—He leído cosas sobre ellos —dijo la doctora cortésmente, antes de verse arrastrada al centro de la figura con el espigado príncipe trosiliano. Yo me vi emparejado con su hermana. Una mujer larguirucha, por lo general poco grácil y bastante feúcha que, sin embargo, bailaba bastante bien y parecía tan animada como el rey. Tuvo la delicadeza de entablar una conversación conmigo, aunque creo que estaba convencida de que yo era un aristócrata de cierto rango, ilusión que, tal vez, me demoré un poco en disipar.
—Vosill, estás preciosa —oí que le decía el rey a la doctora. Esta inclinó un poco la cabeza y respondió con un murmullo que no alcancé a entender. Experimenté un momento de celos que se convirtió en un miedo atroz al advertir que estos estaban dirigidos a ¡Providencia, nuestro amadísimo rey, nada más y nada menos!
La danza continuó. Nos encontramos con el duque y la duquesa de Keiyz y a continuación volvimos a formar el círculo —la mano de la doctora seguía tan firme, cálida y seca como antes—, antes de volver a separarnos en los anteriores grupos de ocho. A estas alturas yo ya tenía dificultades para respirar y comprendía perfectamente que la gente de la edad de Walen declinara este tipo de bailes. Sobre todo cuando uno va enmascarado son largos, calurosos y agotadores.
El duque Quettil bailó con la doctora en un silencio gélido. El joven Ulresile se precipitó casi corriendo hacia nuestro grupo para reunirse con la doctora y continuar con su intento de imponerle alguna parte del patrimonio de su familia mientras ella declinaba cada sugerencia con tanta elegancia como torpeza exhibía él en cada intento.
Finalmente (y gracias a la Providencia, porque los zapatos nuevos me estaban matando y necesitaba algún tipo de alivio), nos vimos emparejados a un lado con lady Ulier y el comandante Adlain.
—Decidme, doctora —dijo este mientras bailaba con ella—. ¿Qué es un… gahan?
—No estoy muy segura. ¿Os referís a un gaan?
—Como es natural, lo pronunciáis mucho mejor que yo. Sí. Un gaan.
—Es el título de un funcionario de la administración civil de Drezen. En la terminología de Haspidus, o la imperial, correspondería a grosso modo con un alcalde o burgomaestre, aunque sin las atribuciones militares de este y con el deber de representar a Drezen como cónsul cuando estuviese fuera del país.
—Interesante.
—¿Por qué lo preguntáis, señor?
—Oh, recientemente he leído un informe de uno de nuestros embajadores… De Cuskery, creo, en el que mencionaba la palabra y decía que era una especie de título, pero sin incluir ninguna explicación. Tenía la intención de preguntárselo a alguien del cuerpo diplomático, pero lo olvidé. Al veros y pensar en Drezen, la idea ha vuelto a aparecer en mi cabeza.
—Ya veo —dijo la doctora. Continuaron hablando, pero en ese momento lady Ulier, hermana del duque Ulresile, se dirigió a mí.
—Mi hermano parece fascinado con vuestra doctora —dijo. Lady Ulier era unos pocos años mayor que su hermano o que yo mismo, y tenía el mismo aspecto cetrino y aquilino que él, aunque complementado con unos ojos brillantes y un pelo lustroso. Sin embargo, su voz era un poco estridente y molesta, aun cuando hablaba bajo.
—Sí —dije. No se me ocurrió nada mejor.
—Sí. Supongo que busca un médico para nuestra familia, que es una de las mejores del reino. Nuestra comadrona está haciéndose vieja. Tal vez la doctora pueda remplazarla cuando el rey se canse que ella, siempre que la encontremos digna del puesto y merecedora de nuestra confianza.
—Con el debido respeto, señora, creo que tal puesto no está a la altura de sus talentos.
La dama me miró desde lo alto de su gran nariz.
—¡Ah, ya veo! Bueno, pues yo no pienso así. Y os perjudicáis a vos mismo, señor mío, pues os habríais granjeado todos mis respetos con solo omitir comentarios contradictorios con mis palabras.
—Os ruego que me perdonéis, señora. Lo que ocurre es que no he podido soportar que una dama tan noble y excelente estuviera engañada con respecto a las habilidades de la doctora Vosill.
—Bien. ¿Y vos sois…?
—Oelph, señora mía. He tenido el honor de ser el ayudante de la doctora durante el tiempo que ha tratado a su majestad.
—¿Y vuestra familia?
—Ya no tengo, señora. Mis padres pertenecían a la herejía koética y perecieron cuando el régimen imperial del fallecido rey saqueó la ciudad de Dera. Yo era un bebé por aquel entonces. Un oficial se apiadó de mí cuando iban a arrojarme a una hoguera y me llevó consigo a Haspidus. Me crié entre los huérfanos de la oficialidad, como un leal y fiel servidor de la corona.
La dama me miró con cierto espanto. Con voz estrangulada, dijo:
—¿Y te atreves a enseñarme a mí el valor de los posibles servidores de mi familia? —Se echó a reír de tal manera que seguramente el chillido producido convenciera a quienes nos rodeaban de que acababa de darle un pisotón, y a partir de entonces mantuvo la nariz angulada como si estuviera tratando de mantener en equilibrio sobre ella una fruta de mármol por la punta.
La música había cesado. Todo el mundo se despidió con reverencias y el rey, que cojeaba un poco, se vio rodeado de duques y princesas aparentemente ansiosos por hablar con él. La pequeña princesa de Wadderan, cuyo nombre, había deducido yo, era Gul-Aplit, me saludó con un educado ademán al aparecer a su lado un vigilante de aspecto tremendo, que la escoltó lejos de allí.
—¿Estás bien, Oelph? —preguntó la doctora.
—Muy bien, señora —le dije—. Un poco acalorado.
—Vamos a buscar algo de beber y luego salgamos de aquí. ¿Qué me dices?
—Yo diría que es una gran idea, señora, o dos, en realidad.
Cogimos dos copas de algún tipo de bebida aromática que, según nos aseguraron los criados, era baja en alcohol y luego, al fin sin las máscaras —y tras una breve parada para obedecer la llamada de la naturaleza—, salimos al balcón que rodeaba la parte exterior del salón de baile, con las otras cien personas que habían decidido disfrutar del fragante aire de la noche.
Era una noche oscura y sería larga. Aquella tarde, Seigen se había reunido casi con Xamis en la puesta, así que durante una cuarta parte del día, o más, solo las lunas iluminarían el cielo. Aquella velada, nuestras lámparas eran Foy e Iparine, cuya luminiscencia azulada y gris inundaba las baldosas del balcón y las terrazas llenas de jardines, fuentes y setos, junto a las lámparas de papel, los candiles de aceite y las antorchas aromáticas.
El duque y la duquesa Ormin, junto con su grupo, pasaron a nuestro lado en el balcón, precedidos por unos enanos que llevaban unos palos cortos en cuya punta había unas grandes esferas de cristal transparente que contenían lo que parecían millones de minúsculas motas brillantes. Al acercarse aquellas curiosas apariciones, vimos que los globos contenían cientos y cientos de polillas que revoloteaban de un lado a otro en su extraño confinamiento. No es que dieran mucha luz, pero causaban asombro y deleite en no poca medida. El duque intercambió un silencioso saludo con la doctora, aunque la duquesa no se dignó ni mirarnos.
—Me ha parecido oír que le contabas la historia de tu vida a la joven e importantísima lady Ulier, Oelph —comentó la doctora mientras caminábamos, y dio un trago a su copa.
—Mencioné algo sobre mi nacimiento, señora. Puede que haya sido un error. Eso no habrá mejorado la opinión que tiene de nosotros.
—A juzgar por su forma de tratarme y de mirarme, no creo que pueda pensar mucho peor de mí, pero si encuentra tu condición de huérfano reprensible por alguna razón, lo siento por ella.
—Bueno, también es que mis padres eran koéticos.