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Nuestro monarca iba a entablar un combate formal a bastonazos con el viejo dios de la ciudad de Toforbis, representado como un ciempiés de extravagante coloración, al que daría vida un centenar de ciudadanos metidos en un largo dosel cubierto. El interés del espectáculo radicaba en presenciar la lucha entre un hombre y el toldo de una tienda, aunque se tratase de una tienda móvil, alargada, cubierta de escamas pintadas y dotada de una cabeza gigantesca de ave con colmillos en el pico, pero era uno de los rituales que había que soportar por respeto a las costumbres locales y para mantener contentos a los dignatarios regionales.

El duque Ulresile observaba las manos de la doctora, mientras estas daban vueltas y vueltas alrededor de los dedos y las palmas de las manos reales.

—Pero, señor —dijo—, ¿por qué prepararlo con tanta antelación? ¿No podría verse como una necedad…?

—Porque esperar más sería una necedad aún mayor —dijo el rey con tono paciente—. Si uno planea atacar al alba, no espera al alba para despertar a las tropas. Empieza a organizarías en plena noche.

—Duque Walen, sois de la misma opinión que yo, ¿no es así? —dijo Ulresile con tono de exasperación.

—Yo creo que no tiene sentido discutir con el rey, aunque sus decisiones parezcan desacertadas a los mortales de condición menor como nosotros —dijo el nuevo duque Walen.

El nuevo duque era, en todos los sentidos, digno sucesor de su hermano, cuya muerte sin herederos directos había garantizado que el título fuera a parar a un pariente, cuyo resentimiento por haber nacido, según sus propios cálculos, un año tarde, solo era comparable a la valía que él mismo se atribuía. Era un individuo de aspecto avinagrado que daba la impresión de ser, si tal cosa es posible, aún más viejo que el viejo duque.

—¿Y vos, Ormin? —preguntó el rey—. ¿También pensáis que estoy precipitándome demasiado?

—Puede que un poco, señor —dijo Ormin con expresión dolorida—. Pero es difícil evaluar estas cosas con precisión. Sospecho que solo se puede saber si uno ha hecho bien después de pasado un lapso de tiempo considerable. A veces son nuestros hijos los que descubren las virtudes y los defectos de nuestras decisiones. En realidad, es un poco como plantar un árbol. —Musitó esta última frase con una expresión de leve sorpresa por sus propias palabras.

Ulresile lo miró con el ceño fruncido.

—Los árboles crecen, duque. Lo que nosotros estamos haciendo es talar el bosque a nuestro alrededor.

—Sí, pero con la madera podremos construir casas, puentes, naves… —dijo el rey con una sonrisa—. Y los árboles vuelven a crecer. A diferencia de las cabezas, he de decir.

Ulresile apretó los labios.

—Creo que lo que el duque quiere decir —dijo Ormin— es que tal vez estemos procediendo con cierta precipitación en estas… alteraciones. Corremos el riesgo de eliminar, o al menos recortar en exceso, el poder de la estructura nobiliaria existente antes de que exista otra estructura lo bastante sólida, capaz de soportar el peso. Tengo que confesar que, al menos por mi parte, temo que los burgueses de algunas de las ciudades de mi provincia no hayan terminado de asumir la idea de hacerse con la responsabilidad de la transferencia de la propiedad de la tierra, por ejemplo.

—Y, sin embargo, llevan generaciones comerciando con el grano, los animales o los productos de sus propios oficios —dijo el rey mientras levantaba la mano izquierda, que la doctora acababa de terminar de vendar. La examinó detenidamente, como si estuviera buscando algún defecto—. Sería un poco raro que, solo porque en el pasado su señor tuviera el poder de decidir quién debía cultivar qué, o dónde debía vivir cada uno, fueran incapaces de tomar sus propias decisiones al respecto. De hecho, es posible que descubráis que ya han estado haciéndolo, solo que de una manera que podríamos llamar informal, sin vuestro conocimiento.

—No, son gente sencilla, señor —dijo Ulresile—. Puede que un día estén preparados para adoptar esa responsabilidad, pero ese día aún no ha llegado.

—¿Sabíais —dijo el rey con tono serio— que cuando mi padre murió, yo no creía estar preparado para adoptar la responsabilidad que recayó sobre mis hombros?

—Oh, vamos, señor —dijo Ormin—. Sois demasiado modesto. Por supuesto que lo estabais, y eso ha quedado sobradamente demostrado con innumerables pruebas desde entonces. De hecho, lo habéis demostrado de manera expeditiva, diría yo.

—Pues yo creo que no lo estaba —dijo el rey—. Y, desde luego, no creía estarlo en aquel momento, y además estoy seguro de que si hubieras recabado la opinión de los duques y demás nobles de la corte en aquel momento y hubiesen podido decir lo que realmente pensaban, y no lo que mi padre quería oír, habrían dicho que yo no era un hombre a la altura de la responsabilidad. Y, lo que es más, yo habría estado de acuerdo con ellos. Sin embargo, mi padre murió, me vi obligado a subir al trono y, a pesar de saber que no estaba preparado, lo hice lo mejor que pude. Aprendí. Me convertí en rey porque me comporté como tal, no solo por ser el hijo de mi padre y porque me hubiesen dicho con antelación que un día llegaría a serlo.

Ormin respondió a estas palabras con un asentimiento de cabeza.

—Estoy seguro de que todos hemos entendido el punto de vista de vuestra majestad —dijo Ulresile mientras Wiester y un par de criados ayudaban al rey a ponerse las pesadas túnicas ceremoniales. La doctora se apartó para dejar que metieran los brazos de nuestro monarca en las mangas y, una vez hecho esto, procedió a completar los vendajes de la mano derecha.

—Creo que tenemos que ser valientes, amigos míos —dijo el duque Ormin a Walen y Ulresile—. El rey tiene razón. Vivimos en una nueva era y debemos tener el valor de adoptar nuevas formas de comportamiento. Puede que las leyes de la Providencia sean eternas, pero su aplicación en el mundo cambia con el paso de los tiempos. El rey no se equivoca al confiar en el sentido común de los campesinos y artesanos. Poseen gran experiencia práctica en muchas cosas. No deberíamos subestimar su capacidad por el mero hecho de que sean de humilde cuna.

—En efecto —dijo el rey al tiempo que se erguía y echaba la cabeza hacia atrás para dejar que le peinaran la cabellera y se la recogieran en una cola de caballo.

Ulresile miró a Ormin como si estuviera a punto de escupir.

—La experiencia práctica está muy bien para un hombre que hace mesas o tiene que controlar una recua de bestias para tirar de un arado —dijo—. Pero aquí estamos hablando de gobernar provincias y en ese tema somos los únicos que poseemos experiencia.

La doctora admiró el trabajo realizado en las manos del rey y retrocedió un paso. La brisa trajo una perceptible fragancia de flores y cereal molido sobre las combadas paredes de tela de nuestro patio de armas provisional.

El rey dejó que Wiester le pusiera los gruesos guantes en las manos y le anudara los cordones. Otro criado dejó delante de él unas botas de aspecto recio y rica decoración y guió cuidadosamente sus pies hasta su interior.

—En ese caso, mi querido Ulresile —dijo—, tendréis que enseñar a los burgueses de las ciudades lo que sabéis, o de lo contrario ellos cometerán errores que nos empobrecerán a todos, porque creo que podemos esperar que estas mejoras produzcan un incremento de las cosechas. —El rey sorbió por la nariz un par de veces.

—Estoy seguro de que la parte de ese incremento correspondiente a los duques será muy apreciada, en caso de llegar a materializarse —dijo el duque Ormin con la expresión de alguien que espera el azote del viento en la cara—. Yo mismo la apreciaré, sin duda. Oh, sí.