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—Sin embargo, llegan noticias de todas clases, Protector —dijo YetAmidous antes de quitarle el tapón a una bota de vino y echar un trago—. Quizá deberíamos ir a Ladenscion en persona para enderezar las cosas. —Arrugó las cejas—. La verdad, Protector, es que echo de menos la guerra. Y, al menos, puedo garantizaros que yo no perdería vuestras máquinas de asedio.

—Sí —dijo RuLeuin—. Tendrías que tomar el mando en persona, hermano.

—Ya he pensado en ello —dijo UrLeyn. Desenvainó la espada y lanzó algunos tajos a los arbustos—. He tratado de conseguir que se me vea más como estadista que como líder militar y además, no creo que la rebelión de Ladenscion requiera de todas nuestras fuerzas, pero podría cambiar de idea si la situación lo requiere. Esperaré al regreso de Ralboute, o al menos a que llegue un mensaje suyo. Yet, vuelve a soplar el cuerno, ¿quieres? Creo que no lo han oído la primera vez. —UrLeyn envainó la espada y se quitó el capacete verde que llevaba en la cabeza. Se limpió la frente.

—¡Ja! —dijo YetAmidous. Levantó el cuerno de caza, exhaló una inmensa bocanada de aire que hinchó su formidable corpachón sobre la silla de montar y convirtió su expresión en una mueca ceñuda, y entonces se llevó el instrumento a los labios y sopló con tanta fuerza que su rostro se tiñó de escarlata por el esfuerzo.

La nota fue ensordecedora. Casi inmediatamente, hubo un fuerte ruido al otro lado de los matorrales, el que estaba más próximo a la ladera. DeWar era el que se encontraba más cerca de allí. Vislumbró una forma grande, corpulenta y de un color entre gris y marrón que salía a velocidad de vértigo hacia otro conglomerado de vegetación.

—¡Ja! —bramó YetAmidous—. ¡He asustado a ese cabrón!

—¡DeWar! —gritó UrLeyn—. ¿La has visto?

—Por allí, señor.

—¡Tú! ¡Yet! ¡Por aquí! —UrLeyn obligó a su montura a dar media vuelta y salió disparado en aquella dirección.

DeWar prefería cabalgar junto a UrLeyn siempre que podía, pero en la densa vegetación de aquellos bosques, muchas veces era imposible, y se veía obligado a seguir a la montura del Protector por el sotobosque, sortear troncos caídos o pasar por debajo de ramas bajas, agacharse, inclinarse e incluso, en ocasiones, colgarse de la silla para no verse desmontado.

UrLeyn marchaba al galope por una ladera poco pronunciada, cruzada por una vereda casi invisible entre los matorrales. DeWar iba detrás, tratando de no perder de vista la saltarina mancha verde que era la capa de su señor.

La cuesta estaba tapizada de vegetación y atravesada por troncos de árboles que habían empezado a caer pero habían sido detenidos por sus hermanos más saludables. Una confusa mezcolanza de ramas verdes, enmarañadas y cubiertas de vegetación, dificultaba el avance. El suelo era traicionero para las monturas. La profunda capa de hojas descompuestas, ramitas, frutos y pieles de semillas podía ocultar un sinfín de agujeros, madrigueras, rocas y troncos en descomposición, cualquiera de los cuales podía partirle una pata a una montura o hacerla tropezar y arrojar a su jinete al suelo.

UrLeyn cabalgaba demasiado rápido. DeWar nunca temía tanto por su vida o la de su señor como cuando trataba de seguirle el paso en alguna loca persecución durante una de estas cacerías. Como siempre, procuró seguir el camino de ramas rotas y vegetación pisoteada que dejaba UrLeyn. Tras él se oían las monturas de YetAmidous y RuLeuin, empeñadas también en la persecución.

El animal al que perseguían era un orte, un poderoso y fornido carroñero tres veces más pequeño que una de sus cabalgaduras. La gente solía considerarlos beligerantes y estúpidos, pero DeWar creía que era una reputación inmerecida. Los ortes huían hasta que estaban acorralados y solo entonces presentaban batalla usando sus pequeños y afilados cuernos y sus colmillos, aún más afilados. Además, siempre trataban de evitar las áreas más despejadas, donde galopar era más fácil y el terreno estaba relativamente despejado de arbustos y otras obstrucciones, y buscaban lugares como aquel, donde la acumulación de árboles vivos y muertos y toda la vegetación que los acompañaba dificultaba tanto la observación como la persecución.

La vereda descendía por la ladera, cada vez más empinada, en dirección a un arroyo. UrLeyn, con un grito de entusiasmo, se perdió de vista por delante. DeWar maldijo y espoleó a su cabalgadura. La bestia sacudió la cabeza, resopló y se negó a acelerar. DeWar trató de apartar la mirada del camino. Era mejor dejárselo al animal. A él le convenía más estar atento alas ramas que había a la altura de su cabeza y que amenazaban con desmontarlo o sacarle un ojo. El ruido de los demás cazadores llegaba desde lejos: hombres que gritaban, cuernos que soplaban, sabuesos que ladraban y presas que aullaban. A juzgar por el ruido, debían de haber acorralado a una manada grande. La solitaria bestia a la que UrLeyn estaba persiguiendo había conseguido escapar sin que la persiguiera ningún sabueso. Era un animal muy grande, y tratar de cazarlo sin la ayuda de los perros era una demostración de valentía o de temeridad. DeWar soltó un instante las riendas con una mano y se secó la frente con la manga. El día era muy caluroso y bajo el ramaje el aire era denso y sofocante. El sudor que resbalaba por su cara se le metía en los ojos y le dejaba un sabor salado en la boca.

Tras él, sonó la brusca detonación de un arma de fuego. Un orte abatido, seguramente. O un mosquetero que acababa de perder la mitad de la cara. Las armas de fuego lo bastante pequeñas como para ser transportadas por un solo hombre o a lomos de una montura eran poco fiables, imprecisas y a menudo más peligrosas para el portador que para el objetivo. Los caballeros no las usaban y las ballestas eran superiores en muchos aspectos. Sin embargo, los herreros y armeros se esforzaban constantemente en producir mosquetes de mejor calidad a cada estación que pasaba y durante la guerra de sucesión, UrLeyn los había empleado con gran eficacia contra la caballería enemiga. DeWar esperaba con temor el día en que las armas de fuego resultaran lo bastante fiables —y, lo que era más importante, lo bastante precisas— como para convertirse en la peor pesadilla de un guardaespaldas, pero de momento, aquel día parecía encontrarse bastante lejos.

A la izquierda sonó un grito, en dirección al pequeño valle del arroyo. Podía haber sido un grito de hombre o de orte. DeWar sintió un escalofrío a pesar del calor.

Había perdido de vista a UrLeyn. Más adelante, a la izquierda, las ramas y las hojas se agitaban. Con una sensación de frío en las tripas, DeWar se preguntó si el grito que acababa de oír lo habría lanzado el Protector. Tragó saliva, volvió a secarse el sudor de la frente y trató de espantarse la nube de insectos furiosos que revoloteaban alrededor de su cabeza. Una rama le dejó un arañazo en la mejilla derecha. ¿Y si UrLeyn se había caído de la montura? Puede que la bestia lo hubiera destripado, o le hubiese destrozado la garganta. El año pasado, en aquel mismo lugar, un joven noble se había caído de su cabalgadura y se había ensartado en un viejo tocón de bordes puntiagudos. Sus gritos habían sido como el aullido que acababa de oír, ¿no?

Trató de espolear a su montura. Una rama se le enredó en la ballesta que llevaba al hombro y estuvo a punto de derribarlo de la silla. DeWar tiró de las riendas y la bestia pifió al sentir que el bocado de metal se le clavaba en la boca. Se revolvió en la silla y trató de arrancar la rama, sin conseguirlo. Ladera arriba, RuLeuin y YetAmidous estaban acercándose. Soltó una imprecación, sacó la daga y la emprendió a puñaladas con la rama. Se separó del árbol y permaneció enredada con la ballesta, pero al menos lo dejó ir. DeWar picó espuelas y reemprendió el descenso cuesta abajo.