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—Oh, sí —dijo su esposa desde detrás de la mascara de oro y gemas—. Estoy segura de que en Drezen conocen las danzas más modernas e interesantes.

—Me temo que no soy ninguna profesora de baile —dijo la doctora—. Ahora lamento no haber acudido con mayor asiduidad a las clases de etiqueta. Por desgracia, pasé mi juventud en círculos académicos. Solo desde que tuve la suerte de llegar a Haspidus he empezado…

—¡Pero no! —exclamó el duque—. ¡Mi querida señora, no podéis estar diciendo que no hay ningún aspecto del comportamiento civilizado en el que no tengáis nada que enseñarnos! ¡Eso sería algo insólito! Oh, mi querida señora, ese es un duro golpe para mi fe. Os ruego que lo reconsideréis. ¡Rebuscad en vuestros académicos recuerdos! Al menos tratad de deleitarnos con un cotillón de médico, un ballet de cirujano, o, como mínimo, una lavandera de enfermera o una jiga de paciente.

La doctora permaneció impasible. Si estaba sudando por debajo de la máscara, como yo, no se le notaba. Con una voz neutra y tranquila, dijo:

—El duque me halaga en exceso con su estimación de la profundidad de mis conocimientos. Por supuesto, obedeceré sus instrucciones, pero…

—Estoy seguro de ello, seguro —dijo el duque—. Y, decidme, ¿de qué parte de Drezen procedéis?

La doctora enderezó ligeramente la espalda.

—De Pressel, en la isla de Napthilia, señor.

—Ah, sí, sí. Napthilia. Napthilia. En efecto. Debéis de echarla terriblemente de menos, supongo.

—Un poco, señor.

—Sin compatriotas con los que hablar en vuestra lengua nativa, sin estar al tanto de las últimas noticias, sin nadie con quien compartir recuerdos… Qué triste es ser un exiliado.

—Tiene sus compensaciones, señor.

—Sí. Bien. Muy bien. Pensad en esos bailes. Os veremos más tarde, tal vez dando brincos y cabriolas y haciendo piruetas, ¿eh?

—Tal vez —dijo la doctora. Yo, al menos, me alegré de no poder ver su rostro bajo la máscara. Claro que, como llevaba una media máscara, sus labios estaban a la vista. Empecé a preocuparme por lo mucho que podían transmitir un par de labios pintados de rojo.

—Excelente —dijo Walen—. Hasta entonces, señora. —Hizo un gesto de asentimiento.

La doctora se inclinó levemente. El duque Walen se volvió y se dirigió en compañía de su grupo hacia el salón de baile.

Nos sentamos. Me quité la máscara y me sequé el rostro.

—Creo que al duque no le ha sentado bien el vino, señora —dije.

La máscara espejada se volvió hacia mí. Mi propio semblante me devolvió la mirada, distorsionado y colorado. Los labios rojos esbozaron una pequeña sonrisa. Sus ojos permanecieron ocultos tras la máscara.

—Sí. ¿Crees que le molestará que no pueda ofrecerle una danza de Drezen? La verdad es que no recuerdo ninguna.

—Creo que el duque solo estaba tratando de molestaros, señora. El vino hablaba por él. Pretendía… Bueno, estoy seguro de que un caballero nunca trataría de humillaros, pero puede que estuviera divirtiéndose un poco a vuestra costa. Lo de menos era la excusa concreta. Probablemente olvide la mayor parte de lo ocurrido.

—Eso espero. ¿Tú crees que bailo mal, Oelph?

—¡Oh, no, señora! ¡Hasta el momento no os he visto dar un mal paso!

—Ese es mi único objetivo. ¿Quieres…?

Un joven con una máscara de piel y gemas, y ataviado con un uniforme de capitán de la Guardia Fronteriza, apareció a nuestro lado. Hizo una profunda reverencia.

—¿Maese Oelph? ¿Doctora Vosill? —preguntó.

Hubo una pausa. La doctora me miró.

—Sí —balbuceé.

—El rey me ordena que os invite a bailar con el grupo real en el próximo baile. Va a empezar enseguida.

—Oh, mierda —me oí decir.

—Será un placer aceptar la amable invitación del rey —dijo la doctora al tiempo que se levantaba delicadamente y hacía un gesto de asentimiento con la cabeza. Alargó un brazo hacia mí. Lo tomé.

—Por favor, seguidme.

Nos vimos sumados a una figura de dieciséis, junto con el rey Quience, una joven princesa, menuda y curvilínea, procedente de uno de los Reinos Secuestrados, en las montañas que hay más allá de Tassasen; un espigado príncipe y su hermana, princesa del Trosile exterior, el duque Quettil y su hermana, lady Ghehere; el duque y la duquesa de Keitz (tío y tía del comandante Adlain); su asombrosamente bien proporcionada hija y el prometido de esta, el príncipe Hilis de Faros; el propio comandante Adlain y lady Ulier y, por último, una joven que me fue presentada y a la que recordaba haber visto en la corte, pero cuyo nombre se me escapó entonces y se me escapa ahora, junto con su acompañante, el hermano de lady Ulier, el joven duque Ulresile, al que habíamos conocido a la mesa del rey, en los Jardines Ocultos.

Me fijé en que el joven duque se aseguraba de situarse en la mitad de la figura, donde tendría dos ocasiones de bailar con la doctora en lugar de una.

Se hicieron las presentaciones y el baile fue anunciado por un Wiester vestido de manera impresionante y con una máscara negra. Ocupamos nuestras posiciones en dos líneas, los hombres frente a las mujeres. El rey dio un último trago a su copa, la dejó en una de las bandejas, despidió con un gesto al criado que la llevaba y le hizo un gesto de asentimiento a Wiester, quien a su vez hizo una seña al director de la orquesta.

La música empezó a sonar. Mi corazón palpitaba como un caballo desbocado. Conocía razonablemente bien la figura que íbamos a interpretar, pero tenía miedo de cometer algún error. Y temía también por la doctora, puesto que no creo que hubiese participado hasta entonces en un baile tan complicado.

—¿Estáis disfrutando del baile, señora? —preguntó el duque Quettil mientras la doctora y él se aproximaban, se inclinaban, juntaban las manos, daban una vuelta y un paso hacia un lado. Yo estaba haciendo lo mismo con lady Ghehere, cuyo comportamiento y actitud evidenciaban que no tenía el menor interés en conversar con el ayudante de una mujer que se atribuía el honorable pero poco aristocrático título de doctora, lo que me permitía seguir el baile sin pisarla y al mismo tiempo atender a lo que ocurría entre mi señora y el duque.

—Mucho, duque Quettil.

—Me ha sorprendido que el rey insistiera en que os invitáramos a uniros a nosotros, pero esta noche está… está de un humor excelente. ¿No os parece?

—Parece estar divirtiéndose.

—¿No demasiado, en vuestra opinión?

—No me corresponde a mí juzgar al rey en ningún aspecto, salvo en el referente a su salud.

—Cierto. El privilegio de elegir la figura me ha correspondido a mí. ¿Es de vuestro agrado?

—Totalmente, duque.

—Puede que sea un poco compleja.

—Puede.

—Tantos movimientos antinaturales que recordar, tantas oportunidades de cometer un error…

—Mi querido duque —dijo la doctora con cierta preocupación—. Espero que eso no sea una advertencia sutilmente disfrazada.

En aquel momento yo estaba dando una vuelta alrededor de mi compañera de baile, con las manos a la espalda y la mirada dirigida hacia el duque Quettil. Me dio la impresión de que quedaba momentáneamente desconcertado, sin saber qué decir antes de que la doctora continuara:

—No estaréis preparándoos para pisarme un pie, ¿verdad?

El duque soltó una pequeña y aguda carcajada y, con esto, las demandas del baile nos llevaron tanto a ella como a mí mismo lejos del centro de la figura. Mientras un nuevo cuarteto lo ocupaba, nos vimos reunidos de nuevo, con las manos unidas o en las caderas, según el caso, marcando el paso primero con un pie y luego con el otro.

—¿Todo bien hasta el momento, Oelph? —dijo la doctora. Parecía un poco sin resuello, pero a pesar de todo me dio la impresión de que estaba divirtiéndose.