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El agua se levantó por los aires en una enorme y explosiva torre de espuma blanca, antes de volver a caer y salir despedida en todas direcciones formando una gran ola circular.

—¿Qué? —chilló DeWar desde la balaustrada mientras se llevaba las manos a ambos lados de la cabeza y empezaba a tirarse del pelo—. ¡No! ¡No! ¡Noooooo!

—¡Ja, ja! —Lattens se quitó el gorro de general y lo arrojó al aire—. ¡Ja, ja, ja!

La roca había caído, no en la orilla del mar que se encontraba más cerca de las ciudades y pueblos del niño, sino en la que contenía casi todos los asentamientos intactos de DeWar. La gran ola se propagó desde el lugar en el que había impactado, a un par de zancadas largas de los estrechos que separaban ambas zonas. Una tras otra, anegó todas las ciudades que encontraron a su paso, una o dos de las de Lattens y muchas más de las de DeWar.

—¡Hurra! —exclamó RuLeuin levantando los brazos. Perrund dirigió una gran sonrisa a DeWar desde detrás del velo. UrLeyn asintió, sonrió y aplaudió. El niño hizo una gran reverencia y le sacó la lengua a DeWar, quien se había dejado caer de la barandilla de piedra y, acurrucado sobre los baldosines del suelo, golpeaba la superficie embaldosada con el puño.

—¡Ya basta! —gimió—. ¡Me rindo! ¡Es demasiado bueno para mí! ¡La Providencia está del lado del Protector y sus generales! ¡Soy un perro indigno por haberme atrevido a oponerme a ellos! ¡Apiadaos de mí y permitid que me rinda como el abyecto canalla que soy!

—¡He ganado! —dijo Lattens, y con una sonrisa a su niñera, giró sobre sus talones sobre la plataforma y se dejó caer en los brazos de la mujer. Esta gruñó al sentir el impacto, pero cogió al niño y lo sostuvo en los brazos.

—¡Aquí, muchacho! ¡Aquí! —Su padre se levantó y se aproximó a la parte delantera de la plataforma con los brazos abiertos—. ¡Traedme a ese valeroso guerrero!

La niñera depositó obedientemente a Lattens en los brazos de su padre mientras los demás se agolpaban a su alrededor y aplaudían, se reían y ofrecían sus congratulaciones con palmaditas en la espalda.

—¡Excelente campaña, jovencito!

—¡Totalmente espléndida!

—¡Lleváis la Providencia en el bolsillo!

—¡Bien hecho, bien hecho!

—… Y luego podríamos volver a jugar de noche, padre, cuando haya oscurecido, y hacer proyectiles de fuego, y encenderlos e incendiar las ciudades. ¿Podemos?

DeWar se incorporó y se limpió la ropa. Perrund lo miró desde el otro lado de la barandilla y el guardaespaldas sonrió y hasta se ruborizó un poco.

15

La doctora

—¿Y bien? —preguntó el rey.

La doctora se inclinó sobre la herida y la examinó. El cadáver del duque Walen yacía sobre una mesa alargada, en la salita apartada en la que lo habían asesinado. El pequeño banquete que había en la mesa cuando metieron el cuerpo en la sala había quedado en el suelo, a un lado. Habían cubierto el cadáver con el mantel, de modo que solo el pecho estaba a la vista. La doctora había certificado su muerte, pero no antes de hacer la cosa más insólita que jamás he visto.

Se había inclinado sobre el anciano mientras este yacía, sangrando y presa de las convulsiones, en la balconada, y le había dado algo parecido a un beso. Se arrodilló a su lado y exhaló su propio aliento en el interior de su cuerpo para obligar a su pecho a subir y bajar. Al mismo tiempo, trató de detener la hemorragia usando un trozo de tela arrancado a su propio vestido. Luego esta pasó a ser tarea mía, con un pañuelo limpio que había sacado, mientras ella se concentraba en soplar en el interior de la boca del duque Walen.

Al cabo de un rato, tras mucho tiempo sin percibir el pulso del hombre, sacudió la cabeza y se sentó, exhausta, en el suelo.

Alrededor de la escena se había formado un círculo de criados, todos armados con espadas o largos puñales. Cuando la doctora y yo levantamos la mirada, nos encontramos con el duque Quettil, los dos comandantes de la guardia, Adlain y Polchiek, y el rey, que nos miraban. Tras ellos, en una habitación a oscuras, una muchacha lloraba en voz queda.

—Metedlo dentro. Encended todas las velas —dijo el duque Quettil a los sirvientes armados. Miró al rey, quien asintió.

—¿Y bien, doctora? —volvió a decir su majestad.

—Una herida de puñal, creo —dijo la doctora—. Un arma muy fina y muy afilada. Con la hoja ladeada. Debe de haber perforado el corazón. Gran parte de la hemorragia ha sido interna, lo que explica por qué sigue sangrando. Pero, para asegurarme, tendré que abrir el cadáver.

—Creo que lo principal ya lo sabemos, que es que está muerto —dijo Adlain. Detrás de una fila de criados, junto a las ventanas, se oían los gritos de una mujer. Imagino que era la esposa del duque.

—¿Quién se encontraba en la estancia? —preguntó Quettil al comandante de la Guardia.

—Esos dos —dijo Polchiek señalando con la cabeza a un joven y una joven, ninguno de ellos mucho mayor que yo, bastante bien parecidos y con el atuendo desarreglado. Dos criados armados sujetaban por la espalda a cada uno de ellos. Solo entonces se me ocurrió que existía una explicación muy concreta para la numerosa presencia de criados en el baile y el hecho de que muchos de ellos parecieran más rudos de lo que cabía esperar de gente de su condición. En realidad eran guardias. Por eso habían sacado las armas a la menor sospecha.

La joven tenía la cara colorada e hinchada por el llanto, y una expresión de puro terror. Un chillido procedente del otro lado de las ventanas atrajo su atención y miró hacia allí. El rostro del joven que había a su lado estaba casi tan pálido como el del duque Walen.

—¿Y vosotros quiénes sois? —preguntó Adlain a la joven pareja.

—Uo-Uo-Uoljeval —dijo el joven tragando saliva—. Escudero al servicio del duque Walen, señor.

Adlain se volvió hacia la chica, que tenía la mirada perdida.

—¿Y vos, señorita?

La joven se echó a temblar, pero no miró a Adlain, sino a la doctora. No obstante, siguió sin decir nada.

Al cabo de unos segundos, el joven dijo:

—Droythir, señor. Se llama Droythir. De Mizui. Doncella de lady Gilseon. Mi prometida.

—Señor, ¿no podemos dejar pasar a la duquesa ya? —preguntó la doctora al rey. Este sacudió la cabeza y levantó una mano.

El comandante Adlain sacudió la cabeza para señalar a la muchacha con la barbilla e inquirió:

—¿Y qué estabais haciendo aquí, señorita?

La mujer lo miró como si estuviera hablándole en una lengua completamente desconocida. De hecho, se me pasó por la imaginación la idea de que fuera extranjera. Entonces, el joven empezó a sollozar y dijo:

—¡Fue deseo del duque, señores, por favor!

Entre lágrimas, miró una a una todas las caras que lo observaban.

—Señores, nos dijo que le gustaba mirar estas cosas y que nos recompensaría. No nos enteramos de nada, al menos hasta que le oímos gritar. Estaba ahí. Ahí detrás, observándonos desde detrás de ese biombo. Lo derribó cuando… cuando… —Volvió la mirada hacia el biombo que yacía sobre el suelo, cerca de una de las esquinas de la habitación, junto a la puerta, y empezó a respirar muy deprisa.

—Cálmate —le espetó Adlain. El joven cerró los ojos y su cuerpo quedó lacio en los brazos de los dos guardias. Estos se miraron y luego se volvieron hacia Adlain y Polchiek, quien también estaba, me pareció, notablemente pálido y ojeroso.

—Y había un pájaro negro —dijo de repente la joven con un tono extraño y vacío. Sus ojos miraban a la nada desde un semblante pálido y cubierto de brillante sudor.

—¿Cómo? —dijo Polchiek.