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La orquesta se encontraba en un escenario bajo y circular situado en el centro de la sala, con los músicos orientados hacia el interior, donde se encontraba el director, que a su vez iba girando sucesivamente hacia cada sección. Los invitados bailaban alrededor de este eje como hojas atrapadas en una espiral de viento, en un caos aparente al que proporcionaba orden las intrincadas estructuras y patrones de los bailes.

La doctora era una de las mujeres más impresionantes de la fiesta. En parte, esto se debía a su estatura. Había mujeres más altas, pero por alguna razón destacaba entre ellas. Poseía un porte que resultaba, en todos los sentidos, naturalmente elevado. Llevaba un vestido que, en comparación con la mayoría de los demás, parecía sencillo. Era de un verde lustroso y oscuro, en contraste con el amplio e intrincado peinado en forma de abanico con el que se había dado forma a su cabello rojo. Su vestido era estrecho hasta límites insospechados.

Amo, debo confesar que me sentía emocionado y honrado de encontrarme allí. Como la doctora no tenía otro acompañante, recayó sobre mis hombros el deber de escoltarla al baile, lo que me permitió acordarme con cierto placer de mis compañeros aprendices y ayudantes, la mayoría de los cuales se encontraba en el piso de abajo. Solo los pajes de mayor edad habían recibido permiso para acudir al baile y los pocos que no estaban allí en calidad de meros criados eran totalmente conscientes de su incapacidad de destacar en compañía de tantos jóvenes nobles. La doctora, en cambio, me trataba a mí como un igual, y no me hizo durante todo el baile una sola demanda propia de una señora a su criado.

La máscara que había elegido yo era muy sencilla, de papel pintado en color carne, con una mitad alegre, una gran sonrisa en los labios y un ceño elevado, y otra triste, con la boca fruncida hacia abajo y una lagrimita en el ojo. La de la doctora era una media máscara hecha de una fina y lustrosísima plata tratada con una especie de lacado. Fue, me parece, la mejor y más desconcertante máscara que vi en toda la velada, porque reflejaba la mirada del observador y ocultaba a su portador —si es que eso valía de algo en este caso, teniendo en cuenta la inconfundible figura de la doctora— mejor que la más astuta creación de plumas, filigrana de oro o gemas resplandecientes.

Bajo aquella máscara espejada, los labios de la doctora parecían carnosos y suaves. Se los había pintado con el ungüento rojizo que muchas de las damas de la corte emplean en estas ocasiones. Yo nunca la había visto maquillada así. ¡Qué húmeda y suculenta parecía aquella boca!

Nos sentamos en una gran mesa, situada en una de las antesalas del salón de baile, rodeados de elegantes señoras de la corte con sus escoltas, bajo la presidencia de inmensos cuadros de los nobles, sus animales y sus fincas. Por todas partes circulaban criados con bandejas de bebidas. No recuerdo haber estado en una fiesta tan bien surtida como esta, aunque tuve la impresión de que algunos de los criados parecían un poco rudos y manejaban las bandejas con cierta torpeza. La doctora prefería no permanecer en el gran salón entre baile y baile y, de hecho, parecía remisa a participar. Me dio la sensación de que solo se encontraba allí obedeciendo la voluntad del rey, y aunque puede que disfrutara de los bailes, tenía miedo de cometer algún desliz con la etiqueta.

Yo, por mi parte, me sentía nervioso al tiempo que emocionado. Este tipo de bailes son grandes ocasiones, demostraciones de pompa y ceremonia que atraen a decenas de grandes familias de la región, duques y duquesas y gobernantes de principados aliados con sus correspondientes séquitos, y en general producen una concentración de gente de poder e importancia que rara vez se ve incluso en la capital. No es de extrañar que sea en ocasiones así cuando se forman las alianzas, los planes y las enemistades, tanto a escala política y nacional como a escala personal.

Era imposible no sentirse afectado por la urgencia y gravedad de la atmósfera y mis pobres emociones se vieron zarandeadas y agotadas incluso antes de que empezara el baile propiamente dicho.

Al menos se nos había asignado una posición en la periferia. Con tantos príncipes, duques, barones, embajadores y demás en demanda de su atención —a muchos de los cuales no volvería a ver en todo el año, una vez terminado este evento—, no era de esperar que el rey se preocupara de la doctora y de mí, a quienes tenía a su disposición todos los días del año.

Permanecí allí sentado, inmerso en el murmullo de las conversaciones y el sonido lejano de una melodía, y me pregunté qué planes y maquinaciones estarían hilvanándose, qué promesas y enemistades estarían haciéndose, qué deseos atizándose, qué esperanzas destruyéndose.

Un grupo de personas pasó a nuestro lado de camino al salón de baile. La figura menuda del hombre que lo encabezaba se volvió hacia nosotros. Llevaba una máscara antigua, hecha de plumas negras y azules.

—Ah, la señora doctora, salvo que esté terriblemente equivocado —dijo la voz cascada y ronca del duque Walen. Se detuvo. Su esposa, la segunda, mucho más joven que él, pequeña y voluptuosa, cubierta con una máscara de oro incrustada de gemas, venía colgada de su brazo. Diversos miembros de menor importancia y servidores de la familia Walen se posicionaron a nuestro alrededor formando un semicírculo. Me levanté, lo mismo que la doctora.

—Duque Walen, asumo —dijo ella con una reverencia cuidadosa—. ¿Cómo estáis?

—Muy bien. Os preguntaría qué tal os encontráis vos, pero asumo que los médicos cuidan de sí mismos mejor que nadie, así que preguntaré más bien cómo pensáis que se encuentra el rey. ¿Está bien? —Parecía trompicarse un poco con las palabras.

—El rey está bien, en general. Su tobillo sigue necesitando cuidados y aún sufre de un pequeño…

—Bien, bien. —Walen dirigió la mirada hacia las puertas del salón de baile—. ¿Qué os parece nuestro baile?

—Impresionante, señor.

—Contadme. ¿Celebráis bailes en ese lugar… Drezen, del que procedéis?

—Así es, señor.

—¿Y son tan elegantes como este? ¿O son aún mejores y más gloriosos, hasta el punto de ensombrecer nuestros tristes y patéticos intentos? ¿Nos supera Drezen en todos los campos, en la misma medida en que, según vos, lo hace en la medicina?

—Creo que los bailes que celebramos en Drezen son bastante menos espléndidos que este, señor.

—¿De veras? ¿Cómo es posible? Había llegado al convencimiento, tras oír vuestros numerosos comentarios y observaciones, de que vuestra patria estaba mucho más avanzada que la nuestra en todos los aspectos. ¡Habláis de ella en términos tan rutilantes, que a veces he pensado que estabais describiendo un país de las maravillas!

—Creo que el duque descubrirá que Drezen es tan real como Haspidus.

—¡Por mi fe! Estoy casi decepcionado. Bueno, allá vamos. —Se volvió para marcharse, pero entonces se detuvo de nuevo—. Os veremos en el baile luego, ¿verdad?

—Imagino que sí, señor.

—¿Y tendréis la amabilidad de interpretar para nosotros una danza de Drezen y enseñárnosla?

—¿Una danza, señor?

—Sí. No creo que los habitantes de Drezen compartan todos nuestros bailes y no tengan ninguno que no conozcamos. Eso sería poco menos que imposible, ¿no? —La pequeña y ligeramente encorvada figura del duque se volvió de un lado a otro en busca de apoyo.