A veces pienso que la doctora olvida que no soy oriundo de Haspide. Sí, vivo aquí desde hace más tiempo que ella, que llegó hace solo un poco más de dos años, pero yo nací en la ciudad de Derla, en el lejano sur, y pasé la mayor parte de mi infancia en la provincia de Ormin. Y desde que llegué a Haspide, la mayor parte del tiempo no la he pasado en la ciudad propiamente dicha, sino en el palacio, o en el pabellón de verano de las colinas Yvenage, o en el camino, de viaje hacia allí o de regreso aquí.
Me pregunté si la doctora me había mandado realmente a buscar a los niños o es que habría algún tratamiento arcano o secreto que quería utilizar sin que yo estuviese delante. Dicen que todos los doctores son muy discretos con su trabajo —he oído que un clan de medicina de Oartch mantuvo en secreto la invención de los fórceps durante dos generaciones— pero siempre había pensado que la doctora Vosill era diferente. Puede que lo fuera. Puede que creyera que yo podía conseguir que el hielo llegase antes, aunque a mí se me antojaba que podía hacer bien poca cosa al respecto. El estruendo del cañonazo que marcaba el final de una guardia y el inicio de siguiente sobrevoló la ciudad. El ruido de la tormenta amortiguó en tal medida el sonido que casi se hubiera podido creer que formaba parte de ella. Me abroché la capa hasta el cuello. Mientras estaba haciéndolo, el viento me quitó el sombrero de la cabeza y lo mandó dando vueltas hasta el desagüe central de la calle. Corrí tras él y lo rescaté de la fétida corriente con la nariz arrugada por la repugnancia. Lo limpié lo mejor que pude debajo de un canalón de desagüe, le di la vuelta, lo olí y finalmente volví a tirarlo.
Cuando encontré los muelles, al cabo de un buen rato, volvía a estar totalmente empapado. Busqué en vano la tienda de hielo hasta que se me comunicó, con términos nada equívocos por parte de la población de marineros y mercantes que descubrí en algunas oficinas destartaladas y un par de tabernas abarrotadas y llenas de humo, que estaba en el lugar equivocado para buscar ese tipo de establecimientos. Aquel era el mercado de pescado. Tuve la ocasión de confirmarlo al resbalar en las tripas descompuestas de alguna captura, que alguien había dejado pudriéndose en un charco azotado por el viento, y estuve a punto de caer a las aguas agitadas y ondulantes del muelle. No es que hubiese acabado más empapado a consecuencia de un accidente así, pero yo, a diferencia de la doctora, no sé nadar. Finalmente, me vi forzado —por un elevado muro de piedra que se iniciaba sobre un muelle azotado por los vientos y se perdía en la distancia— a regresar a la zona de los arrabales miserables.
Los niños habían llegado antes que yo. Volví a entrar en el maldito edificio, ignoré la mirada aterradora que me lanzaba la fétida bruja de la puerta, arrastré mis pobres huesos escaleras arriba entre los olores y las cacofonías siguiendo un rastro de pisadas oscuras hasta el último piso, donde el hielo ya había sido entregado, y la niña, envuelta en él, seguía cubierta por la capa de la doctora y volvía a estar rodeada por sus hermanos y amigos.
El hielo llegó demasiado tarde. Y nosotros también, un día o dos. La doctora lo intentó durante toda la noche, empleando todos los medios que conocía, pero la niña se le escurrió entre los dedos, presa de una fiebre ardiente que el hielo fue incapaz de aliviar, hasta que en algún momento, cuando la tormenta empezaba a amainar, en la medianoche de Xamis, mientras Seigen seguía tratando de perforar los deshilachados y oscuros jirones de las nubes y el viento se llevaba lejos y deprisa las voces de los cantores, la muchacha murió.
4
El guardaespaldas
—Dejadme que lo registre, general.
—No podemos registrarlo, DeWar, es un embajador.
—ZeSpiole tiene razón, DeWar. No podemos tratarlo como si fuera un campesino pedigüeño.
—Claro que no, DeWar —dijo BiLeth, consejero del Protector en materia de Asuntos Exteriores. Era un hombre alto, delgado y autoritario, con una cabellera larga y rala y un temperamento propenso a fuertes arrebatos. Trató por todos los medios imaginables de mirar a DeWar, que era más alto que él, desde arriba—. ¿Por qué clase de rufianes queréis que nos tomen?
—Desde luego, el embajador viene con la acostumbrada parafernalia diplomática —dijo UrLeyn, mientras recorría la terraza de un lado a otro.
—De una de las Compañías del Mar —protestó DeWar—. No es precisamente una delegación imperial de antaño. Llevan todos la ropa, las joyas y las insignias propias del oficio, pero ¿concuerdan?
—¿Que si concuerdan? —preguntó UrLeyn, desconcertado.
—Creo —dijo ZeSpiole— que el jefe de vuestros guardaespaldas quiere decir que su atuendo es robado.
—¡Ja! —dijo BiLeth con una violenta sacudida de la cabeza.
—Sí, y además no hace mucho —dijo DeWar.
—Aunque fuera así —dijo UrLeyn—. Es más, precisamente por ello.
—¿Señor?
—¿Precisamente por ello?
BiLeth pareció confundido un momento y luego asintió con gesto sabio.
El general UrLeyn se detuvo bruscamente sobre las baldosas blancas y negras de la terraza. DeWar pareció detenerse al mismo tiempo, y ZeSpiole y BiLeth un segundo después. Todos los que los seguían por la terraza, entre los aposentos privados y las cámaras de la corte —generales, escribas y burócratas, la panoplia habitual— tropezaron unos con otros con un apagado tintineo de armaduras, espadas y tablillas de escritura al parar tras ellos.
—Las Compañías del Mar pueden ser aún más importantes ahora que el viejo Imperio está hecho trizas, amigos míos —dijo el general UrLeyn al tiempo que se volvía bajo el sol para dirigirse a la figura calva de BiLeth, a la más alta y morena de su guardaespaldas y al menudo y viejo caballero, embutido en el uniforme de la guardia de palacio. ZeSpiole, un hombre flaco y encorvado, con unos ojos rodeados de profundas arrugas, había sido el antecesor de DeWar al frente de los guardaespaldas. Ahora, en lugar de tener encomendada la protección inmediata de la persona de UrLeyn, era comandante de la guardia, por lo que la seguridad del palacio entero era responsabilidad suya—. Los conocimientos de las Compañías del Mar —prosiguió UrLeyn—, sus habilidades, sus cañones… son mucho más importantes ahora. El colapso del Imperio ha engendrado un exceso de aspirantes a emperador…
—¡Al menos tres, hermano! —exclamó RuLeuin.
—Precisamente —dijo UrLeyn con una sonrisa—. Tres emperadores, un montón de reyes felices, al menos más felices de lo que eran bajo el antiguo Imperio, y varios personajes más que se han atribuido el título de rey y que jamás se habrían atrevido a hacerlo en el antiguo régimen.
—¡Por no mencionar a uno para el que el título de rey sería un insulto y, de hecho, un descenso de categoría, señor! —dijo YetAmidous, quien acababa de aparecer detrás del general.
UrLeyn dio unas palmaditas en la espalda al otro hombre, algo más alto que él.
—Como ves, DeWar, hasta mi buen amigo el general YetAmidous me cuenta a mí entre aquellos que se han beneficiado de la desaparición del antiguo régimen y me recuerda que no fue ni mi astucia, ni mi prudencia, ni mi ejemplar genio militar lo que me llevó a la exaltada posición que ocupo en este momento —dijo UrLeyn con un guiño.
—¡General! —dijo YetAmidous al tiempo que su rostro ancho, de ceño poblado y aire audaz, adoptaba una expresión dolorida—. ¡Nunca pretendí sugerir tal cosa!
El gran edil UrLeyn se echó a reír y volvió a posar una mano sobre el hombro de su amigo.