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Me sorprendió el cinismo de mi respuesta física.

Me desnudé rápidamente, abracé a la mujer, consigné el pálpito acelerado de su sangre, el revivir de su piel entera, froté con placer mi pene erecto contra la selva de su pubis, ella gimió, yo penetré su sexo con fuerza, con temblor, hasta lo más hondo y escondido de la vagina, sintiendo cómo mis pelos frotando contra su clítoris la excitaban fuera de todo control, tomando cuidado de que sólo el vello, como ala de pájaro, tocara la intimidad de su placer, tan externo como profundo era el mío.

Alberta gimió cuando los ritmos de ambos placeres se conjugaron. Abrió los ojos en vez de cerrarlos. Me miró.

Me reconoció.

Estoy seguro. Una cosa es ser mirado por alguien. Otra, ser reconocido.

Adentro de ella, reteniendo mi orgasmo con un acto de voluntad suprema, traté de entender sus nuevas palabras.

– Has regresado. No sabes cuánto lo he deseado.

Yo, instintivamente, me uní a sus palabras como un extraño que descubre después de una jornada de marchas forzadas en el desierto un fresco río fluyente y se sumerge en sus aguas.

¿Era un espejismo?

Lo puse a prueba: bebí.

– Yo también.

– ¿Te quedarás conmigo?

– Sí. Claro que sí.

– ¿Me lo juras?

– Te lo juro.

– ¿Cómo sé que la próxima vez que te vayas regresarás?

– Porque te amo.

– ¿Tú me amas?

– Lo sabes.

– No basta. Otras veces vienes, prometes y luego te vas…

– ¿Qué quieres decir?

– No basta.

– ¿Qué más puedo darte?

– Amarme ya no es un misterio para ti.

– No, tienes razón. Es una realidad.

Alejó mi cabeza de la suya.

– Pero yo no soy razonable -murmuró.

No aguanté más. Un diálogo puramente casual, azaroso, intuitivo, había encajado perfectamente con las palabras de la mujer, asombrando y desarticulando mi voluntad. No aguanté más. Me vine poderosamente como si mi cuerpo fuese en ese momento el árbitro de la vida y de la muerte, me vine con un rugido y el torso levantado, mirándola mientras ella se mordía la mano para no gritar y no cerraba los ojos como lo dicta el protocolo del orgasmo.

Tampoco me miraba a mí.

Giré el cuello para ver si yo veía lo mismo que ella.

Ella miraba con una mezcla de burla, satisfacción y temor casi infantil a la cortina carmesí del cuarto que sólo entonces sentí sofocante.

Caí, sin embargo, satisfecho sobre el hombro de Alberta. La abracé. Libré una mano para acariciarle el hombro, el brazo…

Rocé en ese cuerpo desnudo -por eso me llamó la atención- un pequeño espacio recubierto. Traté de adivinar. Era una tela adhesiva pegada al antebrazo. Ella se dio cuenta de mi insignificante descubrimiento y rápidamente ocultó el brazo debajo de la almohada. Su cuerpo vibraba con una nueva vida. Lo digo sin ambages. Yo había conocido a una hembra yacente, prácticamente muerta, por lo menos ausente del mundo.

Ahora esa mujer vigorizada, esta menonita prisionera que se parecía más bien a una heroína bíblica, una Judith resurrecta, se incorporó, me tomó de la mano, me obligó a hincarme, desnudos los dos, al pie de la cama, comenzó a murmurar: "Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados; bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia; bienaventurados los perseguidos, porque de ellos es el reino de los cielos…"

Entonces, con calma, se incorporó, tomó el aguamanil, se hincó frente a mí y procedió a lavarme los pies, sin dejar de murmurar,

– La iglesia de Dios es invisible. La iglesia de Dios está separada del mundo.

Lo decía con convicción. También con miedo. Miraba con insistencia hacia la cortina carmesí. Yo mismo volteé a mirarla. Juro que percibí un

movimiento detrás del terciopelo del lienzo.

Alberta interrumpió su oración. Yo ya la conocía. Era el Sermón de la Montaña. Los menonitas aprenden a recitarlo de memoria.

– Bienaventurados los perseguidos -murmuró Alberta y calló.

Me miró mirando la cortina.

Su mirada me interrogó.

Sentí que estábamos siendo observados. ¿Ella también lo sentía?

– ¿Tienes miedo de que mi marido nos sorprenda?

Trastabillé. -Sí, un poco.

– No te preocupes. Le gusta.

– ¿Le gusta o lo quiere?

– Las dos cosas.

– ¿Por qué?

– Porque me vas a acompañar.

– Él te puede acompañar. Lleva treinta años acompañándote.

– Pero tú me haces vivir -dijo con una sonrisa francamente odiosa, llena de desprecio, rencor y amenaza.

– Ven -le dije suavemente, tomándola del brazo. Ven. Recuéstate. No te fatigues demasiado.

Porque sentí que se desvanecía, como si el esfuerzo de amar y de orar la hubiesen vaciado.

De pie, se abrazó con furia a mi cuerpo.

– Dime algo, por favor. Dime lo que sea. No me hagas creer que no existo.

Alberta le daba la espalda a la cortina.

Yo noté el movimiento de un cuerpo detrás del paño.

Sólo entonces admití que aquí vivía una pareja casada desde hacía treinta años. Baur tenía más de ochenta. Pero ella seguía siendo la joven novia menonita de 1945.

6

No he contado las horas desde que volví a recostar a Alberta. El tiempo aquí huye. O se suspende. Afuera, ¿es de día, es de noche? ¿Cuánto tiempo llevaba sin comer? ¿Por qué no tenía hambre? ¿Por qué no sentía sed? Era como si hubiese penetrado a un mundo sin horarios ni deberes. Un mundo mudo, puramente negativo. Un mundo sin necesidades.

Y sin embargo, la proximidad del cuerpo de la mujer no era un figmento imaginario. Ella había caído en un sueño profundo, pero respiraba como la gente que duerme, con una hondura vital, como si nuestra existencia onírica, lejos de ausentarnos de la vida consciente, sólo la duplicara.

No sé por qué, mirándola dormir, me convencí de que ella se sentía protegida en esta extraña alcoba sin ventanas, acolchada, sin más decorado que la cortina carmesí. Casi, se diría, una habitación carcelaria. ¿Treinta años aquí, desde que se casó? ¿Era éste su lecho de bodas? ¿1945? ¿Qué edad tendría Alberta al casarse? Baur tenía cincuenta y cinco años al terminar la guerra y casarse con Alberta. Baur envejecía. Su mujer no. Él mismo, el doctor, ¿dónde estaba en 1945? ¿Cómo sabía que habían pasado treinta años? ¿Cómo sabía, siquiera, que este día, el que vivía en este momento, pasaba en 1975?

Hice un esfuerzo fuerte, doloroso, de memoria.

Emil Baur.

La biblioteca.

El calendario en la biblioteca.

El 30 de abril de 1975.

Era un reloj-calendario.

Baur lo había desplazado para ponerlo ante la mirada del joven doctor.

El joven doctor.

Se tocó los brazos.

Me palpó la cara.

¿Cuándo se había visto, por última vez, en un espejo?

¿Por qué presumía, convencido, de no tener más de treinta y cinco años?

¿Por qué era él la pareja en edad de Alberta y no su octogenario marido?

¿Quién le había dicho su propia edad?

Sacudí la cabeza para espantar al espanto que me obligaba a referirme a mí mismo en tercera persona.

Yo era yo.

Me llamaba Jorge Caballero.

Doctor Jorge Caballero.

Graduado en Heidelberg.

¿Cuándo?

¿Qué año?

Las fechas se confundían en mi cabeza. Los números me bailaban ante la mirada.

Si yo tenía treinta y cinco años, en 1945 era un niño de apenas cuatro años.

Miré hacia la cama. Si Alberta se había casado con Emil Baur en 1945, hoy tendría más de cincuenta años, pero parecía de veinticinco, treinta cuando mucho.

Ella veinticinco. Yo treinta y cinco. Emil Baur ochenta y cuatro.