Confieso que oculté los síntomas de mi enfermedad durante tantos días como me fue posible, primero porque no quería que la doctora me creyera débil y segundo porque los ayudantes de otros médicos me habían dicho que, por muy amables y complacientes que fueran sus señores con sus pacientes de pago, cuando eran sus propios asistentes los que enfermaban se comportaban, desde el primero hasta el último, de manera notoriamente brusca y desagradable.
Sin embargo, la doctora Vosill se mostró conmigo como la más condescendiente y comprensiva de las personas, y me cuidó casi como si fuera una madre (cosa que no creo que tenga edad para ser).
No recordaría nada más de mi breve enfermedad, y hasta puede que la hubiera omitido por completo de mi relato —salvo para explicar a mi amo por qué se había producido un vacío en mis informes— de no ser por el siguiente hecho, que, según creo, podría servir para proyectar un poco de luz sobre el misterioso pasado de la doctora antes de llegar a la ciudad hace dos años.
Me encontraba, debo confesar, en un estado muy extraño en el momento álgido de mi enfermedad, sin apetito, sudando copiosamente y sumido en una especie de estado de semiinconsciencia. Cada vez que cerraba los ojos estaba seguro de que veía formas extrañas y fastidiosas que me atormentaban con sus dementes e incomprensibles mutaciones y cabriolas.
Mi mayor temor, como podéis imaginar, era decir algo que revelara a la doctora el hecho de que se me había encomendado su vigilancia. Como es natural, dado que es una persona bondadosa y digna de toda confianza, al menos a juzgar por todo lo que he visto y relatado hasta el momento (y por tanto una persona devotamente leal a nuestro buen rey), puede que esta revelación no provocara nada malo, pero sea como sea, seguiré fielmente los deseos de mi amo y mantendré mi misión en secreto.
Tened la segundad, amo, de que ninguna palabra o pista sobre mi misión salió de mis labios y de que la doctora continúa sumida en la ignorancia por lo que a estos asuntos se refiere. Sin embargo, aunque esta, la más preciosa de las confidencias, se mantuvo a buen recaudo en mi interior, otras de las inhibiciones que habitualmente me constriñen se esfumaron como consecuencia de la fiebre y un día me encontré en la cama de mi celda, mientras la doctora, que acababa de volver de tratar al rey (esta vez tenía una contractura en el cuello, creo), me lavaba el sudor de la parte superior del cuerpo.
—Sois muy buena conmigo, doctora. Eso debería hacerlo una enfermera.
—Y una enfermera lo hará si el rey vuelve a llamarme a su lado.
—¡Nuestro querido rey! ¡Cuánto lo amo! —grité (cosa que era cierta, aunque también resultaba un poco embarazosa, así expresada).
—Como todos nosotros, Oelph —dijo la doctora mientras estrujaba un trapo húmedo sobre mi pecho y, con lo que se me antojó una mirada meditabunda, me lavaba la piel. Estaba acurrucada junto a mi cama, que es muy baja por culpa de las limitaciones de espacio de mi celda.
La miré a la cara, que en aquel momento parecía triste, o al menos eso me pareció a mí.
—No temáis, doctora. ¡Lo cuidáis muy bien! Él se preocupa porque su padre, que era el más fuerte de los hombres, murió joven, pero vos lo mantendréis sano y salvo, ¿verdad?
—¿Qué? Sí, sí, claro.
—¡Oh! No estaréis preocupada por mí, ¿verdad? —Y confieso que mi corazón dio un pequeño vuelco en el interior de mi febril y fatigado pecho, porque, ¿qué hombre joven no se emocionaría ante la idea de que una mujer buena y hermosa, y más aún una que estuviera ocupándose tan íntimamente de sus necesidades corporales como ella lo estaba haciendo en aquel momento, se preocupara por él?— No os preocupéis —dije levantando una mano—. No voy a morir. —Ella puso cara de incertidumbre, así que añadí—: ¿O sí?
—No, Oelph —respondió con una sonrisa bondadosa—. No, no te vas a morir. Eres joven y fuerte y yo te cuidaré. Dentro de otro medio día, empezarás a recuperarte. —Bajó la mirada hacia la mano que yo había extendido hacia ella, que se encontraba, me di cuenta entonces, sobre su rodilla.
—Ah, esa vieja daga vuestra —dije. No tenía tanta fiebre como para no sentirme avergonzado. Di unos golpecitos en el pomo del viejo cuchillo, que asomaba de la bota de la doctora, muy cerca de donde yo había apoyado la mano—. Siempre me ha… eh… fascinado. ¿Qué clase de cuchillo es? ¿Alguna vez lo habéis usado? Me atrevería a decir que no es una herramienta quirúrgica. Parece poco afilada. ¿Es un arma ceremonial? ¿Qué…?
La doctora sonrió y me puso una mano sobre los labios para que guardara silencio. Bajó el brazo, sacó la daga de su vaina y me la ofreció.
—Toma —dijo. El arma, con su hoja desafilada, quedó apoyada sobre la palma de mi mano—. Te diría que tuvieras cuidado —dijo sin dejar de sonreír—, pero la verdad es que no tiene mucho sentido.
—Ni filo —dije yo mientras deslizaba un pulgar sudoroso por este.
La señora se rió a carcajadas.
—Vaya, Oelph, un chiste —dijo mientras me daba unas suaves palmaditas en el hombro—. Y encima en mi propia lengua. Estás mejorando mucho. —Se le iluminaron los ojos.
De improviso, me invadió la vergüenza.
—Os habéis ocupado tanto de mí, señora… —No sabía muy bien qué decir, así que me dediqué a estudiar la daga. Era un arma antigua y pesada, de mano y media de longitud, y hecha de un acero viejo recubierto de pequeños agujeros de óxido. La hoja estaba ligeramente doblada y la punta se había abollado y desafilado con el paso del tiempo. Tenía algunas muescas en el filo, que realmente era tan romo que habría que aplicar mucha fuerza para cortar con el cualquier cosa más dura que una medusa. La empuñadura de cuerno también estaba picada, más aún que la hoja. Alrededor del pomo y formando tres líneas que discurrían a lo largo de la empuñadura hasta la guarda, había unas piedras semipreciosas, ninguna de ellas mayor que un grano de trigo, junto a muchos agujeros que, según apuntaba todo, probablemente contuvieran gemas similares en el pasado. La parte superior del pomo estaba formada por una piedra traslúcida, grande y oscura que la vista podía atravesar cuando se colocaba bajo la luz. Alrededor de la base del pomo había algo que al principio tomé por una fina y sinuosa talla, pero que en realidad era una hilera de agujerillos que habían perdido todas las pequeñas y pálidas piedras que antaño alojaran, salvo una.
Pasé un dedo por esta hilera.
—Deberías mandarla a reparar, señora —le dije—. El armero de palacio se prestaría gustoso, estoy seguro, porque las piedras no parecen caras y el trabajo no es de primera calidad. Dejad que la lleve a la armería cuando me haya recuperado. Conozco al ayudante del armero segundo. No será problema. Quisiera hacer algo por vos.
—No es necesario —dijo la doctora—. Me gusta tal como está. Tiene un valor sentimental para mí. La llevo como recuerdo.
—¿De quién, señora? —¡La fiebre! ¡En condiciones normales nunca habría sido tan osado!
—De un viejo amigo —dijo ella sin dudar. Terminó de limpiarme el pecho y luego dejó los trapos a un lado y se sentó en el suelo.
—¿De Drezen?
—De Drezen. —Asintió—. Me la dio el día que partí.
—¿Era nueva entonces?
Sacudió la cabeza.
—Ya era vieja. —La fina luz de la puesta de Seigen entraba por las grietas de la ventana y se proyectaba rojiza sobre su cabello, recogido y envuelto en una redecilla—. Un recuerdo de familia.
—Pues no debe de ser un recuerdo muy agradable si dejaron que acabara en este estado, señora. Parece que tiene más agujeros que piedras.
Ella sonrió.
—Las piedras que faltan se usaron por buenas causas. Algunas de ellas compraron protección en lugares remotos, donde una persona que viaja sola se ve más como presa que como invitada, mientras que otras sirvieron para pagar los pasajes que me trajeron hasta aquí.