Выбрать главу

—Creo que no, señor. Un amante me privaría de un tiempo que podría necesitar para dedicaros a vos.

—Oh, últimamente me encuentro en plena forma y estoy seguro de que podría prescindir todas las tardes de ti el tiempo suficiente para un buen revolcón o dos.

—La generosidad de vuestra majestad me abruma —repuso la doctora con voz seca.

—Ya estás otra vez, Vosill. Tu dichoso sarcasmo. Mi padre decía que cuando una mujer empieza a mostrarse sarcástica con sus superiores es señal inequívoca de que no está recibiendo lo que toda mujer se merece.

—Indudablemente era un pozo de sabiduría, señor.

—Ya lo creo —convino el rey—. Creo que hubiese dicho que necesitas un buen revolcón. Por tu propio bien. Au —dijo al sentir cómo se apoyaba la doctora en su columna sobre el dorso de la mano—. Cuidado, doctora. Sí. Podrías decir que es algo medicinal o, al menos… eh… ¿Cuál es la palabra esa?

—¿Irrelevante? ¿Insultante? ¿Impertinente?

—Terapéutico. Eso es. Terapéutico.

—Ah, esa palabra.

—Ya sé —dijo el rey—. ¿Y si te ordeno tomar un amante, Vosill, por tu propio bien?

—La preocupación de vuestra majestad por mi bienestar es digna de encomio.

—¿Obedecerías a tu rey, Vosill? ¿Tomarías un amante si te lo ordenara?

—Me preocuparía qué garantías serían necesarias para demostrar a plena satisfacción de mi rey que había cumplido sus órdenes, señor.

—Oh, me bastaría con tu palabra, Vosill. Y, además, estoy seguro de que cualquier hombre que te llevase a la cama no tardaría ni un instante en empezar a jactarse de ello.

—¿De veras, señor?

—Sí. Salvo que poseyera una esposa especialmente celosa y rencorosa. Pero, ¿lo harías?

La doctora adoptó una expresión reflexiva.

—Supongo que podría decidir al candidato yo misma, señor.

—Oh, claro, doctora. No tengo la menor intención de hacer de Celestino para ti.

—Entonces, sí, señor. Por supuesto. A la máxima brevedad.

—¡Bien! Entonces tendré que pensar si lo hago.

A estas alturas yo ya había levantado la mirada del suelo, aunque seguía ruborizado. La doctora me miró y esbocé una sonrisa insegura. Ella se rió en silencio.

—¿Y si lo hicierais, señor —preguntó—, y yo me negara?

—¿Que te negaras a obedecer una orden directa de tu rey? —preguntó su majestad con una especie de espanto genuino.

—Bueno, aunque estoy totalmente a vuestro servicio y consagrada a vos en todos los aspectos, señor, creo que no soy, en el sentido riguroso de la palabra, uno de vuestros súbditos. Soy ciudadana de la república insular de Drezen y aunque estoy satisfecha, y de hecho honrada, de servir a vuestras órdenes y bajo la jurisdicción de vuestras leyes, no creo estar obligada a obedecer hasta el último de vuestros caprichos, al menos no tanto como alguien nacido en Haspidus o de unos padres que fueran subditos de vuestro reino.

El rey lo meditó unos instantes.

—¿No me dijiste una vez que habías barajado la posibilidad de estudiar derecho en lugar de medicina, doctora?

—Creo que sí, señor.

—Ya me parecía. Bueno, si fueras uno de mis súbditos y me desobedecieras de manera expresa, te haría encarcelar hasta que cambiases de idea, y si no lo hicieras, lo lamentaría mucho por ti, porque por muy trivial que pueda ser el asunto en sí, la voluntad del rey debe ser obedecida siempre, y esa es una cuestión que no admite excepciones.

—No obstante, no soy uno de vuestros súbditos, señor. ¿Cómo responderíais entonces a mi intransigencia?

—Supongo que tendría que ordenarte que abandonaras mi reino, doctora. Tendrías que regresar a Drezen o irte a otro sitio.

—Eso me entristecería mucho, señor.

—Y a mí. Pero, como puedes ver, no tendría elección.

—Por supuesto que no, señor. Así que rezaré para que no me ordenéis tal cosa, porque en caso de hacerlo, tendría que elegir entre rendirme a un hombre o el exilio.

—En efecto.

—Una difícil elección para una persona que es, como vos mismo habéis señalado con la penetrante precisión que os caracteriza, señor, tan celosa de su intimidad y tan tozuda como yo.

—Me alegra que finalmente estés tratando el asunto con la gravedad que merece, doctora.

—En efecto. ¿Y qué hay de vos, si se me permite preguntar?

—¿Cómo? —dijo el rey levantando bruscamente la cabeza.

—Las intenciones de vuestra majestad por lo que se refiere al matrimonio son tan trascendentes como trivial sería mi elección de amante. Solo estaba preguntándome si habríais pensado mucho sobre el particular, ya que estamos hablando del tema.

—Creo que en realidad estamos abandonando el tema del que yo creía que hablábamos.

—Os ruego mil perdones, majestad. Pero, ¿tenéis la intención de casaros pronto, señor?

—Creo que eso no es asunto tuyo, doctora. Eso solo concierne a la corte, a mis consejeros, a los padres de las princesas susceptibles de ser elegidas, a las demás damas de elevada alcurnia a las que pudiera convenirme estar emparejado y a mi persona.

—Sin embargo, como vos mismo habéis señalado, señor, la salud y el comportamiento de una persona pueden verse profundamente afectados por la falta de… liberaciones sensuales. Lo que podría tener sentido para la fortuna política de un Estado podría resultar catastrófico para el bienestar de un rey si, por poner un ejemplo, tuviera que casarse con una mujer fea.

El rey volvió la cabeza hacia ella con una expresión divertida.

—Doctora —dijo—. Me casaré con quien considere que debo casarme por el bien de mi reino y de mis herederos. Si eso quiere decir casarse con una mujer fea, que así sea. —Sus ojos parecieron centellear—. Soy el rey, Vosill. La posición acarrea ciertos privilegios que tal vez hayas oído mencionar. Dentro de unos límites bastante generosos, puedo disfrutar de quien me plazca, y eso no va a cambiar por el hecho de que tome esposa. Te garantizo que podría casarme con la princesa menos agraciada del mundo sin que eso supusiera la menor diferencia en la frecuencia o calidad de mis «liberaciones sensuales». —Una gran sonrisa se dibujó en sus facciones.

La doctora puso cara de desconcierto.

—Pero si habéis de tener herederos, señor… —empezó a decir.

—Entonces me aseguraré de estar en un estado de embriaguez que me permita soportar el trance sin llegar a incapacitarme, de que las ventanas estén bien cerradas y hayan apagado ya las velas y luego me dedicaré a pensar en cualquier otra persona hasta que el proceso haya llegado a su conclusión satisfactoria, mi querida doctora —dijo el rey con una sonrisa de satisfacción en el rostro mientras volvía a apoyar la barbilla en la mano—. Mientras la señora sea fértil, no tendré que sufrirlo demasiado a menudo, ¿no te parece?

—La verdad es que no podría decirlo, señor.

—Pues entonces acepta mi palabra, y la de todas las mujeres que me han dado descendencia… masculina en la mayoría de las ocasiones, debería añadir.

—Muy bien, señor.

—Además, no voy a ordenarte que te eches un amante.

—Os estoy sumamente agradecida, señor.

—Oh, no lo hago por ti, Vosill. Lo que pasa es que siento simpatía por cualquiera al que pudieras escoger para el puesto. No dudo que la parte principal de la ocasión sería suficientemente placentera, pero después… Que la Providencia proteja al pobre desgraciado, tendría que sufrir tu desconcertante conversación. ¡Auu!

Creo, pues, que solo queda un incidente digno de mención relacionado con nuestra estancia en el palacio de Yvenir. Fue algo de lo que solo me enteré más tarde, algún tiempo después de haber regresado a Haspide, cuando la noticia quedó considerablemente eclipsada por otros acontecimientos.