Despertaron con las cabezas doloridas en la oscuridad de una noche sin más luz que la que daban Foy y Jairly, brillantes como dos ojos reprobantes, sobre las apacibles y tranquilas aguas del estanque.
La doctora había desaparecido. Los dos pajes tenían sendos chichones del tamaño de un huevo en la nuca. Alguien les había arrebatado los arcos y, lo que resultaba aún más curioso, había retorcido las hojas de sus cuchillos y hecho un nudo con ellas.
Nadie pudo entenderlo. Ferice, el aprendiz del herrero, juró que hacer eso con el metal era casi imposible. Él había tratado de doblar de una manera parecida unos cuchillos similares a los de Aumost y Puomiel y solo consiguió que se rompieran casi al instante. El único modo de retorcerlos de aquella manera era calentarlos al rojo vivo y luego manipularlos, y aun así no era nada fácil. Añadió que había recibido más de un rapapolvo del maestro armero por haber realizado experimentos parecidos, para que aprendiera a no malgastar armas valiosas.
Algunas de las sospechas recayeron sobre mí, aunque en aquel momento no lo supe. Aumost y Puomiel asumieron que había ido con la doctora, para protegerla y con su conocimiento, o para espiarla sin él. Solo el testimonio de Feulecharo, al que Jollisce y yo habíamos estado ayudando a hacer inventario de las posesiones del duque Walen mientras ocurría todo aquello, me salvó de una paliza.
Cuando, finalmente, acabé por enterarme de lo que había ocurrido, no supe qué pensar, salvo que ojalá hubiera estado allí, como guardián o como espía. Habría luchado hasta la muerte con aquellos dos rufianes para salvaguardar el honor de la doctora, pero al mismo tiempo habría traicionado el mío de buen grado por vislumbrar una sola vez lo que ellos habían visto.
18
El guardaespaldas
Teóricamente, se supone que la ciudad de Niarje se encuentra a seis días a caballo de Crough, capital de Tassasen. El Protector y el contingente de tropas frescas que encabezaba llegaron allí en cuatro, agotados tras los largos días pasados en las sillas. Se decidió que descansarían en la ciudad mientras esperaban a que los alcanzaran las piezas de artillería pesada y las máquinas de asedio y a que llegaran noticias frescas sobre la marcha de la guerra. Estas noticias no tardaron en aparecer, en la forma de mensajes codificados del duque Ralboute, y no eran buenas.
Las fuerzas de los barones estaban mejor instruidas, equipadas y avitualladas de lo que se había anticipado. Las ciudades tardaban en someterse por el hambre. La mayoría de ellas contaba con fortificaciones recientes. Las tropas que las defendían no eran la típica chusma, sino que, según todos los indicios, habían recibido una rigurosa instrucción. Los partisanos hostigaban las líneas de abastecimiento del Protectorado, saqueaban campamentos, tendían emboscadas a los convoyes, robaban y utilizaban los cargamentos de armas, y obligaban a proteger las caravanas de avituallamiento con tropas que tendrían que haber estado en el frente. El general Ralboute había estado a punto de ser asesinado o capturado en una audaz incursión nocturna que se había lanzado desde la asediada ciudad de Zhirt. Solo la suerte y una desesperada refriega habían impedido el desastre. El propio general había tenido que desenvainar la espada y de no ser por un ayuda de campo, habría tenido que unirse a la lucha.
Siempre se dice que una de las situaciones con las que todo comandante sueña para su enemigo, y teme para sí, es la de la pinza. Así que solo cabe imaginar lo que sintió UrLeyn cuando se vio en semejante trance en Niarje, no como consecuencia de un ataque enemigo, sino por los mensajes que se le habían enviado. Las noticias sobre el pésimo estado de la guerra en Ladenscion llegaron medio día antes que otras procedentes de la dirección contraria, que eran, si cabe, aún peores, y también concernían al empeoramiento de un estado.
UrLeyn pareció encogerse sobre sí mismo. La mano que sostenía la carta cayó a un lado y la propia carta descendió flotando hacia el suelo.
El Protector se sentó pesadamente en el asiento que ocupaba a la cabecera de la mesa de la vieja mansión ducal del centro de Niarje. DeWar, que se encontraba justo detrás de él, se inclinó y recogió la carta. La dejó, plegada de nuevo, junto al plato del general.
—¿Señor? —preguntó el doctor BreDelle. Los demás compañeros de cena del Protector, oficiales del ejército todos ellos, miraron a su señor con preocupación.
—El niño —dijo UrLeyn al doctor en voz baja—. Sabía que no debería haberme marchado. O que tendría que haberos dejado con él, doctor.
BreDelle lo miró fijamente un momento.
—¿Cómo se encuentra?
—A las puertas de la muerte —dijo UrLeyn mirando la carta. Se la entregó al doctor, quien la leyó.
—Otro ataque —dijo. Se limpió la boca con la servilleta—. ¿Queréis que vuelva a Crough, señor? Partiré con las primeras luces del alba.
El Protector permaneció un momento con la vista clavada en la mesa, sin mirar nada concreto. Entonces pareció despertar.
—Sí, doctor. Y yo os acompañaré. —Dirigió una mirada de disculpa a sus oficiales—. Caballeros —dijo alzando la voz y enderezando la espalda —. Debo pediros que de momento continuéis hacia Ladenscion sin mí. Mi hijo no se encuentra bien. Confiaba poder contribuir a nuestra eventual victoria tanto como vosotros, pero me temo que si me quedara aquí, mi corazón y mis pensamientos estarían volviendo constantemente a Crough. Me temo que os llevaréis toda la gloria, a menos que conspiréis para prolongar la guerra. Os ruego que me perdonéis y que entendáis la debilidad paterna de un hombre que, a mi edad, en realidad ya debería ser abuelo.
—¡Por supuesto, señor!
—¡Estoy seguro de que todos lo entendemos, señor!
—Haremos todo lo posible para que os sintáis orgulloso de nosotros, señor.
Las declaraciones de apoyo y comprensión continuaron. DeWar recorrió los rostros de los jóvenes, ambiciosos y serios nobles que conformaba la oficialidad superior, con un presentimiento sombrío.
—¿Perrund? ¿Eres tú?
—Sí, joven señor. Pensé en venir a haceros compañía un rato.
—Perrund, no veo.
—Está muy oscuro. El doctor piensa que os recuperaréis antes si no os da la luz.
—Lo sé, pero sigo sin ver nada. Cógeme la mano, ¿quieres?
—No debéis preocuparos. La enfermedad parece terrible cuando se es joven, estas cosas pasan.
—¿De verdad?
—Por supuesto.
—¿Volveré a ver?
—Pues claro que sí. No tengáis miedo.
—Pues estoy muy asustado.
—Vuestro tío ha escrito a vuestro padre para contarle vuestro estado de salud imagino que volverá muy pronto. De hecho, estoy segura de ello. Él nos prestará parte de su fuerza. Se llevará todo el miedo. Ya lo veréis.
—¡Oh, no! Tiene que ir a la guerra. Por mi culpa vuelve a casa cuando tendría que estar en la guerra, para traernos la victoria.
—Calmaos, calmaos. No podíamos ocultarle vuestra enfermedad. ¿Qué habría pensado de nosotros? Querrá asegurarse de que estáis bien. Querrá veros, Y me imagino que traerá consigo al doctor BreDelle.
—¿Y al caballero DeWar?
—Y al caballero DeWar. Allá donde va vuestro padre, va él.
—No recuerdo lo que ha pasado. ¿Qué día es hoy?
—El tercero de la vieja luna.
—¿Qué pasó? ¿Me puse a temblar como en el teatro de sombras?
—Sí. Vuestro profesor nos contó que estabais tratando de saltaros la clase de matemáticas cuando os caísteis del asiento. Corrió a buscar a la niñera y luego llamaron al doctor AeSimil. Es el médico de vuestro tío RuLeuin y del general YetAmidous, y es muy bueno. Casi tanto como el doctor BreDelle. Dice que os pondréis bien en poco tiempo.