El comandante Polchiek informó al alguacil de que de momento debía dejar a Berridge en la prisión. Y como quiera que transcurriera media luna sin que se realizaran progresos en el descubrimiento del asesino, el duque ordenó al alguacil que iniciara las pesquisas sobre las afirmaciones de Berridge.
Había pasado tiempo más que de sobra para que tanto Berridge como todos sus compañeros de puente olvidasen lo que había hecho ninguno de ellos el día y la noche del baile de máscaras, pero Berridge insistió en que había salido de la ciudad, subido a la colina del palacio, entrado en los aposentos del duque y asesinado al buen caballero en su cama (afirmación que se apresuró a modificar en beneficio de la credibilidad de su historia al enterarse de que el duque había sido asesinado en una habitación contigua al salón de baile, estando todavía despierto).
Cuando lo llevaron ante el duque en persona para ser interrogado por el asesinato del otro duque, Berridge era un despojo flaco, calvo y tembloroso cuyos ojos se movían de un lado a otro, aparentemente con completa independencia el uno del otro. No paraba de farfullar, pero no articulaba casi ninguna palabra inteligible, y al parecer había confesado no solo el asesinato del duque Walen, sino también el del rey Beddun de Tassasen, el del emperador Puiside y el del padre del rey Quience, Drasine, además de atribuirse la responsabilidad exclusiva por la lluvia de rocas ardientes que había aniquilado naciones enteras y provocado el final de la era imperial.
Berridge fue quemado en la picota de la plaza de la ciudad. El heredero del duque, su hermano, encendió la pira en persona, aunque no antes de hacer que estrangularan al pobre desgraciado, para ahorrarle la agonía del fuego.
El resto de nuestra estancia en las colinas de Yvenage transcurrió de manera relativamente apacible. Durante algún tiempo, flotó en el palacio una atmósfera de preocupación e incluso de sospecha, que fue disipándose de manera gradual. No hubo más muertes inexplicables y asombrosas. El tobillo del rey se curó. Volvió a cazar y volvió a caerse de la montura, aunque esta vez sin hacerse nada más grave que algunos arañazos. En general, su estado de salud pareció mejorar, puede que por influencia del aire puro de las montañas.
La doctora descubrió que tenía poco que hacer. Paseaba y cabalgaba por las colinas, a veces acompañada por mí, y otras, por insistencia suya, sola. Pasaba mucho tiempo en la ciudad de Mizui, donde se dedicaba a tratar huérfanos y otros miserables en el hospital de los pobres, a comparar notas con las matronas y a discutir sobre remedios y pociones con los boticarios locales. Conforme se prolongaba en el tiempo nuestra estancia en Yvenir, empezaron a llegar a la ciudad algunos heridos de la guerra de Ladenscion, y la doctora trató a algunos de ellos lo mejor que pudo. En sus intentos de reunirse con los demás médicos de la ciudad, en cambio, no la acompañó el éxito, al menos hasta que, con el permiso del rey, los invitó a la sala del consejo, donde su majestad celebró una pequeña reunión antes de salir de cacería.
Sin embargo, consiguió menos de lo que había esperado, creo yo, en su intento de convencerlos de que cambiaran sus métodos, que encontraba aún más atrasados y potencialmente peligrosos para sus pacientes que los de sus colegas de Haspide.
A pesar del evidente buen estado de salud del rey, la doctora y él parecían buscar toda clase de excusas para seguir viéndose. El rey decía estar preocupado por su peso, un problema que había aquejado a su padre durante los últimos años de su vida, así que pidió a la doctora que le confeccionara una dieta. A aquellos de nosotros que pensábamos que engordar era señal inequívoca de que uno estaba bien alimentado, tenía poco trabajo y había alcanzado una edad superior a la media, esto nos pareció algo insólito, aunque puede que la cosa demostrase que los rumores que aseguraban que la doctora le había llenado la cabeza de ideas extrañas contenían algo de verdad.
Las malas lenguas aseguraban también que la doctora y su majestad pasaban demasiado tiempo juntos. Hasta donde yo sé, no hubo nada íntimo entre ellos en todo este tiempo. Había estado al lado de mi señora todas las veces en las que había atendido al rey, salvo un par de ocasiones en las que mi estado de salud me había impedido abandonar la cama, pero incluso en tales casos, me había encargado diligentemente de descubrir a través de mis compañeros ayudantes, así como de otros criados, lo que hacían el rey y ella.
Me satisface decir que no ocurrió nada sin que yo me enterara y que he informado de todo cuanto podría haber interesado a mi amo hasta la fecha.
El rey mandaba llamar a la doctora la mayoría de las tardes, y si no tenía ningún problema evidente, flexionaba de manera ostentosa los hombros y aseguraba que sentía cierta rigidez en alguno de ellos. La doctora se prestaba de buen grado a esta charada, y frotaba con diversos aceites la piel broncínea de la espalda del rey y le daba masajes en la columna, la espalda y la nuca con las palmas de las manos y los nudillos. Algunas veces, en estas ocasiones, conversaban en voz baja, pero lo más frecuente era que estuvieran en un silencio roto solo por los esporádicos gruñidos que emitía su majestad cuando ella soltaba algún nudo de musculatura especialmente tenso. Yo, como es natural, también guardaba silencio, pues no quería romper el hechizo que parecía flotar en aquellas ocasiones sobre la luz de las velas y, afligido por una extraña y dulce melancolía, observaba con envidia cómo aquellos dedos fuertes y finos, untados de aceites perfumados, trabajaban la carne rendida del rey.
—Pareces cansada esta mañana, doctora —dijo el rey mientras ella estaba dándole un masaje en la parte alta de la espalda. Estaba tumbado en su gran cama, bajo el dosel, desnudo de cintura para arriba.
—¿De veras, señor?
—Sí. ¿Qué has estado haciendo? —El rey la miró directamente—. No te habrás echado un amante, ¿verdad, Vosill?
La doctora se ruborizó, cosa que no le sucedía a menudo. Creo que siempre que he visto un suceso así ha sido en presencia del rey.
—No, señor —dijo.
El rey apoyó la barbilla en las manos.
—Pues quizá deberías, doctora. Eres una mujer hermosa. Estoy seguro de que si lo decidieras, encontrarías un buen candidato.
—Su majestad me adula.
—No, simplemente digo la verdad, como seguro que sabes.
—Me inclino ante vuestra opinión, señor.
El rey se volvió hacia mí y me miró directamente.
—¿No crees, eh…?
—Oelph —dije tragando saliva—. Señor.
—Bueno, Oelph —dijo el rey con las cejas enarcadas—. ¿No crees que estoy en lo cierto? ¿No te parece la doctora un buen partido? ¿No podría llamar la atención de cualquier hombre normal?
Tragué saliva. Me volví hacia la doctora, quien me devolvió la mirada con una expresión que lo mismo podía ser amenazante que suplicante.
—Estoy convencido, señor —empecé—, de que la doctora es de lo más agradable, majestad, señor —murmuré, consciente de que ahora era yo el que se había ruborizado.
—¿Agradable? ¿Eso es todo? —El rey se echó a reír sin dejar de mirarme—. ¿Pero no piensas que es atractiva, Oelph? ¿Atractiva, bella, hermosa, preciosa?
—Estoy seguro de que es todo eso que decís, señor —dije mirándome los pies.
—Ahí lo tienes, doctora —dijo el rey mientras volvía a apoyar la barbilla en las manos—. Hasta tu joven ayudante está de acuerdo conmigo. Piensa que eres atractiva. Así que, doctora, ¿vas a echarte un amante o no?