Выбрать главу

Amo, la doctora, como ya os he dicho, salía a menudo sin compañía a pasear o a cabalgar por las colinas. En ocasiones se marchaba al amanecer de Xamis y permanecía fuera hasta su puesta. Esto se me antojaba un comportamiento tan excéntrico como a todos los demás, e incluso cuando la doctora tenía el sentido común de pedirme que la acompañara, sus motivos seguían confundiéndome. Lo más raro de todo eran las caminatas. Caminaba horas y horas, como una vulgar campesina. Llevaba consigo libros pequeños, y no tan pequeños, que había adquirido a gran coste en Haspide, llenos de dibujos, pinturas y descripciones de la fauna y la flora de la región, y observaba ensimismada a los pájaros e insectos que se cruzaban en nuestro camino, con una intensidad que parecía antinatural si tenemos en cuenta que no tenía la menor intención de cazarlos.

Las salidas montadas eran menos enervantes, aunque tengo la impresión de que solo recurría a las cabalgaduras cuando el viaje que se había propuesto hacer era demasiado largo para llevarlo a cabo a pie (pues no quería pasar las noches fuera).

A pesar de la perplejidad que me inspiraban estas excursiones y el fastidio que me provocaba el verme obligado a caminar durante un día entero, acabé por disfrutar de ellas. Tanto la doctora como mi amo contaban con que estuviera a su lado en tales ocasiones, por lo que sentía que no estaba haciendo otra cosa que cumplir con mi deber.

Caminábamos o cabalgábamos en silencio, o entretenidos con conversaciones sobre nimiedades, o sobre medicina, historia, o un centenar de cosas más, nos deteníamos para comer, para observar a algún animal o disfrutar de las vistas, consultábamos los libros y tratábamos de decidir si los animales que estábamos mirando eran los que se describían allí o si el autor del tratado se había excedido en su imaginación, tratábamos de descifrar los toscos mapas que la doctora había copiado en la biblioteca, parábamos a los leñadores o los furtivos para preguntarles por el camino, recogíamos plumas, flores, piedrecillas, conchas y cáscaras de huevo y finalmente terminábamos por regresar al palacio sin haber hecho nada de auténtico provecho, aunque debo reconocer que, al menos yo, con el corazón lleno de júbilo y la cabeza invadida por una especie de salvaje deleite.

Pronto empecé a lamentar que no me llevara consigo en todas las excursiones y al regresar a Haspide me reconvine amargamente por no haber llegado a hacer algo que había barajado muchas veces en Yvenir cuando la doctora salía en una de sus expediciones solitarias. Que no era otra cosa que ir tras ella, seguir sus pasos y vigilarla en silencio.

De lo que me enteré, meses más tarde, en Haspide, fue de que dos de mis compañeros se tropezaron casualmente con ella en una de las ocasiones en las que había salido sola. Eran Aumost y Puomiel, pajes del barón Sermil y el príncipe Khres, respectivamente, y dos sujetos a los que conocía poco y que, a decir verdad, nunca me habían gustado demasiado. Ambos tenían reputación de pendencieros, tramposos y canallas, y desde luego no se privaban de presumir de las cabezas que habían partido, los criados a los que habían desplumado a las cartas y los éxitos que habían cosechado con las chicas de la ciudad. Se rumoreaba que, el año anterior, Puomiel había dejado a otro paje al borde de la muerte después de que el joven se quejara a su amo de que su compañero estaba robándole. Ni siquiera había sido una pelea justa. El muy canalla había atacado al otro por la espalda y lo había dejado inconsciente. Y lo peor de todo es que ni siquiera se molestaba en negarlo, pues supongo que pensaba que así le tendríamos aún más miedo. Aumost era ligeramente menos desagradable que él, pero, y sobre este punto el consenso era general, solo porque carecía de imaginación.

Su historia era que, una noche especialmente calurosa en que habían salido al poco del crepúsculo, se encontraban cerca del palacio. Volvían a Yvenir con algunas aves en las alforjas, felices por su éxito e impacientes por llevarse lo cobrado al estómago. Entonces tropezaron con un xule real, un animal que ya de por sí es muy raro, y que encima, según dijeron, era totalmente blanco. Se movía por el bosque como un fantasma pálido y veloz. Soltaron las alforjas, prepararon los arcos y lo siguieron tan sigilosamente como les fue posible.

Ninguno de ellos debía de haber pensado en lo que iban a hacer si se encontraban en posición de abatir a la bestia. No podían decirle a nadie que la habían cazado, porque la caza del xule es una prerrogativa real y el tamaño del animal les habría impedido llevarlo a algún carnicero poco honrado, aun suponiendo que hubiesen podido encontrar a uno lo bastante valiente como para desafiar la ira del rey. Pero a pesar de todo fueron tras él, arrastrados por un instinto depredador que tal vez llevemos todos en nuestro interior.

No llegaron a alcanzarlo. Al acercarse a un lago rodeado de árboles que se encontraba en las colinas, el animal se asustó de repente, echó a correr y al cabo de unos segundos se encontraba fuera del alcance del más afortunado de los disparos.

Los dos pajes, que habían coronado un pequeño altozano con el tiempo justo de ver cómo ocurría esto desde detrás de los arbustos, quedaron descorazonados al ver que el animal se les escapaba. Pero este sentimiento quedó anulado casi al instante por lo que vieron a continuación.

Una mujer increíblemente hermosa y totalmente desnuda salió andando del lago y miró en la dirección que el xule real había tomado para escapar.

Ahí, pues, estaba la causa que había impulsado al animal a huir a tal velocidad, y además, tal vez, una presa más digna de ser cazada y disfrutada. La mujer era alta y de piel morena. Tenía unas piernas muy largas y un vientre demasiado plano para ser realmente hermoso, pero sus senos, aunque no muy voluminosos, parecían firmes y erguidos. Ni Auomst ni Puomiel la reconocieron al principio. Pero era la doctora. Apartó la mirada del lugar en el que el xule se había perdido entre los arbustos, volvió a entrar en el agua y empezó a nadar con la facilidad de un pez en dirección a los dos jóvenes.

Llegó a la orilla justo debajo del lugar en el que se encontraban. Allí era, comprendieron entonces, donde había dejado su ropa. Salió del agua y, de espaldas a ellos, empezó a secarse con las manos.

Los dos hombres se miraron. No tuvieron que decir nada. Allí había una mujer, sola. No tenía escolta, ni acompañante, y, hasta donde los dos sabían, no tenía marido ni campeón en la corte. O, en realidad, no se les ocurrió que sí que lo tenía, y que era un defensor sin igual ni superior. El pálido cuerpo que se exponía frente a ellos los excitaba aún más que el que acababan de perder de vista y un instinto aún más profundo que el de la caza se había apoderado de sus corazones y había extinguido todo pensamiento racional de sus mentes.

Estaba muy oscuro entre los árboles que rodeaban el estanque y los pájaros, alertados por la huida del xule, cantaban por todas partes, lo que cubriría sus pasos al aproximarse a ella, por torpes que fueran.

Podían dejarla inconsciente, o sorprenderla y taparle los ojos. En otras palabras, no llegaría a verlos, así que podrían violarla sin miedo a ser descubiertos y castigados. El hecho de que el xule los hubiese llevado hasta aquí parecía una señal de los antiguos dioses del bosque. Quien los había atraído era una criatura casi mítica. La oportunidad era demasiado buena para dejarla pasar.

Puomiel sacó una bolsa de monedas que ya en el pasado había utilizado como porra. Aumost asintió.

Salieron a hurtadillas de los matorrales y avanzaron sigilosamente entre las sombras y los pocos árboles que los separaban de ella.

La mujer estaba canturreando en voz baja. Terminó de secarse con un pequeño pañuelo, que a continuación se enrolló a la cabeza. Cuando se inclinó para recoger su camisa, las nalgas fueron como dos pálidas lunas. De espaldas todavía a los dos hombres, que ahora se encontraban a pocos pasos de ella, levantó la prenda por encima de su cabeza y la dejó caer sobre su cuerpo. Durante unos momentos estaría, y estuvo, ciega, mientras el vestido terminaba de ponerse sobre su cuerpo. Aumost y Puomiel comprendieron que era el momento. Se abalanzaron sobre ella. Sintieron que la mujer se ponía tensa al oírlos. Puede que su cabeza empezara a girar, atrapada aún entre los pliegues de la camisa.