DeWar desenvainó el cuchillo y saltó por encima de su señor al tiempo que este se apartaba del orte rodando sobre el suelo. El animal resopló, jadeó, sacudió la cabeza y levantó la mirada con lo que DeWar hubiera descrito como una expresión de sorpresa al sentir que le clavaba la daga en el cuello, cerca de la oreja izquierda y, de un movimiento rápido, le rebanaba la garganta. Con un sonido silbante, se desplomó con la cabeza pegada al pecho, mientras la sangre caía al suelo y formaba un charco a su alrededor. DeWar mantuvo el puñal apuntado hacia él, de rodillas, mientras su otra mano tanteaba el suelo en busca de UrLeyn.
—¿Estáis bien, señor? —preguntó sin volverse. El orte se estremeció, hizo un intento de levantarse, y entonces, con las patas temblando, rodó de costado. Su cuello seguía sangrando copiosamente. Un instante después dejó de temblar, la sangre empezó a fluir de manera continua y, lentamente, sus patas se plegaron debajo del cuerpo y expiró.
UrLeyn se puso de rodillas con la ayuda de DeWar. Apoyó una mano en los hombros de su guardaespaldas. El Protector estaba temblando.
—Estoy… escarmentado, creo que sería la palabra más apropiada, DeWar. Gracias. Providencia. Qué bestia tan grande, ¿eh?
—Bastante, señor —dijo DeWar al tiempo que decidía que el cuerpo inmóvil del animal ya no representaba una amenaza y podía arriesgarse a echar una mirada hacia atrás, donde RuLeuin y YetAmidous estaban tratando de bajar por la parte menos empinada del terraplén. Sus monturas se encontraban todavía arriba, desde donde observaban a UrLeyn y a su propia cabalgadura. Los dos hombres se acercaron corriendo. YetAmidous aún llevaba en la mano la ballesta descargada. DeWar volvió a mirar al orte y entonces se incorporó, envainó el largo cuchillo y ayudó a UrLeyn a ponerse en pie. El brazo del Protector seguía temblando y no soltó a DeWar una vez incorporado.
—¡Oh, señor! —gimoteó YetAmidous con la ballesta pegada al pecho. Su rostro grande y redondo estaba pálido—. ¿Estáis ileso? Pensé… Por la Providencia, pensé que había…
RuLeuin llegó corriendo y estuvo a punto de tropezar con la ballesta de DeWar, que seguía en el suelo.
—¡Hermano! —Abrió los brazos y dio tal apretón a su hermano que le faltó poco para derribarlo. El Protector tuvo que soltar a DeWar.
Desde la ladera llegaban los sonidos cada vez más próximos del resto de los cazadores.
DeWar miró de soslayo al orte. Parecía totalmente muerto.
—¿Y quién disparó primero? —preguntó Perrund en voz baja y sin moverse. Su cabeza estaba ladeada e inclinada sobre el tablero de El castillo secreto, mientras estudiaba su siguiente movimiento. Se encontraban en la sala de visitas del harén, cerca de la novena campanada. Aquella tarde se había celebrado una fiesta de fin de cacería especialmente bulliciosa, aunque UrLeyn se había retirado temprano.
—YetAmidous —dijo DeWar sin levantar la voz a su vez—. Su disparo le arrancó el capacete al Protector. Lo encontraron río abajo. El proyectil estaba clavado en un tronco, junto al arroyo. Un dedo más abajo…
—Sí. Y el disparo de RuLeuin estuvo a punto de darte a ti.
—Y a UrLeyn, también, aunque en este caso pasó a una mano de distancia de su cintura, no a un dedo de su cabeza.
—¿Y es posible que ambos disparos buscaran al orte?
—Sí. Ninguno de los dos es buen tirador. Creo que si YetAmidous estaba apuntando a la cabeza de UrLeyn, la mayor parte de los miembros de la corte que se consideran autoridades en este tipo de asuntos coincidirían en que fue un disparo increíblemente preciso, dadas las circunstancias. Y YetAmidous parecía genuinamente consternado por lo ocurrido. Y RuLeuin es su hermano, por la Providencia. —Suspiró pesadamente antes de bostezar y frotarse los ojos—. Y YetAmidous, además de ser un mal tirador, no tiene madera de asesino.
—Hmmmm —dijo Perrund con un tono peculiar.
—¿Qué pasa? —Solo cuando dijo esto se dio cuenta DeWar de lo bien que había llegado a conocer a aquella mujer. Su forma de emitir aquel sonido le había resultado muy reveladora.
—Tengo una amiga que pasa mucho tiempo en compañía de YetAmidous —dijo Perrund en voz baja—. Dice que le encanta jugar a las cartas, jugar por dinero. Pero parece ser que le gusta aún más fingir que ignora las sutilezas del juego y es mal jugador. Simula que se olvida de las reglas, pregunta lo que tiene que hacer de vez en cuando, interroga a los demás jugadores sobre los términos que utilizan y ese tipo de cosas. A menudo, pierde deliberadamente apuestas de poca monta. Pero, en realidad, lo que está haciendo es esperar a que haya una apuesta lo bastante elevada, que casi invariablemente gana, para su propia y fingida sorpresa. Mi amiga lo ha visto varias veces. Sus compañeros de mesa lo conocen bien y se divierten con ello, aunque ya no se dejan engañar, pero muchos nobles jóvenes y presuntuosos que se creen en presencia de un necio que será presa fácil para sus artimañas han acabado marchándose de su casa sin una sola moneda en el bolsillo.
DeWar se dio cuenta de que estaba mordiéndose el labio con la mirada clavada en el tablero.
—Así que es un embaucador habilidoso, y no un bufón. Es preocupante. —Miró a Perrund, pero ella no levantó los ojos del tablero. Casi sin darse cuenta, se encontró inspeccionando la masa dorada de su cabello recogido, maravillado por su brillo y su perfección—. Tu amiga no tendrá más observaciones y opiniones interesantes sobre el caballero, ¿verdad?
Sin levantar la mirada, Perrund aspiró, profundamente. DeWar observó los hombros en el vestido rojo y recorrió con los ojos la curva de la tela sobre el busto.
—En una, o puede que dos ocasiones —dijo—, cuando estaba muy borracho, le ha parecido a mi amiga que revelaba… un cierto grado de celos y de desdén hacia el Protector. Y también parece ser que no te tiene mucha simpatía. —Levantó la mirada de repente.
DeWar sintió que se echaba ligeramente hacia atrás, como impulsado por la fuerza de aquellos ojos azules y dorados.
—Aunque esto no quiere decir que no sea un buen y leal amigo del Protector —dijo Perrund—. Si uno está decidido a pensar mal, solo le hará falta mirar con la suficiente atención para acabar desconfiando de todos. —Volvió a bajar la mirada.
—Cierto —dijo DeWar y sintió que se ruborizaba—. Sin embargo, es mejor estar al corriente de estas cosas que no estarlo.
Perrund movió una pieza y luego otra.
—Ya —dijo.
DeWar continuó analizando la partida.
13
La doctora
Amo, el baile de máscaras tuvo lugar seis días más tarde. El rey seguía aquejado de un ligero resfriado, pero la doctora le dio un preparado hecho de flores y plantas de las montañas que le mantuvo las «membranas» (creo que con esto se refería a su nariz) secas durante el baile. Le aconsejó que no probara el alcohol y que bebiera grandes cantidades de agua o, mejor aún, zumos de frutas. Sin embargo, creo que durante el baile, su majestad se dejó persuadir, por sí mismo principalmente, de que la definición de zumo de frutas incluía al vino, así que consumió gran cantidad de esta bebida durante el baile.
El gran salón de baile de Yvenage es un impresionante espacio circular, la mitad de cuyo perímetro está ocupada por ventanas que cubren la pared entera. En el año transcurrido desde la última vez que la corte visitó Yvenir, estas ventanas han sido remozadas en su parte inferior. Los grandes paneles de yeso verde pastel han sido reemplazados por una trama de soporte de madera que sujeta unos paneles de vidrio finos y trasparentes. Estos paneles son de una perfección casi cristalina y ofrecen una visión casi sin distorsiones del paisaje de las colinas boscosas y el valle, iluminado por la luz de las estrellas. El efecto resultaba extraordinario y creo, a juzgar por las expresiones de asombro que oí murmurar y la extravagancia de las estimaciones referentes al coste del proyecto que llegaron a mis oídos, que los invitados no habrían estado más impresionados de haber estado hechas las nuevas ventanas de diamante.