Después de erguirse de nuevo, el sujeto se dirigió a la doctora en una lengua muy diferente a cualquier otra que hubiese escuchado antes, llena de extrañas variaciones tonales y ruidos guturales.
Ella le dirigió una mirada vacía. La expresión amistosa del hombre pareció vacilar un momento. El duque Walen entornó los ojos. La sonrisa de Ulresile se ensanchó un poco más y tomó aliento.
Entonces la doctora sonrió, alargó las manos y cogió las del desconocido. Se echó a reír, sacudió la cabeza y de su boca salió un chorro de sonido que sonó muy parecido al del desconocido. En medio de aquel expeditivo parloteo, capté las palabras «Drezen» (que sonó más bien como «Drech-tsen»), «Pressell», «Vosill» y, en varias ocasiones, algo que sonaba como «Koo-doon». Los dos permanecieron allí, intercambiando sonrisas radiantes y hablando con un continuo derroche de sonidos extraños, sin dejar de asentir y sacudir la cabeza. Vi que la sonrisa en la cara del duque Ulresile se marchitaba lentamente, como una flor recién arrancada. La expresión arisca y velada del nuevo duque Walen no varió. El comandante Adlain lo observaba todo con expresión fascinada y con una minúscula sonrisa en los labios, mientras alternaba alguna que otra mirada con Ulresile.
—Oelph —oí decir a la doctora, y se volvió hacia mí—. Oelph —volvió a decir, y alargó una mano en mi dirección. Seguía muy sonriente—. ¡Este es el gaan Kuduhn, de Drezen! Gaan Kuduhn —le dijo al extranjero—. Bla, bla Oelph (así me sonó a mí) —le dijo. Recordé que la doctora me había explicado que un gaan era una especie de diplomático a tiempo parcial.
El espigado y broncíneo caballero volvió a quitarse el artefacto de la nariz y se inclinó ante mí.
—Ehstoy ehncantado de conocerla, Welph —dijo lentamente en algo parecido al haspidiano.
—¿Cómo estáis, caballero Kuduhn? —dije, con otra reverencia.
La doctora se lo presentó también al duque Ormin. El gaan conocía ya a Walen, a Ulresile y al comandante de la Guardia.
—El gaan viene de una isla del mismo archipiélago que la mía —dijo la doctora. Parecía emocionada y un poco alterada—. El antiguo duque Walen lo invitó aquí desde Cuskery para hablar de la posibilidad de entablar relaciones comerciales. Tomó una ruta muy diferente a la mía, pero parece haber tardado casi tanto tiempo como yo en llegar. Ha estado fuera de allí mucho tiempo, así que no trae muchas noticias nuevas, ¡pero es maravilloso volver a oír hablar en drezení! —Se volvió de nuevo hacia él mientras decía—: Creo que voy a intentar persuadirlo para que se quede y establezca una auténtica embajada. —Volvió a hablar en aquel galimatías.
Ulresile y Walen se miraron. El comandante Adlain levantó la mirada hacia el techo del gran salón un instante y luego emitió un pequeño silbido.
—En fin, caballeros —les dijo a los tres duques—. Creo que aquí estamos un poco de más, ¿no os parece?
El duque Ormin emitió un distraído «mmm». Los otros dos fulminaron a la doctora con la mirada y miraron al gaan Kuduhn con algo que parecía decepción, aunque en el caso del duque Walen no requirió de modificación alguna de su expresión habitual.
—Por muy fascinante que pueda ser esta conversación en una lengua extranjera, tengo otros asuntos que atender —dijo Adlain—. Si me disculpáis… —Se despidió de los duques con un gesto de cabeza y se alejó, no sin antes hacer una seña a los dos fornidos capitanes de la guardia, que se marcharon tras él.
—Duque Walen, duque Ulresile —dijo la doctora sin dejar de sonreír—. Muchas gracias. Os agradezco muchísimo que hayáis pensado en presentarme al gaan sin perder un instante.
El nuevo duque Walen guardó silencio. Ulresile pareció tragarse una respuesta amarga.
—Un placer, señora.
—¿El gaan tiene prevista una audiencia con su majestad? —preguntó ella.
—No, no está prevista —dijo Ulresile.
—En tal caso, ¿os importa que os lo arrebate un rato? Tenemos tantas cosas de que hablar…
Ulresile inclinó la cabeza y esbozó una sonrisilla tensa.
—Por supuesto. Como si estuvierais en vuestra casa.
Amo, pasé una campanada y media con la doctora y su nuevo amigo en una alcoba de la galería del patio de los Cantos, y no aprendí nada nuevo, aparte de que los nativos de Drezen hablan como si el mundo fuera a acabarse en cualquier momento y que a veces toman su vino con agua y un poco de azúcar. El gaan Kuduhn tenía una audiencia con el rey aquella tarde y pidió a la doctora que hiciera de intérprete para él, puesto que su imperial era poco mejor que su haspidiano. Ella accedió gustosa.
Aquella tarde, fui a ver al boticario Shavine para comprar productos químicos y otras cosas para el taller de la doctora. Cuando me marché, mi señora estaba vistiéndose y preparándose con enorme cuidado para la audiencia del gaan Kuduhn. Estaba radiante. Al preguntarle si me necesitaría, me respondió que no hasta la noche.
Hacía un día excelente, muy cálido. Emprendí la larga caminata hasta la botica y al atravesar los muelles me acordé de aquella noche de tormenta, medio año atrás, cuando había estado buscando a los niños a los que habíamos enviado a comprar hielo. Recordé a los niños de la abarrotada y mugrienta habitación de la casa del barrio pobre y la terrible fiebre que se había llevado a la pequeña enferma a pesar de todos los esfuerzos de la doctora.
Los muelles olían a pescado, a alquitrán y a mar.
Cargado con una cesta de tarros de arcilla y tubos de cristal, embalados en paja, paré en una taberna. Probé a echarle un poco de agua y de azúcar al vino, pero el resultado no fue de mi agrado. Estuve algún tiempo allí sentado, sin más, contemplando la calle por la ventana abierta. Volví a palacio alrededor de la cuarta campanada de la tarde.
La puerta de los aposentos de la doctora estaba abierta. Eso no era habitual. Vacilé un momento antes de seguir adelante, invadido de repente por una sensación de temor. Al entrar, vi que había un par de botas cortas de vestir y una media capa formal en el suelo del salón. Dejé la cesta con los productos químicos y los ingredientes sobre la mesa y me dirigí al taller, donde se oía una voz.
La doctora estaba allí, sentada y con los pies apoyados en la mesa del taller, con los talones descalzos sobre una resma de papeles, las piernas expuestas hasta las rodillas y el cuello de su traje desabrochado hasta el pecho. El largo cabello pelirrojo le caía suelto sobre la espalda. Uno de los pebeteros colgados del techo describía pequeños círculos alrededor de su cabeza, seguido por un rastro de humo con olor a especias. El gastado y viejo cuchillo descansaba sobre el banco, junto a su codo. Ella tenía una copa en la mano. Su cara estaba colorada alrededor de los ojos. Tuve la impresión de que había estado hablando sola. Se volvió hacia mí y me clavó una mirada acuosa.
—Ah, Oelph —dijo.
—¿Señora? ¿Os encontráis bien?
—Eh… La verdad es que no, Oelph. —Levantó una jarra—. ¿Te apetece un trago?
Miré a mi alrededor.
—¿Queréis que cierre la puerta?
Pareció meditarlo un momento.
—Sí —dijo—. Cerrar la puerta parece estar en el orden del día. ¿Por qué no? Luego vuelve y tomaremos un trago. Es muy triste beber sola.
Fui a cerrar la puerta, busqué una copa y llevé otra silla al taller para sentarme con ella. Me sirvió un poco de licor en la copa.
Miré el recipiente. El líquido no olía a nada.
—¿Qué es esto, señora?
—Alcohol —dijo ella—. Casi puro. —Lo olió—. Aunque tiene un bouquet muy intrigante.