—Lo siento, señor —dijo Perrund. Tenía la mano en la garganta, justo debajo del velo rojo, donde parecía haberse alojado su corazón—. Pensé que estaría más seguro…
—¡Oh, está perfectamente! —dijo UrLeyn con una especie de exasperación jovial—. No temas. —Se volvió—. ¡Magnífico tiro, muchacho! —gritó—. ¡Unos cuantos más como ese, si te parece bien, y luego la gran roca en el centro de su mar!
—¡Ladenscion está acabada! —gritó Lattens mientras amenazaba a DeWar con el puño y se agarraba con la otra mano a la aguja puntiaguda de los escalones—. ¡La Providencia nos protege!
—Oh, ¿ahora es Ladenscion y no el Imperio? —rió UrLeyn.
—Hermano —dijo RuLeuin—. No sé qué sería mayor honor, si estar a tu lado o colaborar en la dirección de tu palacio. Ten por seguro que cumpliré con lo que me pidas al máximo de mi capacidad.
—Estoy convencido de ello —dijo UrLeyn.
—Digo lo mismo que vuestro hermano, señor —intervino el comandante ZeSpiole mientras se inclinaba hacia delante para llamar la atención del Protector.
—Bueno, puede que no lleguemos a eso —dijo UrLeyn—. Tal vez el próximo correo nos traiga la noticia de que los barones piden desesperadamente la paz. Pero os agradezco a ambos que hayáis aceptado mi propuesta.
—¡De buen grado, hermano!
—Humildemente, señor.
—Bien, entonces todo queda acordado.
El siguiente ataque de DeWar cayó entre unas simples granjas, a lo que él respondió haciendo aspavientos y profiriendo maldiciones. Lattens se rió y replicó con un disparo que destruyó un pueblo entero. El siguiente ataque de DeWar hundió un puente. Lattens contraatacó con un par de proyectiles desviados, pero luego acertó a una ciudad, mientras que los disparos de respuesta de DeWar no alcanzaban otra cosa que tierra.
Lattens decidió entonces usar la roca más grande y tratar de aniquilar casi todas las ciudades que le quedaban a DeWar de un solo tiro.
Con muchos chirridos y crujidos de las secciones de cuero del mecanismo —y algunos gemidos y sollozos de DeWar, que observaba las operaciones—, el brazo de la catapulta de DeWar se tensó al máximo y quedó preparado para descargar toda su potencia acumulada.
—¿Seguro que no es demasiado? —gritó UrLeyn—. ¡Vas a darle a tu propio mar!
—¡No, señor! ¡Voy a poner otras rocas además de la grande!
—Entonces muy bien —dijo el Protector a su hijo—. Pero cuidado no vayas a romper el arma.
—¡Padre! —gritó el niño—. ¿Puedo cargarla yo mismo? ¿Puedo, por favor?
El criado vestido de artillero se disponía a recoger la piedra más pesada del montón de munición de Lattens. La expresión cómica de DeWar se esfumó. Perrund aspiró hondo.
—Señor… —dijo, pero el doctor BreDelle la interrumpió:
—No puedo permitir que el niño levante una roca tan pesada, señor —dijo, inclinándose hacia el Protector—. Será una tensión excesiva para su organismo. La larga estancia en la cama lo ha debilitado.
UrLeyn miró a ZeSpiole.
—A mí me preocupa más que la catapulta se suelte mientras está cargándola, señor —dijo el comandante de la Guardia.
—Los generales no cargan sus propias armas, señor —le dijo UrLeyn al chico con severidad.
—Eso ya lo sé, padre, pero, ¿puedo, por favor? Esto no es una guerra de verdad, solo un simulacro.
—Bueno, ¿quieres que te eche una mano, entonces? —dijo UrLeyn.
—¡No! —gritó Lattens mientras daba un pisotón en el suelo y agitaba sus rizos rojizos—. No, gracias, señor.
UrLeyn se recostó en el asiento con un gesto de resignación y una sonrisilla en los labios.
—El muchacho sabe lo que quiere. Es hijo mío, sin duda. —Hizo un ademán dirigido a su hijo—. ¡Muy bien, general Lattens! ¡Cargad cuando os parezca y que la Providencia guíe los proyectiles!
Lattens escogió primero un par de rocas de menor tamaño y las cargó en la máquina de una en una, jadeando. Entonces se agachó, agarró firmemente la piedra grande y, con un gruñido, la levantó hasta su pecho. Se volvió y caminó con paso tambaleante hacia la catapulta.
DeWar se aproximó medio paso a la máquina. Lattens no pareció darse cuenta. Volvió a gruñir al levantar la roca hasta su cuello y acercarse un paso más al brazo de la catapulta.
DeWar, más que dar un nuevo paso, pareció flotar en dirección a la máquina hasta situarse a una distancia que casi le hubiese permitido alcanzar al niño, con la mirada clavada tanto en el mecanismo de disparo como en las piernas y los pies de Lattens, que estaban aproximándose a él.
El muchacho se ladeó al inclinarse sobre la cazoleta de la catapulta. Respiraba entrecortadamente y tenía la frente empapada de sudor.
—Despacio, chico —escuchó Perrund que susurraba el Protector. Sus manos aferraban los brazos de la silla y los nudillos estaban pálidos por la tensión acumulada.
DeWar se había acercado un poco más y ya tenía al muchacho al alcance de la mano.
Lattens gruñó y dejó caer la roca en la cazoleta. Con un crujido, la piedra rodó sobre las dos que ya había puesto antes. La catapulta entera pareció estremecerse y DeWar tensó el cuerpo, como si estuviera a punto de saltar sobre el niño y sacarlo de allí, pero entonces Lattens dio un paso atrás, se secó el sudor de la frente y se volvió para obsequiarle una sonrisa a su padre, quien asintió y se reclinó en su asiento con un suspiro de alivio. Miró a RuLeuin y a los demás.
—Ahí lo tenéis —dijo, y tragó saliva.
—Señor artillero —dijo Lattens con un elaborado ademán en dirección a la catapulta. El criado asintió y tomó posiciones junto a la máquina.
DeWar había regresado junto a la suya.
—¡Espera! —gritó Lattens y volvió a subirse a la escalerilla de la biblioteca. La niñera reasumió su posición debajo de él. El muchacho recogió la espada, la levantó y la bajó—. ¡Ya!
La catapulta emitió un terrible chasquido y las tres piedras, la grande y las dos pequeñas, salieron despedidas en direcciones claramente diferentes, mientras todo el mundo se inclinaba hacia delante para comprobar dónde caían.
La grande, en lugar de alcanzar su objetivo, aterrizó sobre los bajíos próximos a una de las ciudades costeras de DeWar, que quedó salpicada de barro, pero, por lo demás, sufrió pocos daños. Una de las pequeñas alcanzó unas granjas de DeWar y la otra demolió uno de los pueblos del propio Lattens.
—Oh.
—Oh, vaya.
—Mala suerte, joven señor.
—Una lástima.
Lattens no dijo nada.
Permaneció, con aire totalmente abatido, en lo alto de la escalerilla, con la pequeña espada de madera colgada nacidamente de la mano. Se volvió a mirar a su padre con ojos de tristeza y desaliento.
Su padre frunció el ceño y luego le guiñó un ojo. La expresión del muchacho no cambió. El silencio se apoderó de la plataforma.
DeWar saltó sobre la balaustrada y se agazapó allí, con los nudillos apoyados en el suelo.
—¡Ja! —dijo, antes de descender de un salto—. ¡Has fallado! —Ya había tensado su propia catapulta, cuyo brazo se encontraba a dos terceras partes del tope—. ¡La victoria es mía! ¡Jee-jee! —Cogió la mayor de las piedras de su propio montón, tensó un poco más su máquina y la cargó con la roca. Lanzó al niño una mirada feroz y maliciosa, que solo vaciló un instante al ver la expresión de la cara de este. Se frotó las manos y señaló al muchacho—. ¡Ahora veremos quién es el jefe, general de pacotilla!
Ajustó ligeramente la catapulta y accionó el mecanismo. La máquina de asedio se estremeció y la gran roca salió despedida hacia el cielo. DeWar volvió a saltar sobre la barandilla de roca.
La gigantesca roca fue una forma negra y veloz recortada contra el cielo y las nubes durante un prolongado momento y entonces empezó a descender como un meteorito y cayó al mar con un chapoteo titánico.