—Señora, ¿no es esta la destilación que nos prepara el boticario real?
—La misma —dijo ella antes de tomar un trago de su copa.
Le di un sorbito a la mía, me puse a toser y traté de no vomitar el líquido.
—Un poco fuerte, ¿no? —dije con voz ronca.
—Como tiene que ser —repuso ella con voz taciturna.
—¿Qué pasa, señora?
Me miró. Tras un momento, dijo:
—Soy una mujer muy estúpida, Oelph.
—Señora, sois la mujer más inteligente y sabia que he conocido nunca, y de hecho, una de las personas más inteligentes y sabias que he conocido jamás.
—Eres demasiado bueno, Oelph —dijo con la mirada perdida dentro de su copa—. Pero a pesar de eso, sigo siendo una tonta. Nadie es listo en todos los sentidos. Es como si todos tuviéramos que ser unos estúpidos en algo. Yo me he comportado como una estúpida con el rey.
—¿Con el rey, señora? —pregunté, preocupado.
—Sí, Oelph. Con el rey.
—Señora, estoy convencido de que el rey, que es una persona considerada y comprensiva, no os tendrá en cuenta lo que hayáis podido hacer. Seguro que la ofensa, si es que lo ha sido, es mucho más importante para vos que para él.
—Oh, no ha sido una ofensa, Oelph, solo… una estupidez.
—Me cuesta creerlo, señora.
—Y a mí. Pero es un hecho.
Tomé el más ínfimo de los tragos de mi copa.
—¿Podéis contarme lo que ha ocurrido, señora?
Me dirigió de nuevo una mirada vacilante.
—¿Me prometes que mantendrás lo que te cuente en…? —empezó a decir, y debo confesar que el corazón se me vino abajo al escuchar estas palabras. Pero sus siguientes palabras me salvaron de una extensión aún mayor de mi perjurio y mi traición, o una avalancha gratuita de confesiones propias—. Oh, no —dijo mientras sacudía la cabeza y se frotaba la cara con la mano que no sujetaba la copa—. No, da igual. La gente se enterará si el rey quiere. Y es lo mismo. ¿A quién le importa?
No dije nada. La señora se mordió el labio inferior y luego tomó otro trago. Me sonrió con tristeza y dijo:
—Le he dicho al rey lo que siento por él, Oelph —dijo, y suspiró. Se encogió de hombros, como si quisiera decir «bueno, ahí lo tienes».
Bajé la mirada hacia el suelo.
—¿Y qué es, señora? —pregunté con voz queda.
—Pensaba que lo habrías deducido, Oelph —dijo.
Me di cuenta de que también yo me estaba mordiendo el labio inferior. Tomé un trago, por hacer algo más que nada.
—Estoy seguro de que ambos amamos al rey, señora.
—Todo el mundo ama al rey —respondió ella amargamente—. O dice que lo ama. Es lo que se supone que deben sentir, y lo que están obligados a sentir. Yo siento otra cosa. Algo que no se puede demostrar sin incurrir en una terrible demostración de estupidez y falta de profesionalidad, cosa que yo he hecho. Tras la audiencia con el gaan Kuduhn… ¿Sabes que creo que ese viejo bastardo de Walen creía que me estaba tendiendo una trampa? —se interrumpió. Yo volví a toser. No estaba acostumbrado a oír palabras malsonantes en boca de la doctora. Me provocaba una gran desazón—. Sí —dijo—. Creo que pensaba que no soy… que soy… Bueno, el caso es que fue después de la audiencia con el gaan. Estábamos solos, él y yo. Le dolía el cuello. No sé —dijo con tono de miseria—. Puede que estuviera alterada por haber conocido a alguien de mi hogar.
De repente se echó a llorar, y al levantar la cabeza, vi que estaba inclinándose hacia delante y tenía la cabeza cerca de las rodillas. Dejó violentamente la copa sobre el banco y se sujetó la cabeza con las manos.
—Oh, Oelph —susurró—. He hecho cosas tan horribles…
Me quedé mirándola, mientras me preguntaba a qué, en el nombre de la Providencia, podía estar refiriéndose. Ella sorbió por la nariz, se limpió la cara con la manga y alargó la mano hacia la copa. Vaciló un instante al pasar junto a la vieja daga y entonces cogió la copa y se lo llevó a los labios.
—No puedo creer que lo haya hecho, Oelph. No puedo creer que se lo haya dicho. ¿Y sabes lo que me respondió él? —preguntó con una sonrisa desesperanzada y vacilante. Sacudí la cabeza.
—Me dijo que lo sabía, por supuesto. ¿Acaso pensaba que era un estúpido? Y, oh, se sentía halagado, pero que responderme sería aún más imprudente por su parte de lo que lo había sido por la mía hacer la declaración. Además, a él solo le gustan las mujeres bonitas, exquisitas, delicadas y sin ningún cerebro, solo se siente cómodo con ellas. Eso es lo que le gusta. Nada de astucia, ni de inteligencia, y desde luego nada de instrucción. —Resopló—. Vacuidad. Eso es lo que quiere. ¡Un bonito rostro como fachada para una cabeza hueca! ¡Ja! —Apuró lo que le quedaba en la copa y luego, al rellenarla con la jarra, vertió un poco de licor sobre su vestido y sobre el suelo—. Si serás cretina, Vosill… —masculló para sí.
La sangre se me había helado al escuchar sus palabras. Sentí ganas de abrazarla, de acercarme a ella, de cogerla entre mis brazos… Y al mismo tiempo deseé encontrarme en cualquier otro lugar que no fuera aquel.
—Bueno, si lo que quiere es estupidez… Oh, ¿no ves la ironía, Oelph? —dijo—. La única cosa realmente estúpida que he hecho desde que llegué aquí ha sido decirle que lo amo. Ha sido una absoluta, total, completa y definitiva demostración de imbecilidad y, a pesar de ello, no ha sido bastante. Él quiere una anulación del intelecto a jornada completa. —Miró dentro de su copa—. No puedo decir que lo culpe por ello. —Bebió. Empezó a toser y tuvo que dejar la copa en el banco. La base tropezó con la daga y el recipiente se inclinó y cayó al suelo, donde se hizo añicos y derramó el alcohol sobre los tablones. La señora bajó los pies del banco, los colocó debajo de la silla en la que estaba sentada y, con las manos en la cabeza, encogió el cuerpo y se echó a llorar.
—Oh, Oelph —lloró—. ¿Qué he hecho? —Empezó a balancearse adelante y atrás en su asiento, con la cara enterrada en las manos y sus largos dedos alrededor de su cabellera rojiza, como los barrotes de una jaula—. ¿Qué he hecho? ¿Qué he hecho?
Yo estaba aterrorizado. No sabía qué hacer. Me había sentido tan maduro, tan adulto, tan capaz y controlado durante las dos últimas estaciones… Pero ahora volví a sentirme como un niño, totalmente incapaz de saber cómo responder frente al dolor y la congoja de un adulto.
Titubeé, dominado por la creciente y espantosa certeza de que lo que hiciera a continuación, fuera lo que fuese, sería un error, un completo error, y que sufriría por ello más tiempo y con mayor intensidad que la doctora, pero finalmente, mientras ella seguía columpiándose adelante y atrás y gemía de forma lastimera para sí, dejé la copa en el suelo, me levanté de mi asiento y me arrodillé a su lado. Alargué una mano y la posé delicadamente sobre su hombro. No reaccionó. Dejé que mi mano siguiera sus movimientos de balanceo y luego la extendí sobre sus hombros. Por alguna razón, al tocarla de aquella manera, se me antojó más pequeña de lo que siempre me había parecido.
Ella seguía sin pensar que hubiese cometido ninguna terrible trasgresión por haberla tocado, así que, haciendo acopio de valor, la cogí por la nuca, me acerqué a ella y la rodeé con los dos brazos. La abracé, detuve delicadamente sus movimientos, percibí la calidez de su cuerpo y probé el dulce aroma de su aliento. Ella se dejó abrazar.
Estaba haciendo lo que había imaginado apenas momentos antes, lo que había imaginado durante el último año, algo que nunca, nunca pensé que pudiera llegar a ocurrir, algo con lo que había soñado noche tras noche, estación tras estación, y algo que había esperado, y aún esperaba, que condujera a un abrazo todavía más íntimo, por mucho que me hubiese parecido, y aún me pareciese, de una imposibilidad casi absurda.