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Adlain y Polchiek intercambiaron una mirada.

—¿No notaste que hubiera alguien a tu espalda antes de que te golpearan? —preguntó el primero.

—No, señor —dijo Feulecharo con una mueca de dolor en el rostro al derramar la doctora un poco de vino en su herida—. Estaba totalmente concentrado en el espejo.

—Ese espejo… —empezó a decir Polchiek.

—Está aquí, señor. Tuve la precaución de recogerlo antes de marcharme al baño. —Metió la mano en uno de sus bolsillos y sacó un trozo de metal bruñido del tamaño de una moneda. Se lo entregó a Polchiek, quien a su vez lo pasó a los demás hombres.

—¿Dirías que la duquesa Walen es una mujer especialmente celosa, Feulecharo? —preguntó Adlain mientras giraba el espejo entre los dedos.

—No especialmente, señor —respondió el aludido. Lo dijo con voz levemente temblorosa, aunque puede que fuese porque la doctora estaba sujetándole la cabeza mientras terminaba de limpiarle la herida.

—Nos has contado toda la verdad, ¿no es así, Feulecharo? —preguntó el rey con tono grave.

Feulecharo volvió la mirada hacia él lo mejor que pudo, con la cabeza inclinada hacia delante por la doctora.

—Oh, sí, majestad.

—Cuando te golpearon, Feulecharo —dijo la doctora al tiempo que le soltaba la cabeza—, ¿te golpeaste con la puerta o con el suelo?

Quettil emitió un chasquido. Feulecharo lo pensó un momento.

—Al despertar tenía la cabeza apoyada en la puerta, señora —dijo, antes de mirar a Adlain y a los demás.

—De modo que si alguien hubiera abierto la puerta —dijo la doctora—, habrías caído dentro.

—Supongo que sí, señora. O tendría que haberme dejado en la misma posición después de volver a cerrarla.

—¿Nos lo estás contando todo, joven? —preguntó Quettil.

Feulecharo pareció disponerse a hablar, pero entonces titubeó. Yo lo creía más inteligente, pero puede que el golpe le hubiese afectado al cerebro.

—¿De qué se trata? —preguntó el rey con voz severa.

—Majestad, señores —dijo Feulecharo con voz estrangulada y seca—. La duquesa temía que el duque estuviera viéndose con la joven, aquí presente. Eso era lo que había provocado sus celos. No le habría importado tanto, hasta puede que no le hubiese importado en absoluto, de haber sabido que lo único que quería era… mirar. —Miró a todos los hombres de la habitación, pero esquivó mis ojos y los de la doctora—. En fin, se habría reído de haber sabido lo que estaba pasando aquí, señores. Nada más. Y yo soy la persona en quien más confía. La conozco bien, señores. Ella nunca haría algo como esto. —Se pasó la lengua por los labios, tragó saliva de nuevo y al fin dirigió una mirada de abatimiento al mantel abultado que cubría el cadáver del duque.

Quettil abrió la boca para decir algo, pero el rey, con la mirada clavada en Adlain y Polchiek, dijo:

—Gracias, Feulecharo.

—Creo que Feulecharo debería quedarse aquí, señor —le dijo Adlain—. El comandante Polchiek puede mandar unos hombres a su cuarto para buscar un arma, o la llave de la puerta que falta. —El rey asintió y Polchiek se dirigió a algunos de los falsos criados—. Y tal vez —añadió Adlain— el comandante pueda volver a abrir la puerta para ver si el joven Feulecharo dejó alguna mancha de sangre en ella.

Los guardias fueron a registrar el cuarto de Feulecharo. Polchiek y Adlain inspeccionaron de nuevo la puerta.

El rey miró a la doctora y sonrió.

—Gracias por tu ayuda, Vosill —dijo con un gesto de cabeza—. Eso es todo.

—Señor —dijo la doctora.

Luego me enteré de que registraron a conciencia los aposentos de la duquesa y el cuarto de Feulecharo. No encontraron nada. En la superficie exterior de la puerta y en el suelo del pasillo había unas manchas de sangre. Buena parte del palacio se registró en busca del arma homicida, pero nunca se encontró nada. La llave que faltaba apareció en el cajón de las llaves del senescal de palacio, sin que nada pudiera vincularla al crimen.

Amo, conozco a Feulecharo y le creo incapaz de asesinar al duque. Puede que el rey se excediera en su magnanimidad al no permitir que los dos amantes, Droythir y Uoljeval, fueran interrogados por Ralinge (aunque tengo entendido que los llevaron a la cámara de tortura y les explicaron el uso de los instrumentos) pero no creo que pudiera sacárseles más información fidedigna o de utilidad.

Es muy posible que Polchiek prefiriera que se encontrara un chivo expiatorio y dicen que Quettil se mostró furioso en privado durante varias lunas, pero aparte de confiscarle a su comandante de la Guardia dos pequeñas fincas, no pudo hacer gran cosa. Polchiek había llenado el baile de guardias y había hecho todo lo que cabía exigirle para impedir que ocurriera nada malo.

Feulecharo tuvo suerte, creo, de ser el tercer hijo de uno de los barones más ricos de Walen. De haber sido de cuna más humilde, en lugar del tercero en la línea de sucesión de un título nada desdeñable, puede que hubiera tenido que disfrutar de la hospitalidad de maese Ralinge. Pero así las cosas, se aceptó generalmente que el buen nombre de su familia hacía impensable que tuviera que ver más de lo que él mismo decía con el asesinato del duque.

16

El guardaespaldas

—Ojalá pudiera ir, caballero DeWar. ¿No podéis pedírselo a mi padre? Él piensa que sois listo.

DeWar puso cara de azoramiento. Perrund le dirigió una sonrisa indulgente. Desde su pulpito, el eunuco Stike, obeso y ceñudo, miró hacia allí. DeWar llevaba botas de montar. Tenía la cabeza cubierta por un sombrero y en el sofá, a su lado, junto a un par de alforjas, había una gruesa capa negra. El Protector había decidido que era hora de tomar personalmente el mando de las titubeantes operaciones de Ladenscion.

—Es mejor que te quedes aquí, Lattens —dijo DeWar al niño, y estiró la mano para desordenarle el cabello rojizo—. Tienes que ponerte bien. Estar enfermo es como ser atacado, ¿sabes? Tu cuerpo es como una gran fortaleza que ha sido invadida. Has repelido a los enemigos y se han dado a la fuga, pero tienes que recuperarte, reunir tus fuerzas y reconstruir las murallas, reparar las catapultas, limpiar los cañones y reabastecer las armerías. ¿No te das cuenta? Tu padre solo podrá ir a la guerra si piensa que esa gran fortaleza no está amenazada. Así que es tu deber. Seguir cuidándote. Ponerte bien.

»Claro que tu padre preferiría quedarse aquí contigo si pudiera, pero también es como un padre para todos sus hombres, ¿sabes? Necesitan su ayuda y su dirección. Por eso tiene que ir con ellos. Tú debes quedarte y ayudarle con la guerra poniéndote mejor, reparando la gran fortaleza. Es tu deber como soldado. ¿Crees que podrás hacerlo?

Lattens miró a los cojines sobre los que estaba sentado. Perrund volvió a colocarle en su sitio los rizos. El niño jugueteaba con un hilillo de oro suelto de la esquina de un cojín.

—Sí —dijo con una vocecilla y sin levantar la mirada—. Pero la verdad es que me gustaría ir con padre y contigo, esa es la verdad. —Levantó la mirada hacia DeWar—. ¿Seguro que no puedo ir?

—Me temo que no —dijo DeWar con voz queda.

El niño suspiró pesadamente y bajó la mirada de nuevo. DeWar sonrió a Perrund, quien estaba mirando al pequeño.

—Oh —dijo la concubina—. Vamos, señor. ¿Es este el general Lattens que ganó la guerra de las catapultas? Debéis cumplir con vuestro deber, general. Vuestro padre volverá en poco tiempo. Y el caballero DeWar. —Le dedicó una sonrisa a este último.

—Todos los indicios apuntan —dijo DeWar— a que la guerra puede haber terminado cuando lleguemos allí. Así ocurre a veces con las guerras. —Jugueteó un momento con su gran sombrero encerado, antes de dejarlo sobre la capa negra. Se aclaró la garganta—. ¿Os he contado la historia de cuando Hiliti y Sechroom se separaron? ¿Cuando Sechroom se marchó para hacerse misionera?