—Casi del todo, aunque nunca volvieron a ser tan buenos amigos.
—¿Pero estaban los dos bien?
—Hiliti volvió rápidamente en sí y se alegró muchísimo al ver a su amiga. La cabeza de Sechroom no estaba tan mal como parecía, aunque todavía hoy tiene una curiosa cicatriz triangular en el sitio de la cabeza donde se había dado el golpe, sobre la oreja izquierda. Por suerte, el pelo se la tapa.
—Hiliti era malo.
—Hiliti estaba tratando de demostrar una cosa. La gente suele portarse mal en esos casos. Como es lógico, luego dijo que lo había demostrado. Dijo que le había enseñado a Sechroom exactamente la lección que pretendía enseñarle y que lo había hecho tan bien que ella había empezado a aplicar los resultados de la lección casi inmediatamente, pues, ¿qué otra cosa estaba haciendo al ocultarse allí, entre las rocas, sino tratar de darle una lección a su vez?
—Aja.
—Aja, en efecto.
—Entonces, ¿Hiliti tenía razón?
—Sechroom nunca lo habría reconocido. Sostenía que se había hecho daño en la cabeza y estaba confusa, lo que demostraba precisamente su argumento, es decir, que solo la gente que está confusa o mal de la cabeza trata de ayudar a los demás usando la crueldad.
—Mmmm. —Lattens bostezó—. Esta historia me ha gustado más que la anterior, aunque también era más difícil.
—Lo mejor es que ahora descanses. Tienes que recuperarte, ¿sabes?
—Como Sechroom y Hiliti.
—Eso es. Ellos también se recuperaron. —DeWar arropó al muchacho mientras se le cerraban los ojos. El niño alargó la mano y buscó algo a tientas. Su mano se cerró sobre un retazo de tela amarilla y desgastada, que aferró con todas las fuerzas de sus pequeños dedos y se llevó a la mejilla, mientras, con pequeños movimientos, su cabeza se hundía un poco más en la almohada.
DeWar se levantó, se encaminó a la puerta y saludó con la cabeza a la niñera, que cosía sentada junto a la ventana.
El general se encontró con su guardaespaldas en la sala de visitas del harén exterior.
—Ah, DeWar —dijo mientras se alejaba a paso vivo de la puerta con la guerrera colgada del hombro—. ¿Has visto a Lattens?
—Sí, señor —dijo DeWar al tiempo que se situaba a su lado. Dos de los guardias de palacio, que habían reforzado la vigilancia de la entrada del harén, los siguieron a pocos pasos de distancia. La escolta adicional era la respuesta de DeWar al incremento de sus temores tras el ataque del embajador de la Compañía del Mar y el estallido de la guerra en Ladenscion, que se había producido unos días antes.
—Estaba dormido cuando fui yo —dijo UrLeyn—. Luego volveré a verlo. ¿Qué tal se encontraba?
—Sigue recuperándose. Creo que el doctor se excede con las sangrías.
—Vamos, DeWar, cada uno a lo suyo. BreDelle sabe lo que hace. Estoy seguro de que no te gustaría que tratara de enseñarte los aspectos más refinados del arte de la esgrima.
—En efecto no, señor, pero aun así… —DeWar titubeó un momento—. Hay algo que me gustaría hacer, señor.
—¿Sí? ¿De qué se trata?
—Querría poner un catador para que pruebe la comida y la bebida de Lattens. Solo para asegurarme de que no lo están envenenando.
UrLeyn se detuvo y miró a su guardaespaldas.
—¿Cómo?
—Es una mera precaución, señor. Estoy seguro de que se trata de una… dolencia normal, totalmente trivial. Pero es por precaución. Con vuestro permiso.
UrLeyn se encogió de hombros.
—Muy bien, si lo crees necesario. Me atrevo a decir que a los catadores no pondrán objeciones a otro incremento de su dieta. —Volvió a ponerse en camino a grandes zancadas.
Salieron del harén y bajaron de dos en dos los escalones que comunicaban con el resto del palacio, hasta que, a mitad de camino, UrLeyn se detuvo y continuó bajándolos de uno en uno. Se llevó una mano a la parte baja de la espalda.
—De vez en cuando mi cuerpo decide recordarme lo avanzado de mi edad —dijo. Sonrió y dio a DeWar unas palmaditas en el codo—. Creo que te he dejado sin oponente, DeWar.
—¿Sin oponente, señor?
—Sin compañera de juegos. —Le guiñó un ojo—. Perrund.
—Ah.
—En serio, DeWar, las jóvenes están muy bien, pero te das cuenta de que siguen siendo niñas cuando estás con una mujer de verdad. —Volvió a llevarse una mano a la espalda—. Por la Providencia. Esa mujer es la horma de mi zapato, en serio. —Se echó a reír y estiró los brazos—. Si alguna vez llego a expirar en el harén, DeWar, Perrund será la culpable, aunque no haya culpa alguna en ello.
—Sí, señor.
Estaban aproximándose a la Cámara Real, donde UrLeyn había decidido mantener el consejo diario sobre la guerra. Un murmullo de varias conversaciones llegaba desde el otro lado de las dobles puertas, fuertemente custodiadas. UrLeyn se volvió hacia su guardaespaldas.
—Muy bien, DeWar. Estaré aquí durante las dos próximas campanadas.
DeWar miró las puertas con expresión dolorida, como un niño mendigo contemplaría el escaparate de una tienda de golosinas.
—Sigo pensando que debería acompañaros durante los consejos, señor.
—Vamos, DeWar —dijo UrLeyn cogiéndolo del codo—. Estaré a salvo con mis soldados y ya has doblado la guardia de las puertas.
—Señor, todos los líderes que han sido asesinados alguna vez creían estar a salvo hasta un instante antes de morir.
—DeWar —dijo UrLeyn con amabilidad—. Podría confiarles la vida a todos esos hombres. Los conozco a casi todos prácticamente desde el principio de ella. Y, desde luego, desde antes de conocerte a tí. Puedo confiar en ellos.
—Pero, señor…
—E incomodas a algunos de ellos, DeWar —dijo UrLeyn con un atisbo de impaciencia—. Creen que un guardaespaldas no debería opinar con tanta frecuencia como tú. Además, tu mera presencia inquieta a algunos de ellos. Piensan que hay una sombra más en la sala.
—Me vestiré de colores, me pondré el uniforme de un bufón…
—Nada de eso —dijo UrLeyn, y le puso una mano en el hombro—. Te ordeno que te entretengas como mejor te parezca durante las dos próximas campanadas y luego regreses aquí y reasumas tus funciones una vez que mis generales me hayan informado de cuántos pueblos hemos tomado desde ayer. —Le dio unas palmadas en el hombro—. Y ahora vete. Si no estoy aquí a tu regreso, habré vuelto al harén para un segundo asalto con tu oponente. —Sonrió y le apretó el brazo al otro—. ¡Tanto hablar de guerras y batallas victoriosas me llena el miembro con la sangre de un muchacho!
Dejó a DeWar donde estaba, mirando las baldosas del suelo del pasillo mientras las puertas se abrían y se cerraban sobre las voces de varios hombres. Los dos guardias que los acompañaban se unieron a sus camaradas a ambos lados de la puerta.
Las mandíbulas de DeWar se movieron como si estuviera masticando algo y tras un momento se volvió y se alejó a paso vivo.
El yesero casi había terminado la reparación de la pared de la Sala Pintada. La última capa estaba secándose y el menestral estaba de rodillas sobre una sábana manchada de blanco, revisando las herramientas y los cubos, y tratando de recordar el orden correcto en el que debía guardarlos. Normalmente el que se encargaba de esta tarea era su aprendiz, pero en este caso tenía que hacerlo él todo porque se trataba de un trabajo secreto.
La puerta de la estancia se abrió y entró la figura embutida en negro de DeWar, el guardaespaldas del Protector. El yesero sintió un escalofrío al ver la expresión del espigado soldado. Por la Providencia, no irían a matarlo ahora que había terminado el trabajo, ¿verdad? Se había dado cuenta de que era un secreto —lo que había detrás de la pared de yeso era una alcoba secreta desde la que se podía espiar lo que ocurría en el interior de la sala, eso era evidente—, pero, ¿podía ser tan secreto como para matarlo para que no se lo revelara a nadie? No era el primer trabajo que hacía en el palacio. Era un hombre honrado y siempre mantenía la boca cerrada. Ellos lo sabían. Lo conocían. Su hermano era guardia del palacio. Era de confianza. No hablaría con nadie de ello. Podía jurarlo sobre la vida de sus hijos. No podían matarlo. ¿Verdad?