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—¡Ah, nuestra querida doctora Vosill! —exclamó el rey. Se encontraba sobre un pequeño escabel, en el centro del gran vestidor, donde cuatro criados se afanaban en ponerle la gran túnica ceremonial. Una pared con ventanas de yeso, orientada al sur, bañaba la habitación con una luz suave y untuosa. El duque Ormin, alto, ligeramente encorvado y ataviado con la túnica judicial, se encontraba también allí—. ¿Cómo te encuentras hoy? —preguntó el rey.

—Estoy bien, majestad.

—Buenos días, doctora Vosill —dijo Ormin, muy sonriente. El duque Ormin era más o menos diez años mayor que el rey. Era un individuo dotado de unas piernas largas, una cabeza grande y un torso sorprendentemente grande, que siempre parecía, o al menos me lo parecía a mí, hinchado, como si le hubiesen metido a la fuerza un par de almohadas debajo de la camisa. Tenía un aspecto un poco raro, sí, pero era un hombre muy educado y amable, cosa que yo sabía muy bien porque había estado algún tiempo a su servicio, aunque en una posición muy humilde. La doctora también había trabajado para él, más recientemente, como su médico personal antes de convertirse en la del rey.

—Duque Ormin —dijo la doctora con una reverencia.

—¡Vaya! —dijo el rey—. ¡Y un «majestad» para mí, nada menos! Normalmente me puedo dar por afortunado si escapo con un simple «señor».

—Os ruego mil perdones, mi rey —dijo la doctora con una nueva reverencia, esta vez dedicada a él.

—Concedidos —dijo Quience mientras echaba la cabeza hacia atrás y dejaba que un par de criados le recogieran los rubios rizos y le colocaran un capacete sobre la cabeza—. Es obvio que esta mañana estoy de un humor sumamente magnánimo. ¿Wiester?

—¿Señor?

—Informad a nuestros queridos jueces de que me reuniré con ellos de tan buen humor que tendrán que asegurarse de que se presentan los más desgraciados en la audiencia como contrapeso a mi irresistible optimismo. Adelante, Ormin.

El duque Ormin esbozó una sonrisa llena de arrugas, entre las que estuvieron a punto de desaparecer sus ojos.

Wiester vaciló un momento y entonces se dispuso a dirigirse hacia la puerta.

—Al instante, señor.

—Wiester.

—¿Señor?

—Era una broma.

—Ja, ja, ja —se rió el chambelán.

La doctora dejó el maletín en un asiento, cerca de la puerta.

—¿Sí, doctora? —preguntó el rey.

Mi señora parpadeó.

—Me ordenasteis que viniera esta mañana, señor.

—¿De veras? —El rey parecía perplejo.

—Sí, anoche. —Era cierto.

—Oh, vaya. —El rey puso cara de sorpresa, al tiempo que los criados le levantaban los brazos y le ponían y abrochaban una túnica negra sin mangas, con un forro de una piel tan blanca que resultaba deslumbrante. Flexionó el cuerpo, cambió el peso de un pie cubierto por una media a otro, apretó los puños, ejecutó un movimiento giratorio con los hombros y la cabeza y finalmente declaró—: ¿Lo ves, Ormin? Estoy empezando a olvidarme de mi avanzada edad.

—Pero, señor, si apenas sois un jovencito —le dijo el duque—. Si vos empezáis a llamaros viejo como por decreto real, ¿qué debemos pensar los que somos mucho más viejos que vos y al mismo tiempo atesoramos la creencia de que no hemos llegado a la senectud? Tened misericordia, os lo ruego.

—Muy bien —asintió el rey con un ademán—. Me declaro joven de nuevo. Y sano —añadió con una mirada de sorpresa dirigida a la doctora y a mí—. En fin, parece que esta mañana no tengo ningún dolor ni achaque para ti, Vosill.

—Oh. —La doctora se encogió de hombros—. Vaya, esas son buenas noticias —dijo mientras recogía el maletín y se volvía hacia la puerta—. En tal caso os deseo buenos días, señor.

—¡Ah! —dijo el rey de repente. Nos volvimos de nuevo.

—¿Señor?

El rey pareció sumido por un momento en profundas reflexiones y entonces sacudió la cabeza.

—No, doctora, no se me ocurre nada para reteneros. Podéis iros. Os llamaré cuando vuelva a necesitaros.

—Por supuesto, señor.

Wiester nos abrió la puerta.

—¿Doctora? —dijo el rey cuando estábamos en el umbral—. El duque Ormin y yo saldremos de caza esta tarde. Normalmente me caigo del caballo o me meto en algún matorral de espinos, así que es muy posible que luego sí tenga algo que necesite de vuestros cuidados.

El duque Ormin se rió educadamente y sacudió la cabeza.

—Empezaré a preparar los ungüentos necesarios ahora mismo —dijo la doctora—. Majestad.

—Por la Providencia, dos veces en un día.

8

El guardaespaldas

—¿Tanto confían en mí?

—Y en mí. Probablemente porque se me considera indigna del interés de cualquier hombre que no esté desesperado. O porque el general no pretende volver a visitarme nunca, así que…

—¡Cuidado!

DeWar cogió a Perrund por el brazo cuando se disponía a salir a la calle en la trayectoria de diez bestias de carga que tiraban de un carruaje de guerra. La atrajo hacia sí mientras, primero el sudoroso y jadeante tiro, y luego la grande y bamboleante mole del cañón pasaban apresuradamente haciendo temblar los adoquines. Una peste a sudor y aceite los envolvió. DeWar sintió que ella retrocedía y pegaba la espalda a su pecho. Tras él, el mostrador de piedra de la tienda de un carnicero se le clavó en la espalda. El estrépito de las ruedas del carromato, cada una de ellas tan alta como un hombre, resonó entre las agrietadas e irregulares paredes de los edificios de dos y tres plantas que se cernían sobre la callejuela.

Montado sobre el enorme cañón negro, un artillero uniformado con los colores del duque Ralboute azuzaba furiosamente con su látigo a las bestias. Seguían al carromato otros dos carruajes repletos de hombres y cajas de madera. A su vez, a estos los seguía una andrajosa multitud de excitados niños. El carromato salió con estruendo por las puertas de las murallas interiores y se perdió de vista. La gente de las calles, que había buscado refugio al paso de los apresurados vehículos, volvió a salir, murmurando y sacudiendo la cabeza.

DeWar soltó a Perrund, y ella se volvió hacia él. Embargado por el azoramiento, descubrió de repente que la había cogido por el brazo marchito. El recuerdo de su contacto, a través de la manga del vestido, el cabestrillo y los pliegues de la capa, parecía grabado en los huesos de su mano como algo fino, frágil e infantil.

—Lo siento —balbuceó.

Ella seguía muy pegada a su cuerpo. Se apartó un paso, con una sonrisa insegura. La capucha de su capa, al caer, había dejado al descubierto su rostro, velado por los encajes, y su cabello dorado, recogido en una redecilla negra. Volvió a subirse la capucha.

—Oh, DeWar —se burló—. Le salvas la vida a alguien y luego te disculpas. La verdad es que eres tan… Oh, no sé —dijo mientras se reajustaba la capucha. DeWar tuvo tiempo de sorprenderse. Era la primera vez que veía a lady Perrund sin palabras. La capucha con la que estaba peleándose volvió a caer, atrapada por un soplo de viento—. Condenada cosa —dijo mientras la cogía con la mano sana y volvía a ponérsela. DeWar había levantado el brazo para ayudarla, pero al ver que ya no era necesario tuvo que dejarlo caer—. Ahí —dijo ella—. Así está mejor. Ven. Te cogeré del brazo. Vamos a pasear.

DeWar echó un vistazo a la calle y luego la cruzaron juntos, con cuidado de no pisar las pequeñas pilas de excrementos de animal. Un viento cálido soplaba entre los edificios y levantaba remolinos de paja sobre los adoquines. Perrund había cogido el brazo de DeWar con su mano sana y su antebrazo reposaba ligeramente sobre él. El guardaespaldas transportaba en la otra mano una canasta de mimbre que ella le había pedido que llevara al salir de palacio.