—No parecen muy valiosas.
—Se valoran más en otras tierras, supongo. Pero el cuchillo, o lo que llevaba, me mantuvo a salvo y me empujó a seguir mi camino. Nunca tuve que usarlo… Bueno, he tenido que empuñarlo y agitarlo un poco en alguna ocasión, pero nunca he tenido que usarlo para hacerle daño a alguien. Y, tal como dices, es una suerte, porque es, con mucha diferencia, el cuchillo peor afilado que he visto desde que llegué aquí.
—En efecto, señora. No sirve de nada tener la daga más roma de todo el palacio. Todas las demás están muy afiladas.
Me miró (y solo puedo decir que era una mirada casi afilada, de tan penetrante como resultaba). Recuperó delicadamente la daga y pasó el pulgar por uno de los filos.
—Puede que te deje que la lleves a la armería, aunque solo sea para que la afilen.
—También podrían sacarle punta, señora. Las dagas son para apuñalar.
—En efecto. —Volvió a guardarla en la vaina.
—¡Oh, señora! —chillé, de repente embargado por el temor—. ¡Lo siento!
—¿Por qué, Oelph? —dijo ella, con su precioso rostro lleno de preocupación y pegado de repente al mío.
—Por… por hablaros así. Por haceros preguntas personales. Solo soy vuestro criado, vuestro aprendiz. Esto no es apropiado.
—Oh, Oelph —dijo ella en voz baja con una sonrisa. Sentí su fresco aliento sobre la mejilla—. Podemos olvidarnos de eso, al menos en privado, ¿no te parece?
—¿Vos creéis, señora? —(Y confieso que mi corazón, enfebrecido como estaba, dio un vuelco al oír sus palabras, pues esperaba en su locura lo que yo sabía que no podía esperar).
—Eso creo, Oelph —dijo ella. Me cogió la mano y la estrechó suavemente—. Puedes preguntarme lo que quieras. Siempre puedo no responder y no soy de las que se ofenden con facilidad. Me gustaría que fuéramos amigos, no solo doctora y aprendiz. —Ladeó la cabeza, con una expresión entre intrigada y divertida en el rostro—. ¿Te parece bien?
—¡Oh, sí, señora!
—Bien. Vamos a… —Entonces volvió a ladear la cabeza, como si estuviera escuchando algo—. Llaman a la puerta —dijo mientras se levantaba—. Discúlpame.
Regresó al cabo de un rato con el maletín.
—El rey —dijo. Su expresión, me pareció a mí, era mitad de pesar y mitad de alegría—. Parece ser que le duelen los dedos de los pies. —Sonrió—. ¿Estarás bien sin mí, Oelph?
—Sí, señora.
—Volveré en cuanto pueda. Entonces veremos si puedes comer algo.
Habían pasado cinco días, creo, cuando la doctora fue convocada por Tunch, el tratante de esclavos. Su casa era una imponente mansión del barrio mercantil, edificada sobre el gran canal. La puerta principal, alta y orgullosa, se alzaba imponente sobre la doble escalinata que comunicaba con la calle, pero no pudimos entrar por allí. El coche de alquiler que había ido a buscarnos se dirigió a un pequeño embarcadero situado algunas calles más allá, donde nos transfirieron a una pequeña batea cerrada que nos llevó por un canal secundario, con las ventanas cerradas a cal y canto, hasta un pequeño muelle privado situado en la parte trasera de un edificio.
—¿Qué ocurre aquí? —me preguntó la doctora cuando el barquero abrió las ventanas de la batea y la embarcación golpeó los maderos oscuros de un atracadero. Estábamos en pleno verano, pero en aquel lugar hacía mucho frío y olía a humedad y a podredumbre.
—¿Señora? —dije mientras me anudaba un pañuelo perfumado alrededor de la boca y la nariz.
—Todo este secreto.
—No…
—¿Y por qué haces eso? —preguntó, claramente molesta, mientras un criado ayudaba al barquero a amarrar la batea.
—¿Qué? ¿Esto, señora? —pregunté señalando el pañuelo.
—Sí —respondió ella mientras, al ponerse en pie, hacía que la embarcación se tambalease.
—Para combatir los malos humores, señora.
—Oelph, ya te he dicho que los agentes infecciosos se transmiten por el aliento o los fluidos corporales, aunque sean los de los insectos —dijo ella—. Un mal olor, por sí solo, no puede hacerte enfermar. Gracias. —El criado recogió su maletín y lo dejó cuidadosamente sobre el pequeño embarcadero. Yo no respondí. Ningún médico lo sabe todo y más vale prevenir que curar—. Aparte —continuó—, sigo sin saber a qué viene tanto secreto.
—Creo que el tratante de esclavos no quiere que su médico se entere de vuestra visita —le dije mientras bajaba al muelle—. Son hermanos.
—Si el tratante está muriéndose, ¿por qué no está su médico con él? —dijo la doctora—. Y, ya puestos, ¿por qué no está al menos como hermano? —El criado le tendió una mano para ayudarla a desembarcar—. Gracias —volvió a decir ella. (Siempre está dando las gracias a los criados. Los lacayos en Drezen deben de ser gente irritable, creo yo. O muy mal acostumbrada).
—No lo sé, señora —confesé.
—El hermano del señor se encuentra en Trosila, señora —dijo el criado (lo que viene a demostrar lo que suele ocurrir cuando uno empieza a hablar con los criados).
—¿Ah, sí? —dijo la doctora.
El criado abrió una puertecilla que conducía a la parte trasera de la casa.
—Sí, señora —respondió él con una mirada nerviosa al barquero—. Ha ido a buscar en persona una tierra rara que, según dicen, se utiliza para tratar la enfermedad que padece el señor.
—Ya veo —dijo la doctora. Entramos en la casa. Una criada salió a recibirnos. Llevaba un austero traje negro y tenía un rostro que daba miedo. De hecho, su expresión era tan adusta que lo primero que pensé fue que el tratante había muerto. Sin embargo, la criada saludó a la doctora con una inclinación de cabeza casi imperceptible y con una voz precisa y seca dijo:
—¿La señora Vosill?
—Soy yo.
Me señaló con la cabeza.
—¿Y este?
—Mi aprendiz, Oelph.
—Muy bien. Seguidme.
Mi señora miró a su alrededor mientras subíamos por unas escaleras de madera, con sendas expresiones de sospecha en el rostro. Me sorprendió en el acto de dirigir una de lo más severa a la negra espalda de la mujer que nos conducía, pero se limitó a sonreír y a guiñarme un ojo.
El criado con el que había hablado la doctora cerró la puerta del embarcadero y desapareció por otra que, supongo, conducía a los aposentos de la servidumbre.
La escalera era angosta y empinada y no tenía otro medio de iluminación que un ventanuco a cada piso, donde los escalones de madera daban la vuelta. Había también una puerta estrecha en cada uno de los tramos. Se me pasó por la cabeza la posibilidad de que aquellos aposentos confinados fueran para niños, pues era bien sabido que el tratante Tuncha estaba especializado en esclavos infantiles.
Llegamos a un segundo descansillo.
—¿Cuánto hace que el tratante Tunch…? —empezó a decir la doctora.
—No habléis en estas escaleras, por favor —dijo la mujer de aspecto estricto—. Podrían oíros.
Entramos en el resto de la casa al llegar al tercer piso. El pasillo en el que nos encontramos era amplio y tenía el suelo cubierto de moqueta. Las paredes estaban adornadas con cuadros y frente a nosotros había unos grandes ventanales por los que se veían los pisos superiores de las grandes casas del otro lado del canal y, tras ellos, el cielo y las nubes. Una serie de grandes puertas daba al pasillo. La mujer nos llevó hasta la más alta y recia de todas.
Puso la mano en el picaporte.
—El criado —dijo—. En el muelle.
—¿Sí? —preguntó la doctora.
—¿Os ha hablado?
La doctora la miró a los ojos un momento.
—Le hice una pregunta —respondió (y es una de las pocas ocasiones en que la he visto mentir abiertamente).
—Eso pensaba —dijo la mujer mientras nos abría la puerta. Entramos en una habitación grande y oscura, iluminada solo con velas y candiles. Bajo nuestros pies, el suelo parecía cálido y mullido. Mi primera impresión fue que había pisado a un perro. Un perfume dulzón flotaba en la habitación y me pareció detectar el olor de varias hierbas con propiedades curativas o tónicas. Traté de localizar el olor de la enfermedad o la descomposición, pero no pude. Una enorme cama con dosel ocupaba el centro de la sala. La ocupaba un hombre de gran tamaño, atendido por tres personas: dos criados y una dama elegantemente vestida. Todos ellos se volvieron hacia nosotros cuando entramos y la luz inundó el cuarto. La misma luz que pareció desvanecerse tras de nosotros cuando la mujer de aspecto severo empezó a cerrar la puerta por fuera.