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—No me cabe duda —dijo.

Ralinge la miró con una gran sonrisa. El rostro marcado de Polchiek adoptó una expresión sombría.

—Sí, así es —le dijo. Hizo un ademán hacia el cadáver, que seguía entre nosotros—. Ha sido de lo más instructivo, estoy seguro, pero la próxima vez que queráis impresionar a alguno de vuestros superiores con vuestro macabro conocimiento de la anatomía humana, sugiero que no incluyáis entre vuestra audiencia a aquellos de nosotros que tenemos mejores cosas que hacer y, en cualquier caso, a mí. Buenos días.

Dio media vuelta y se dirigió a la puerta. Respondió al saludo de uno de los centinelas, se agachó para no golpearse con el dintel del arco y salió. El escriba que había vomitado levantó una titubeante mirada de sus incompletas notas, con una expresión que indicaba que no sabía qué hacer a continuación.

—Estoy de acuerdo —dijo el doctor Skelim con tono de alivio mientras levantaba su diminuta cara hacia la de la doctora—. Puede que hayáis hechizado a nuestro buen rey, señora, pero a mí no me engañáis. Si tenéis algún aprecio a vuestro propio bienestar, os sugiero que pidáis permiso para marcharos lo antes posible y regreséis al decadente país del que venís. Buenos días.

El pálido escriba volvió a titubear al observar el rostro impasible con el que la doctora observaba cómo se marchaba Skelim de la cámara, apresuradamente y con la cabeza bien alta. Entonces, tras decirle algo a Ralinge, que seguía sonriendo, cerró la tablilla con un golpe y fue tras el pequeño doctor.

—No les gustáis —le dijo a la doctora el torturador jefe del duque Quettil. Su sonrisa se ensanchó aún más—. Pero a mí sí.

Mi señora lo miró desde el otro lado de la losa durante unos segundos y entonces levantó las manos y dijo:

—Oelph. Una toalla húmeda, por favor.

Fui corriendo a buscar una jarra de agua de un banco, saqué una toalla del maletín de la doctora, la empapé y a continuación contemplé cómo se lavaba ella las manos sin apartar la mirada del hombrecillo rollizo que había al otro lado de la losa. Le pasé una toalla seca. Se secó las manos.

Ralinge seguía sonriendo.

—Puede que penséis que detestáis lo que soy, señora doctora —dijo en voz baja. Su espantosa dentadura distorsionaba sus palabras—. Pero sé cómo proporcionar placer, además de dolor.

La doctora me devolvió la toalla y dijo:

—Vámonos, Oelph. —Saludó a Ralinge con un asentimiento de cabeza y nos encaminamos a la puerta.

—Y el dolor también puede ser placentero —dijo Ralinge a nuestra espalda. Sentí que se me ponía la carne de gallina y me volvían las ganas de vomitar. La doctora no reaccionó.

—Es solo un resfriado, señor.

—Ja. Solo un resfriado. Sé de gente que ha muerto de un resfriado.

—Sí, señor, pero no será vuestro caso. ¿Cómo está hoy vuestro tobillo? Vamos a echarle un vistazo, si os parece.

—Creo que está mejorando. ¿Vas a cambiar el vendaje?

—Por supuesto. Oelph, ¿te importa…?

Saqué la venda y algunos instrumentos del maletín de la doctora y los deposité sobre la enorme cama del rey. Estábamos en los aposentos privados de su majestad, el día después del asesinato de Nolieti.

Las habitaciones del rey en Yvenir se encuentran en una espléndida zona abovedada, situada en el ala trasera del palacio, por encima de lo que es el techo de la parte principal del gran edificio. La cúpula, cubierta de pan de oro, está un poco apartada de las terrazas del tejado y separada de ellas por un elegante jardincillo. Como el nivel del tejado se encuentra justo encima de los árboles más altos de la cresta de las colinas que hay a este lado del valle, la vista desde las ventanas orientadas al norte, por las que entra la luz en los aposentos más espaciosos y bien ventilados, no contiene otra cosa que el cielo sobre la geométrica perfección de los jardines y la balaustrada de marfil blanco que marca sus límites. Esto otorga al apartamento la atmósfera extraña y encantada de algo ajeno al mundo real. Me atrevo a decir que el aire de la montaña contribuye a crear este efecto de pureza aislada, pero hay algo muy especial en la ausencia del mundano desorden de un paisaje creado por los hombres, algo que proporciona al lugar su singularidad.

—¿Estaré lo bastante recuperado para el baile de la próxima luna menor? —preguntó el rey a la doctora mientras observaba cómo preparaba el nuevo vendaje para su tobillo. A decir verdad, el viejo estaba inmaculado, puesto que el rey se había metido en cama aquejado de un pequeño dolor de garganta y unos ataques de tos poco después de que se nos comunicara la noticia de la muerte de Nolieti en el Jardín Oculto, el día anterior.

—Imagino que podréis acudir, señor —dijo la doctora—. Pero tratad de no estornudar encima de todo el mundo.

—Soy el rey, Vosill —le dijo su majestad mientras se sonaba en un pañuelo limpio—. Estornudaré sobre quien me plazca.

—Entonces contagiaréis vuestro humor a los demás, quienes lo incubarán mientras vos os recuperáis y es posible que más adelante estornuden inadvertidamente en vuestra presencia y vuelvan a infectaros, con lo que volveréis a incubar el mal mientras ellos se recuperan y así sucesivamente.

—No me des lecciones, doctora. No estoy de humor para ello. —El rey miró la desmoronada montaña de almohadones en los que se apoyaba, abrió la boca para llamar a un criado, pero entonces se puso a estornudar y sus rubios mechones bailaron mientras su cabeza se meneaba adelante y atrás. La doctora se levantó de su silla y, mientras él seguía estornudando, lo enderezó un poco y colocó en su sitio los almohadones. El rey la miró, sorprendido.

—Eres más fuerte de lo que pareces, ¿sabes, doctora?

—Sí, señor —dijo ella con una sonrisa modesta mientras reanudaba su labor con el vendaje—. Y también más débil de lo que debiera. —Vestía igual que el día anterior. Su larga cabellera roja estaba preparada con más cuidado de lo normal, cepillada y trenzada, y le llegaba casi hasta la fina cintura. Se volvió hacia mí y me di cuenta de que la estaba mirando fijamente. Bajé la vista hacia el suelo.

Bajo las mantas de la gran cama asomaba un trozo de tela de color crema que me resultaba curiosamente familiar. Estuve preguntándome de qué me sonaba durante unos segundos hasta que, con una punzada de envidia por las prerrogativas que asistían a los reyes, comprendí que formaba parte del atuendo de una de las pastorcillas. Volví a esconderlo bajo las mantas con el pie.

El rey se recostó sobre los almohadones.

—¿Qué noticias hay de ese muchacho que escapó? El que asesinó a mi torturador jefe.

—Lo han cogido esta mañana —dijo la doctora mientras desataba el vendaje viejo—. Sin embargo, no creo que sea el asesino.

—¿De veras? —preguntó el rey.

Personalmente, amo, no creo que su tono de voz indujese a pensar que le importaba lo que la doctora pensara sobre el particular, pero ella se lo tomó como un permiso para explicar, con cierta abundancia de detalles —sobre todo si tenemos en cuenta que su interlocutor era un hombre que, por muy importante que fuera, tenía un resfriado y acababa de tomar un frugal desayuno—, por qué estaba convencida de que Unoure no había asesinado a Nolieti. Tango que decir que entre los demás aprendices, pajes y ayudantes, reunidos en la cocina la pasada noche, la opinión generalizada era que el único aspecto extraño del crimen era la razón de que Unoure hubiese tardado tanto en cometerlo.

—Bueno —dijo el rey—. Me atrevo a augurar que el hombre de Quettil le sacará la verdad.

—¿La verdad, señor? ¿O lo que se requiere para satisfacer los prejuicios de quienes ya están seguros de conocerla?

—¿Qué? —dijo el rey mientras se frotaba la enrojecida nariz.