Выбрать главу

Se encogió al aproximarse DeWar. La espada del guardaespaldas se mecía de un lado a otro en su negra vaina, mientras el largo puñal que colgaba de su otra cadera saltaba en su propia y oscura funda. El yesero lo miró a la cara y no vio más que una expresión vacía y helada que resultaba aún más aterradora que una mirada de furia implacable o la sonrisa embustera de un asesino. Trató de decir algo, pero fue incapaz. Sintió que empezaban a soltársele las tripas.

DeWar apenas pareció reparar en su presencia. Bajó la mirada hacia él, luego la dirigió a la nueva pared de yeso que estaba secándose entre los demás paneles pintados, como un rostro muerto y sin sangre entre caras vivientes, y a continuación siguió caminando hasta la pequeña plataforma. El yesero, con la boca seca y aún de rodillas, se volvió para ver lo que hacía. El guardaespaldas agarró uno de los brazos del pequeño trono y luego continuó hasta un pequeño panel situado en la pared del lado opuesto de la sala, que mostraba un harén repleto de imágenes estilizadas de mujeres lánguidas y de curvas generosas, vestidas con trajes sugerentes, que jugaban a juegos diversos y bebían de copas diminutas.

La negra figura permaneció allí un momento. Cuando rompió el silencio, el yesero dio un respingo.

—¿Está terminado el panel? —preguntó. Su voz sonó poderosa y resonante en la sala vacía.

El yesero tragó saliva y carraspeó varias veces antes de poder decir, con voz cascada:

—S-s-sí, sí, señor. Preparada para el p-pintor, mañana mismo.

Sin apartar la mirada del harén, con una voz desprovista de toda entonación, el guardaespaldas dijo:

—Bien. —Entonces, sin previo aviso y sin echar el brazo hacia atrás, de un solo movimiento sorprendentemente inesperado, hundió el puño derecho en el panel que tenía delante.

Al otro lado de la sala, el yesero chilló.

DeWar permaneció allí un momento más, con la mitad del brazo clavada en la pintura del harén. Varios fragmentos de yeso pintado cayeron al suelo al sacar lentamente el brazo.

El yesero empezó a temblar. Quería levantarse y echar a correr, pero se sentía pegado al suelo. Quería levantar los brazos para defenderse, pero era como si los tuviera atados al cuerpo.

DeWar permaneció allí, mirándose el antebrazo derecho mientras se limpiaba lentamente el blanco polvo de yeso del negro tejido. Entonces giró sobre sus talones y caminó rápidamente hasta la puerta, donde se detuvo y volvió un rostro que parecía haber adoptado una expresión de inconsolable tormento. Observó el panel que acababa de perforar.

—Puede que tengáis que reparar otro panel. Debía de estar roto de antes, ¿no os parece?

El yesero asintió vigorosamente.

—Sí. Sí, oh sí, por supuesto, señor. Oh, sí, sin la menor duda. Ya me había dado cuenta de ello, señor. Me encargaré inmediatamente, señor.

El guardaespaldas lo miró un momento.

—Bien. Avisad a los guardias cuando queráis salir.

Entonces se marchó y las puertas se cerraron con llave tras él.

11

La doctora

El comandante de la Guardia del palacio de Yvenir se cubría la nariz con un pañuelo perfumado. Frente a él había una losa de piedra cubierta de grilletes de hierro, argollas del mismo material y correas de cuero. Ninguna de ellas era necesaria para mantener inmovilizado al ocupante actual de la losa, puesto que sobre ella, tendido, se encontraba el cadáver flácido del torturador jefe del rey, Nolieti, totalmente desnudo a excepción de la tela que le cubría los genitales. Junto al comandante Polchiek se encontraba Ralinge, torturador jefe del duque Quettil y un joven escriba de rostro ceniciento enviado por el comandante Adlain, quien se había puesto a la cabeza del grupo que marcharía en persecución del aprendiz Unoure. Estos tres personajes se encontraban al lado opuesto de la losa que ocupábamos la doctora Vosill, su ayudante (esto es, yo mismo) y el doctor Skelim, médico personal del duque Quettil.

La cámara de tortura que había bajo el palacio de Yvenir era relativamente pequeña y tenía un techo no muy alto. Olía a gran variedad de cosas desagradables, el propio Nolieti incluido. No es que el cuerpo hubiese empezado a descomponerse —la muerte se había producido apenas dos horas antes—, sino que la suciedad y la mugre que se veían en la, por lo demás, pálida piel, evidenciaban que no había sido el más higiénico de los hombres. El comandante de la Guardia, Polchiek, vio que una mosca salía de debajo de la tela que cubría la entrepierna del cadáver y empezaba a ascender por la flácida curva del estómago.

—Mirad —dijo el doctor Skelim señalando la minúscula forma negra que se movía sobre la piel gris y moteada del muerto—. Alguien abandona el barco que se hunde.

—En busca de calor —dijo la doctora Vosill mientras estiraba velozmente el brazo hacia el insecto. Este desapareció un segundo antes de que la mano lo alcanzara. Polchiek se sonrió y a mí también me sorprendió la ingenuidad de la doctora. ¿Cómo era ese proverbio que decía que solo hay una forma de capturar una mosca? Pero entonces los dedos de la doctora se cerraron como dos pinzas en el aire, inspeccionó lo que había entre ellos, los apretó y se limpió los restos en la cadera. Levanto la mirada hacia Polchiek, cuyo rostro exhibía una expresión de sorpresa—. Podría haber saltado sobre cualquiera de nosotros.

El pozo de iluminación que había sobre la losa había sido abierto en la que parecía —a juzgar por la cantidad de polvo y detritos que habían llovido sobre el desgraciado escriba al que la doctora había enviado a encargarse de ello— la primera vez en mucho tiempo. En el suelo, unos candelabros de varios brazos añadían su propia luz a la espantosa escena.

—¿Podemos proceder? —preguntó el comandante de la Guardia de Yvenir en voz tonante. Polchiek era un hombre grande y de elevada estatura, con una gran cicatriz que discurría de su cabellera cana a su barbilla. Un año antes, una caída durante una cacería le había dejado como regalo una rodilla que no podía doblar. Esta era la razón de que Adlain, y no él, hubiera tomado el mando de la persecución—. Nunca me ha gustado asistir a ningún espectáculo aquí abajo.

—Me imagino que a los protagonistas de los eventos tampoco —observó la doctora Vosill.

—Pero ellos no tenían derecho a quejarse —dijo el doctor Skelim manoseando nerviosamente la gorguera mientras su mirada recorría las redondeadas paredes y el techo—. Es un lugar estrecho y opresivo, ¿verdad? —Miró de soslayo al comandante de la Guardia.

Polchiek asintió.

—Nolieti solía quejarse de que apenas había sitio para utilizar un látigo —dijo. El pálido escriba empezó a tomar notas en una pequeña pizarra. La fina punta de la tiza chirriaba agudamente sobre la piedra.

Skelim resopló.

—Bueno, ya no volverá a tener que preocuparse por eso. ¿Se sabe algo sobre Unoure, comandante?

—Sabemos por dónde se marchó —dijo Polchiek—. La partida de búsqueda lo traerá antes de que anochezca.

—¿Creéis que de una pieza? —preguntó la doctora Vosill.

—Adlain está acostumbrado a cazar en estos bosques y mis sabuesos están bien entrenados. Puede que se lleve un mordisco o dos, pero estará vivo cuando se lo entreguen a maese Ralinge —dijo mirando por el rabillo del ojo al hombrecillo bajo y grueso como un barrilete que observaba con una especie de voraz fascinación la herida que había casi había logrado separar la cabeza de Nolieti de sus hombros. Al oír su nombre, el aludido volvió lentamente la vista hacia Polchiek y, con una sonrisa, exhibió una dentadura completa que se jactaba de haber arrancado a sus víctimas para reemplazar sus propias y enfermas piezas. Polchiek emitió un grave gruñido de desaprobación.