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—Es cierto —dijo ZeSpiole—. Y, sin embargo, si algo le ocurriera al Protector…

—¡La Providencia no lo quiera! —dijo YetAmidous.

—… ¿no podría un duque como vos, una persona de elevada cuna del antiguo régimen, que al mismo tiempo ha sido un fiel general bajo el nuevo orden del Protector, ser la persona hacia la que se volviera el pueblo en busca de un sucesor?

—Oh, vaya, ya estamos —dijo Simalg con un bostezo.

—Esta charla me incomoda —dijo RuLeuin.

—No —repuso ZeSpiole mirándolo—. Estas cosas hay que hablarlas. Quienes le desean mal a UrLeyn y a Tassasen no van a dejar de hacerlo. Tenéis que pensar en ello, RuLeuin. Sois el hermano del Protector. El pueblo podría recurrir a vos si nos fuera arrebatado.

RuLeuin sacudió la cabeza.

—No —dijo—. Yo ya he ascendido demasiado a su sombra. La gente piensa que he llegado más lejos de lo que me corresponde. —Lanzó una mirada de soslayo a Ralboute, quien se la devolvió con ojos muy abiertos y carentes de toda expresión.

—Oh, sí —dijo Simalg agitando una mano—. Los duques le tenemos un miedo atroz a esos accidentes de nacimiento.

—¿Dónde está el mayordomo? —dijo YetAmidous—. Yalde, sé buena chica y ve a buscar a los músicos, ¿quieres? Tanta charla me está dando dolor de cabeza. ¡Necesitamos música y canciones!

—¡Aquí!

—¡Ahí, ahí está!

—¡Rápido! ¡Cogedlo! ¡Cogedlo! ¡Rápido!

—¡Aah!

—¡Demasiado tarde!

—¡He ganado! ¡He ganado! ¡He ganado!

—¡Has ganado otra vez! ¡Qué astucia para alguien tan joven! —Perrund cogió al niño con el brazo sano y lo subió al asiento que había junto al suyo. Lattens, hijo de UrLeyn, chilló al sentir que empezaba a hacerle cosquillas, y luego soltó un grito y trató de ocultarse bajo un pliegue del traje de la concubina cuando DeWar, que había recorrido a la carrera la mayor parte de la cámara de acceso al harén exterior en un vano intento por llegar antes que el muchacho, entró jadeando y refunfuñando.

—¿Dónde está ese niño? —exigió con voz agria.

—¿Niño? Vaya, ¿de qué niño hablas? —preguntó Perrund con una mano en la garganta y los ojos azules muy abiertos.

—Ah, no importa. Me sentaré aquí para recobrar el aliento. He tenido que correr mucho detrás de ese cachorro. —Sonó una risilla al sentarse DeWar junto al niño, cuyo jubón y cuyos zapatos aparecieron debajo de la túnica de la concubina—. ¿Qué es esto? ¡Aquí están los zapatos de ese truhán! ¡Y mira! —DeWar lo cogió por los tobillos. Hubo un grito amortiguado—. ¡Su pierna! ¡Apuesto a que el resto está a continuación! ¡Sí! ¡Aquí está! —Perrund apartó el vestido para dejar que DeWar le hiciera cosquillas al niño y luego trajo un cojín de otra parte del sofá y lo colocó bajo las posaderas del muchacho. DeWar lo depositó ruidosamente sobre él—. ¿Sabes lo que les pasa a los niños que ganan al escondite? —preguntó DeWar. Lattens, con los ojos abiertos de par en par, sacudió la cabeza e hizo ademán de chuparse el dedo. Perrund se lo impidió con delicadeza—. Que les dan… —gruñó DeWar mientras acercaba su cara a la del niño— ¡golosinas!

Perrund le dio la caja de las frutas glaseadas. Lattens chilló de alegría y se frotó las manos mientras clavaba la mirada en la caja y trataba de decidir cuál coger primero. Finalmente, cogió un puñado.

Huesse, otra de las concubinas de traje rojo, se sentó pesadamente en el sofá que había frente al de Perrund y DeWar. Había estado jugando con ellos al escondite. Era la tía de Lattens. Su hermana había muerto al parir al niño, al poco del estallido de la guerra de sucesión. Huesse era una mujer curvilínea y esbelta, con una rebelde melena rubia rizada.

—¿Has recibido ya tus lecciones de hoy, Lattens? —preguntó Perrund.

—Sí —dijo el niño. Era de pequeña estatura, como su padre, aunque tenía el cabello dorado y con reflejos rojizos de su madre y su tía.

—¿Y qué has aprendido hoy?

—Cosas nuevas sobre los triángulos equiláteros y un poco de historia, de cosas que pasaron.

—Ya veo —dijo Perrund al tiempo que le arreglaba el cuello al niño y volvía a alisarle el pelo.

—Había un hombre llamado Narajist… —dijo el niño mientras se chupaba el azúcar glaseado de los dedos.

—Naharajast —dijo DeWar. Perrund le indicó que guardara silencio con un gesto.

—Se puso a mirar los cielos con un tubo y le dijo al Emperador —Lattens entornó los ojos y miró las tres brillantes cúpulas de yeso que iluminaban la estancia—: «Poeslied…».

—Puiside —murmuró DeWar. Perrund frunció severamente el ceño y chistó.

—«… hay unas grandes rocas llameantes ahí arriba y ¡cuidado!». —El muchacho se levantó para gritar la última palabra y luego volvió a sentarse y se inclinó sobre la caja de las golosinas con un dedo en los labios—. Pero el emperador no lo tuvo y las rocas lo mataron.

—Bueno, un poco simplificado —empezó a decir DeWar.

—¡Qué historia tan triste! —dijo Perrund mientras le desordenaba el pelo al niño—. ¡Pobre Emperador!

—Sí. —El muchacho se encogió de hombros—. Pero luego vino papi y arregló las cosas.

Los tres adultos se miraron y se echaron a reír.

—Así es —dijo Perrund mientras le arrebataba la caja de las golosinas y la escondía detrás de su cuerpo—. Y ahora Tassasen vuelve a ser poderosa, ¿no?

—Mm-mmmm —dijo Lattens al tiempo que trataba de meterse detrás de Perrund para alcanzar la cajita.

—Creo que es buen momento para oír una historia —dijo Perrund y obligó al niño a sentarse bien—. ¿DeWar?

DeWar se sentó y reflexionó un momento.

—Bueno —dijo—. No es tanto una historia como una especie de historia.

—Pues cuéntanosla.

—¿Es apropiada para el niño? —preguntó Huesse.

—Yo la haré apropiada. —DeWar se inclinó hacia delante y se ajustó la espada y la daga al cinto—. Érase una vez un reino mágico en el que todos los hombres eran reyes, todas las mujeres reinas, todos los niños príncipes y todas las niñas princesas. En este reino la gente no pasaba hambre y no había lisiados.

—¿Y había pobres? —preguntó Lattens.

—Eso depende de lo que entiendas por pobre. En cierto sentido no, porque todos ellos podían tener todas las riquezas que quisieran y en cierto modo sí, porque había gente que prefería no tener nada. El deseo de sus corazones era no poseer nada y normalmente elegían los desiertos, las montañas o los bosques para vivir, y se instalaban en cuevas o árboles, o simplemente vagabundeaban de acá para allá. Algunos de ellos vivían en las grandes ciudades, donde deambulaban por las calles. Pero fuera lo que fuese lo que decidieran al final, la decisión era siempre suya.

—¿Eran hombres santos? —preguntó Lattens.

—Bueno, en cierto modo sí.

—¿Y también eran todos guapos? —preguntó Huese.

—Eso también depende de lo que quieras decir con guapo —dijo DeWar con tono de disculpa—. Hay quien encuentra una especie de belleza en la fealdad —prosiguió—. Y cuando todo el mundo es hermoso, hay algo singular en ser feo, o al menos vulgar. Pero en general, sí, todo el mundo era tan guapo como quería.

—Cuántos «síes» y «peros» —dijo Perrund—. A mí parece un país muy equívoco.

—En cierto modo. —DeWar sonrió. Perrund le dio con un cojín—. A veces —continuó DeWar—, conforme la gente iba cultivando nuevas tierras…

—¿Cómo se llamaba ese país? —lo interrumpió Lattens.