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—Esa costumbre bárbara de la tortura, señor. No obtiene otra verdad que la que quienes dan las órdenes al interrogador quieren escuchar, porque las torturas empleadas son tan terribles que los reos confesarían cualquier cosa, o, para ser más precisos, todo aquello que creen que sus torturadores esperan oír, con la esperanza de que cesen sus tormentos.

El rey la miró con una expresión de confusión e incredulidad.

—Los hombres son bestias, Vosill. Bestias mentirosas. A veces, el único modo de obtener la verdad es arrancársela. —Estornudó con fuerza—. Mi padre me lo enseñó.

La doctora lo miró durante un prolongado momento, antes de empezar a deshacer el vendaje viejo.

—Sí. Bueno, estoy segura de que no podía estar equivocado —dijo. Mientras sujetaba el pie del rey con una mano, deshizo el vendaje con la otra. Empezó a sorber por la nariz.

El rey, que también estaba haciéndolo, la miró.

—¿Doctora Vosill? —preguntó al fin, una vez que su tobillo quedó libre del vendaje y la doctora me lo entregó para que lo guardara.

—¿Señor? —preguntó ella mientras se limpiaba los ojos en la manga y apartaba la mirada de Quience.

—Señora, ¿os he ofendido?

—No —dijo rápidamente—. No, señor. —Hizo ademán de iniciar la colocación de nuevo vendaje, pero entonces lo dejó a un lado y su boca emitió un chasquido de exasperación. Inspeccionó la pequeña herida en proceso de curación que el rey tenía en el tobillo y me ordenó que fuera a buscar agua y jabón, que yo ya había traído y tenía preparados junto a la cama. Pareció molestarse un poco al verlo, pero rápidamente se puso a limpiar la herida, lavó y secó el pie del rey y empezó a ponerle el nuevo vendaje.

El rey parecía un poco incómodo mientras se producía todo este proceso. Cuando finalmente la doctora hubo terminado, la miró y dijo:

—¿Esperáis ese baile con impaciencia, doctora?

Ella esbozó una pequeña sonrisa al oír esto.

—Por supuesto, majestad.

Guardamos nuestras cosas. Cuando nos disponíamos a marcharnos, el rey alargó el brazo y tomó la mano de la doctora. Había una luz de preocupación e inseguridad en sus ojos que no creo haber visto antes. Dijo:

—Las mujeres soportan el dolor mejor que los hombres, según dicen, doctora. —Sus ojos parecieron escudriñar los de ella—. Aunque nosotros somos los que nos quejamos cuando se nos pregunta.

La doctora miró su propia mano, asida aún por la del rey.

—Las mujeres soportamos mejor el dolor porque tenemos que dar a luz, señor —dijo en voz baja—. Por lo general, este dolor se considera inevitable, pero quienes tienen mi misma vocación tratan de aliviarlo en la medida de lo posible. —Levantó la cabeza y lo miró a los ojos—. Y solo nos convertimos en bestias, o en algo peor que las bestias, cuando torturamos a otros.

Le soltó la mano cuidadosamente, recogió su maletín y, con una pequeña reverencia de despedida, se volvió y se encaminó a las puertas. Yo vacilé un segundo, convencido de que el rey iba a llamarla, pero no lo hizo. Permaneció allí, sentado en su vasta cama, con aire dolido y sin dejar de sorber por la nariz. Me incliné ante él y fui tras la doctora.

Unoure nunca fue interrogado. Pocas horas después de que lo capturaran y lo trajeran a palacio, mientras la doctora y yo estábamos atendiendo al rey y Ralinge preparaba la cámara para su inquisición, un guardia se asomó a la celda en la que el joven estaba preso. De algún modo, Unoure había logrado cortarse el cuello con un pequeño cuchillo. Estaba encadenado de pies y manos, y lo habían desnudado de cintura para arriba antes de meterlo en la celda. El cuchillo estaba encajado por el pomo en una grieta de la pared de piedra, más o menos a la altura de su cintura. Unoure había tensado las cadenas al máximo, se había arrodillado delante de él y se había rebanado el cuello con la hoja, para luego dejarse caer y desangrarse hasta la muerte.

Entiendo que los dos comandantes estuvieran furiosos. Los guardias a los que se había encomendado su custodia tuvieron suerte de que no los sometieran a ellos al interrogatorio. Finalmente se decidió que Unoure debía de haber dejado el cuchillo allí antes de atacar a Nolieti, para el caso de que lo capturaran y lo trajeran de nuevo al palacio.

Es posible que la posición que ocupábamos la doctora y yo significase que sabíamos poco y nuestra opinión valía aún menos, pero ninguno de nosotros había tenido nunca la ocasión de percibir en Unoure la inteligencia, la capacidad de precisión y la astucia necesarias para que esta explicación resultara siquiera remotamente convincente.

Quetticlass="underline" Mi buen duque, cuánto me alegro de veros. ¿No os parece espléndida la vista?

Walen: Mmmm. ¿Os encontráis bien, Quettil?

Q: Perfectamente. ¿Y vos?

W: Regular.

Q: Pensé que podíais querer sentaros. ¿Veis? He hecho que prepararan unas sillas.

W: Gracias, no. Vamos a dar un paseo por allí…

Q: Oh. Bien. Muy bien… Bueno, aquí estamos. Disfrutando de una vista extraordinaria. Sin embargo, no creo que me hayáis citado aquí para admirar mis propias tierras.

W: Mmmm.

Q: Permitidme hacer una conjetura. Albergáis sospechas sobre… ¿Cómo se llamaba? ¿Nolieti? Sobre la muerte de Nolieti. O más bien sobre su muerte y la de su aprendiz.

W: No. Creo que ese asunto está cerrado. La muerte de un par de torturadores no tiene la menor importancia para mí. El suyo es un oficio que, aunque necesario, me resulta despreciable.

Q: ¿Despreciable? Oh, no. Nada de eso. Yo más bien lo considero una forma de arte, según la más elevada concepción del término. El mío, Ralinge, es un auténtico maestro. Si me he guardado de cantar sus alabanzas ante Quience es solo por temor a que me lo quite, cosa que resultaría muy enojosa. Me vería privado de algo muy importante para mí.

W: Mis preocupaciones tienen que ver con alguien que practica el oficio de aliviar el dolor, no el de causarlo.

Q: ¿De veras? Ah, ¿os referís a esa mujer que se hace llamar doctora? Sí, ¿qué ve el rey en ella? ¿Por qué no la mete en su cama y acaba con esto de una vez?

W: Puede que ya lo haya hecho, aunque lo más probable es que no. Ella lo mira de un modo que me induce a pensar que no le importaría…, pero la verdad es que me da igual. La cuestión es que su majestad parece convencido de su excelencia como doctora.

Q: ¿Y…? ¿Es que preferiríais ver a otro en su lugar?

W: Sí. A cualquiera. Y además creo que es una espía. O una bruja. O ambas cosas.

Q: Ya veo. ¿Se lo habéis dicho al rey?

W: Pues claro que no.

Q: Aja. La opinión de mi médico coincide en gran medida con la vuestra, si eso os sirve de algún consuelo. Cosa que no os recomiendo, puesto que es un necio pomposo que sabe tanto de curar enfermedades como el resto de esos carniceros sanguinarios.

W: Sí, en efecto. Sin embargo, estoy convencido de que vuestro médico es un doctor tan capacitado como el que más, así que me alegra que comparta mi opinión sobre esa mujer, Vosill. Puede resultar útil llegado el caso de convencer al rey sobre su incompetencia. Puedo deciros que el comandante Adlain comparte mis aprensiones, así como mi convencimiento de que aún no es posible actuar contra ella. Por eso quería hablar con vos. ¿Puedo confiar en vuestra discreción? Se trata de algo que habría que hacer a espaldas del rey, aunque con el fin de protegerlo.

Q: Mmmm. Sí, claro, mi buen duque. Adelante. Nada saldrá de estas cuatro paredes. Bueno, balaustradas…

W: ¿Tengo vuestra palabra?

Q: Por supuesto, por supuesto.

W: Adlain y yo habíamos acordado que, en caso necesario, la mujer podía ser interrogada… sin que el rey se enterara de ello.

Q: Ah, ya veo.

W: El plan debía de llevarse a cabo en el viaje de Haspide aquí. Pero ahora que estamos aquí, Nolieti ha muerto. Quisiera preguntaros si estaríais dispuesto a participar en un plan similar. Si vuestro torturador, Ralinge, es tan eficiente como decís, no tendrá la menor dificultad en extraerle la verdad a esa mujer.