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—¡Por la Providencia, si casi parece educada! —rugió Quettil de repente con un manotazo sobre la mesa.

—Y hasta puede resultar atractiva, con la ropa apropiada y el cabello bien arreglado —dijo el rey mientras recogía la pluma de tsigibern y la agitaba delante de su cara—. Celebraremos uno o dos bailes mientras estemos aquí, me atrevo a decir. La doctora se pondrá su ropa más femenina y nos asombrará a todos con su elegancia y gracia. ¿Verdad, Vosill?

—Si eso complace a su majestad —dijo ella, aunque yo me fijé en que tenía los labios apretados.

—Algo que todos esperaremos con impaciencia —dijo el duque Ulresile, pero al instante se puso colorado y tuvo que disimularlo pelando una fruta.

Los demás hombres lo miraron un instante y luego sonrieron e intercambiaron miradas de complicidad. La doctora observó al joven que acababa de hablar. Me pareció ver que sus ojos se cruzaban un instante.

—En efecto —dijo el rey—. Wiester.

—¿Majestad?

—Música, vamos.

—Como deseéis, señor. —Se volvió hacia los músicos de la terraza inferior. Quettil despidió a la mayor parte de su séquito. Ulresile se concentró en comer en cantidades que habrían bastado para alimentar a los dos gáleos que acababan de marcharse y la doctora volvió con los pies del rey, cuyas durezas empezó a frotar con aceites fragantes. El rey indicó a las dos pastorcillas que podían marcharse.

—Adlain iba a darnos algunas noticias, ¿no es así, Adlain?

—Quizá sea mejor esperar a que estemos dentro, señor.

El rey miró a su alrededor.

—No ve a nadie en quien no podamos confiar.

Quettil tenía la mirada clavada en la doctora, quien levantó la cabeza y dijo:

—¿Me marcho, señor?

—¿Has terminado?

—No, señor.

—Entonces quédate. La Providencia sabe que te he confiado mi vida muchas veces y dudo que Quettil y Walen crean que posees la memoria o la inteligencia necesarias para ser una buena espía, así que asumiendo que confiamos en el joven…

—Oelph, señor —le dijo la doctora. Me sonrió—. Es un aprendiz honrado y totalmente digno de confianza.

—… en el joven Oelph, aquí presente, creo que podemos hablar con un razonable grado de libertad. Mis duques y el comandante de mi Guardia pueden ahorrarse los comentarios malsonantes por respeto a vos, doctora, o pueden no hacerlo, como prefieran, pero sospecho que tampoco os ruborizaréis mucho al escucharlos. —Se volvió hacia el comandante de la Guardia.

—Muy bien, señor. Varios informes aseguran que algún miembro de la delegación de una Compañía del Mar trató de asesinar al regicida UrLeyn hace unos veinte días.

—¿Qué? —exclamó el rey.

—Deduzco por vuestras palabras que, tristemente, el intento no fructificó —dijo Walen.

Adlain asintió.

—El «Protector» escapó ileso.

—¿Qué Compañía del Mar? —preguntó el rey con la mirada entornada.

—Una que probablemente no exista —dijo Adlain—. Constituida específicamente con este fin por varias de las otras. Uno de los informes asegura que los miembros de la delegación murieron torturados sin revelar otra cosa que su propia y triste ignorancia.

—La culpa es de todo lo que está diciéndose sobre la formación de una armada —dijo Walen mirando a Quience—. Es una estupidez, señor.

—Puede —convino el rey—. Una estupidez a la que, de momento, debemos aparentar que prestamos nuestros apoyo. —Miró a Adlain—. Envía mensajeros a todos los puertos. Quiero que informes a todas las Compañías con las que estemos en buenos términos que cualquier nuevo intento por acabar con la vida de UrLeyn se encontrará con nuestra más profunda y práctica animosidad.

—¡Pero, señor…! —protestó DeWar.

—UrLeyn sigue contando con nuestro apoyo —dijo el rey con una sonrisa—. No podemos permitir que parezca que nos oponemos a él, por mucho que pudiera complacernos su desaparición. El mundo es ahora un lugar diferente y hay demasiada gente con la mirada fija en Tassasen, esperando a ver qué ocurre allí. Debemos pedir a la Providencia que el régimen del regicida caiga por sí solo, lo que convencerá a los demás de su ilegitimidad. Si intervenimos en su caída desde dentro, solo conseguiremos persuadir a los escépticos de que existía una amenaza real y, por consiguiente, desde su punto de vista, su existencia era conveniente.

—Pero, señor —dijo Walen inclinándose hacia delante junto a Quettil de tal modo que su vieja barbilla quedó casi en contacto con la superficie de la mesa—. La Providencia no se comporta siempre como cabría esperar. He tenido demasiadas ocasiones de verificar este hecho a lo largo de mi vida, señor. Hasta vuestro querido padre, un hombre sin igual en estos asuntos, era propenso a dejar que la Providencia realizara con dolorosa lentitud lo que un acto rápido, e incluso misericordioso, hubiese conseguido en la décima parte de tiempo. La Providencia no se mueve con toda la prontitud y diligencia que cabría esperar o desear, señor. A veces es necesario darle un empujoncito en la dirección correcta. —Lanzó una mirada desafiante a todos los demás—. Sí, y un buen empujoncito, por cierto.

—Yo creía que los hombres mayores solían recomendar paciencia —dijo Adlain.

—Solo cuando es necesaria —repuso Walen—. No como ahora.

—Empero —dijo el rey con perfecta ecuanimidad—, lo que haya de ocurrirle al general UrLeyn le ocurrirá de todos modos. Tengo un interés en este asunto que tal vez podríais llegar a sospechar, mi querido duque Walen, pero ni vos ni ningún otro de los que cuentan con mi favor podéis anticiparos a él. La paciencia puede ser un modo de dejar que las cosas maduren hasta el estado apropiado para la acción, no solo una forma de dejar pasar el tiempo.

Walen miró al rey durante un largo instante y entonces pareció aceptar lo que había dicho.

—Perdonad a un anciano, al que los fines últimos de la paciencia pueden encontrar en la tumba, majestad.

—Esperemos que no sea así, pues no os deseo una muerte tan prematura, mi querido duque.

Walen pareció razonablemente satisfecho con estas últimas palabras. Quettil le dio unas palmaditas en la mano, que no parecieron gustarle tanto.

—En cualquier caso, el regicida tiene otras preocupaciones aparte de los asesinos —dijo el duque Quettil.

—Ah —respondió el rey mientras se reclinaba en su asiento con mirada de satisfacción—. Nuestro problema oriental.

—Digamos más bien que el problema occidental de UrLeyn, señor. —Quettil sonrió—. Nos hemos enterado de que sigue enviando fuerzas hacia Ladenscion. Simalg y Ralboute, dos de sus mejores generales, se encuentran ya en la ciudad de Chaltoxern. Han dado a los barones un ultimátum: o abren los pasos de montaña y abren paso a las fuerzas del Protectorado antes de la luna nueva de Jairly, o sufrirán las consecuencias.

—Y tenemos razones para creer que la posición de los barones podría ser más sólida de lo que UrLeyn cree —dijo el rey con una sonrisa maliciosa.

—Más bien un montón de razones —dijo Quettil—. De hecho, más o menos… —empezó a decir, pero el rey levantó una mano, hizo un gesto que era una combinación de palmadita y ademán, y entornó los ojos. Quettil nos miró y asintió lenta y discretamente.

—El duque Ormin, señor —dijo el chambelán Wiester. La figura encorvada del duque Ormin se acercaba caminando trabajosamente por la vereda. Se detuvo junto al contenedor del mapa, sonrió e hizo una reverencia.

—Señor. Ah, duque Quettil.

—¡Ormin! —dijo el rey. (Quettil se limitó a saludar con el más superficial de los gestos de cabeza)—. Me alegro de veros. ¿Cómo está vuestra esposa?

—Mucho mejor, señor. Una fiebre sin importancia, nada más.

—¿Seguro que no queréis que Vosill, aquí presente, le eche un vistazo?