió y una voz desencarnada me dijo:
– Pase.
Entré a una penumbra que parecía fabricada. Es decir, no era la sombra que atribuimos naturalmente a tiempos y espacios acostumbrados, sino una tiniebla que parecía pertenecer sólo a este sitio y a ninguno más. De verdad, como si la mansión de Emil Baur generase su propia bruma.
– Pase. Rápido -dijo la voz con impaciencia.
Me di cuenta de que una parte de la niebla interior se escapaba por la puerta abierta y se disipaba en el ligero viento crepuscular del desierto. Entré y la puerta se cerró velozmente detrás de mí.
Soy un hombre cortés y portaba mi maletín grande -decidí llevar algunos objetos de aseo, una muda de ropa, siguiendo la sugerencia de mi anfitrión- en la mano izquierda para saludar con la derecha al ingeniero. Baur no me tendió la suya.
Se apartó de la sombra y apareció una ruina humana. Nada quedaba de aquel héroe wagneriano famosamente descrito por quienes lo conocieron de joven. El pelo de una blancura parecida a nieve sucia le colgaba de la coronilla a los hombros, dejando al descubierto un domo de calvicie, más que pecosa, teñida, como si el cráneo descubierto tuviese un color distinto del resto de la pieclass="underline" amarillo, amostazado, derrumbándose hacia el gris arcilloso de la cara surcada por hondas comisuras labiales y nasales, una frente de velo rasgado como si pensar fuese un líquido viscoso que una oruga impenitente va dejando como seda cada vez más fluida entre ceja y ceja.
Tres pelos blancos en cada ceja, los párpados de un saurio prehistórico, la mirada azul desvelada hasta convertirse en piedra de alúmina. La nariz fina y delgada aún, pero tendiendo a colgarse, señalando hacia los labios descarnados y apuntalados por múltiples signos de admiración arriba y abajo. El ejército de arrugas se anudaba y se aflojaba simultáneamente bajo un mentón decidido a adelantarse con orgullo a los acontecimientos. Desmentido por la ruina del cuello, delator inconfundible de la edad avanzada.
Debo admitir que Emil Baur intentaba, a pesar de todo, mantener una postura gallarda. La osteoporosis, lo noté enseguida, vencía a la antigua altivez, lo doblaba pero aún no lo jorobaba. Yo miraba un cuerpo vencido. Pero con igual evidencia, era testigo de un espíritu indomable. Indomable pero profundamente dolido. No bastaba, sin embargo, recordar la fama de sus derrotas históricas para entender, por una parte, un estrago más poderoso que el paso de los años y, por la otra, el esfuerzo final por llegar a la muerte con algún resto de la dignidad perdida…
– Sígame -ordenó, se detuvo y añadió-. Por favor.
El pasillo de entrada nos condujo a una inmensa sala de muebles oscuros -cuero de pardo animal, como si acabaran de arrancarle la piel a un saurio agónico-. Las paredes estaban recubiertas de maderas igualmente sombrías. Pero en lo alto de la altísima sala la luz del desierto entraba con fuerza crepuscular, iluminando oblicuamente los tres grandes retratos, de cuerpo entero, que colgaban lado a lado encima de la chimenea. El káiser Guillermo II, el general Francisco Villa y el führer Adolf Hitler. El primero con su gala imperial y una corta capa de húsar colgándole con displicencia de un hombro. El segundo con su traje de campaña: camisa y pantalón de dril, botas, ese sarakof colonial que Emil Baur evitaba y la pistola al cinto. Y Hitler con su habitual atuendo de camisa parda y pantalones similares a los del ingeniero de minas, botas negras y cinturón amenazante.
La luz del atardecer, digo, iluminaba oblicuamente, desde lo alto, a los tres héroes de mi anfitrión, pero permanecía en penumbras el resto de un vasto salón que, recuperado de mi asombro, asocié para siempre con un intenso olor de ceniza.
Baur me condujo a un pequeño estudio vecino a la gran sala, como si entendiese que en ésta no era posible platicar sino, apenas, recogerse religiosamente o admirarse para esconder el disgusto, si tal hubiese… Por lo menos, el mío, ya que mis estudios en Alemania me obligaron a detestar al régimen enloquecido que tanto dolor inútil trajo al mundo.
Acaso Baur adivinó mi pensamiento. Sentado frente a una enorme mesa de trabajo atestada de rollos de papel, sólo me dijo:
– Sé que usted no comparte mis convicciones, doctor.
Yo no dije nada, sentado frente a Baur en una silla de espalda recta e incómoda.
– Piense solamente -explicó sin que yo se lo pidiera- que donde otros buscaban la verdad en la base económica y social, él la encontró en la ideología.
– ¿Los otros? -inquirí, dispuesto a dejarlo pasar todo, menos la interrogación expresa o tácita.
– Los rojos. Los comunistas. Los socialistas.
– ¿La ideología? -insistí-. ¿La ideología importa más que las infraestructuras socioeconómicas?
– Sí, doctor. Lo que realmente mueve a los seres humanos. Sus mitos ancestrales, su fe nacional, su sentido del destino de excepción, por encima del común de los…
Lo interrumpí, asintiendo cortésmente. No cedí. -Ingeniero, usted ha requerido mis servicios profesionales.
Miré el reloj, dándole a entender que debía regresar a la ciudad y recorrer cien kilómetros.
– Es mi mujer, Alberta.
Esperé de nuevo.
– Sufre de una rara enfermedad nerviosa.
– ¿Desde cuándo?
– Usted es neurólogo -prosiguió sin contestarme.
Volví a asentir.
– Quiero que la vea.
Me extrañó que no dijera "Quiero que la examine."
Asentí de nuevo, como un San Pedro que en vez de negar dice siempre sí. Acepté la propuesta del anciano ingeniero.
Lo seguí por una escalera ancha y crujiente, sin alfombrar, hasta una segunda planta aún más oscura que la primera. Él no necesitaba ver. Conocía su casa. Un largo corredor con seis puertas, tres enfrentadas a otras tres, invitaba a continuar hasta la tercera a la derecha. El viejo se detuvo. Me miró. Abrió la puerta.
Era una recámara oscura, iluminada por una vela solitaria sobre una mesita. Mis ojos debieron acostumbrarse a la penumbra. Al cabo distinguí una gran cama, la cabecera pegada al muro desnudo, el pie del lecho dirigido hacia la entrada.
Digo "el pie" pero juro que jamás anticipé lo que hizo Emil Baur.
Se arrodilló junto al extremo de la cama y sólo entonces vi que, bajo un cúmulo de edredones, asomaba un pie.
Baur lo tomó con gran delicadeza entre ambas manos -sus manos torcidas por la artritis-, lo llevó a sus labios y lo besó lentamente.
Abandonó el pie y, siempre de rodillas, se volteó a mirarme.
– Acérquese. Tóquela.
Yo no sabía qué hacer. Veía el pie desnudo pero el cuerpo estaba oculto bajo los edredones.
– ¿El pie? -inquirí.