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DeWar esperaba que RuLeuin hubiese captado la irritación del tono de su hermano y se contuviera, pero este continuó:

—Bueno, en tal caso —dijo—, lo único que se puede hacer, que no lo mejor, es que te marches a Ladenscion. Para tomar las riendas de la guerra y tener menos tiempo para las preocupaciones que te está causando la enfermedad del muchacho.

DeWar, sentado justo detrás de UrLeyn a la cabecera de la mesa de los mapas, pudo ver que algunos de los presentes miraban a RuLeuin con una expresión de desaprobación e incluso leve desdén.

UrLeyn sacudió la cabeza furiosamente.

—Por la gran Providencia, hermano, ¿por quién me tomas? ¿Es que acaso nos criaron a alguno de los dos con tal carencia de sentimientos? ¿Acaso tú puedes conectar y desconectar tus emociones? Yo no, y miraría con la máxima de las sospechas a cualquier hombre que asegurara que es capaz de hacerlo. No sería un hombre, sino una máquina. Un animal. Providencia, hasta los animales tienen sentimientos. —Recorrió con la mirada a todos los presentes en la mesa, como si estuviera desafiándolos a hacer una afirmación de semejante frialdad—. No puedo dejar al niño así. Ya lo intenté, como tal vez recuerdes, y tuve que regresar. ¿Preferirías que me marchara y pasara día y noche preocupado? ¿Querrías que me fuera a Ladenscion dejando mi corazón aquí, y que me pusiera al mando de las operaciones sin poder prestarle toda mi atención a la tarea?

Finalmente, RuLeuin pareció darse cuenta de que era mejor guardar silencio. Apretó los labios y se dedicó a estudiar el mapa que tenía delante.

—Estamos aquí para hablar de lo que ha de hacerse con esta condenada guerra —dijo UrLeyn con un ademán hacia el mapa de Tassasen desplegado en el centro de la gran mesa—. Las condiciones de mi hijo me obligan a permanecer en Crough, pero por lo demás no tienen influencia alguna en esta reunión. Agradeceré que no volváis a mencionar el tema. —Fulminó con la mirada a RuLeuin, quien continuaba con los ojos clavados en el mapa y los labios apretados—. Y ahora, ¿alguien tiene algo útil que decir?

—¿Qué se puede decir, señor? —dijo ZeSpiole—. Estas últimas noticias no revelan gran cosa. La guerra continúa. Los barones quieren conservar lo conseguido. Estamos demasiado lejos como para hacer gran cosa. A menos que accedáis a lo que piden los rebeldes.

—Eso no es de mucha más ayuda que lo anterior —dijo UrLeyn al comandante de la Guardia con tono de impaciencia.

—Podemos enviar más tropas —dijo YetAmidous—. Pero yo no lo recomendaría. Ya nos quedan muy pocas en la capital y las demás provincias están casi vacías.

—Es cierto, señor —dijo VilTere, un joven comandante provincial al que se había llamado a la capital con una compañía de artillería ligera. El padre de VilTere había sido camarada de UrLeyn en la guerra de sucesión y el Protector lo había invitado a la reunión—. Si utilizamos demasiadas tropas para castigar a los barones, otros podrían sentirse alentados a imitar su ejemplo por la ausencia de fuerzas en las provincias.

—Si castigamos a los barones con la suficiente severidad —dijo UrLeyn—, es posible que esos «otros» se den cuenta de que semejante curso de acción es una necedad.

—En efecto, señor —dijo el comandante provincial—, pero primero debemos hacerlo y ellos deben enterarse.

—Se enterarán —dijo UrLeyn con voz torva—. He perdido la paciencia con esta guerra. No aceptaré otra cosa que una victoria total. No se entablarán más negociaciones. Informaré a Simalg y Ralboute de que lo único que deben hacer es capturar a los barones y, una vez que lo hayan hecho, enviarlos aquí como vulgares ladrones, solo que mejor custodiados. Han de tratarlos con la máxima severidad.

BiLeth puso cara de consternación. UrLeyn se percató de ello.

—¿Sí, BiLeth? —preguntó.

El ministro de Asuntos Exteriores palideció aún más.

—Es… —empezó a decir—. Eh… bien…

—¿Qué ocurre, hombre? —gritó UrLeyn. El ministro de Asuntos Exteriores dio un respingo en su asiento y su larga cabellera entrecana ondeó un instante.

—¿Estáis…? ¿Está el Protector del todo…? La cuestión, señor, es que…

—¡Por la gran Providencia, BiLeth! —rugió UrLeyn—. No irás a llevarme la contraria, ¿verdad? Por fin has encontrado una pizca de valor, ¿eh? Me pregunto de qué remoto infierno la has sacado.

BiLeth empalideció.

—Suplico al Protector que me perdone. Solo me atrevería a rogarle que reconsiderara la idea de tratar a los barones de esa manera —dijo, con una expresión entre desesperada y angustiada en el rostro enjuto.

—¿Y cómo cono debería tratar a esos bastardos? —preguntó UrLeyn con voz baja pero temblorosa de desprecio—. Nos declaran la guerra, nos toman por tontos, llenan nuestro país de viudas… —Dio un puñetazo en la mesa que hizo que los bordes del mapa se levantaran—. ¿Cómo, en el nombre de todos los viejos dioses, se supone que tengo que tratar a esos hijos de puta?

BiLeth parecía a punto de echarse a llorar. Hasta DeWar lo sentía un poco por él.

—Pero, señor —dijo el ministro con una vocecilla—, algunos de ellos están emparentados con la familia real de Haspide. Hay cuestiones de etiqueta diplomática que deben respetarse al tratar con la nobleza, aunque sea una nobleza levantisca. Si conseguimos capturar a uno solo de ellos y lo tratamos bien, es posible que lo atraigamos a nuestro lado. Comprendo…

—Comprendéis muy pocas cosas, señor mío, según se ve —dijo UrLeyn con voz rebosante de desprecio. BiLeth pareció encogerse en su asiento—. No pienso seguir discutiendo de cuestiones de etiqueta —dijo escupiendo esta última palabra—. Es evidente que esa chusma ha estado burlándose de nosotros. Se comportan como una mujer seductora, nuestros orgullosos barones. Como una coqueta. Sugieren que podrían llegar a rendirse si los tratamos un poco mejor, que serán nuestros si los cortejamos un poco más, si encontramos en nuestros corazones y nuestros bolsillos lo necesario para hacerles unos pocos regalos más, algunas muestras de estima más. Sí, y en ese caso nos abrirán las puertas, nos ayudarán con sus amigos más pertinaces, y al fin veremos que toda la resistencia ofrecida hasta el momento no ha sido más que una farsa, una bonita lucha que han tenido que librar por el bien de su honor virginal. —Volvió a aporrear la mesa—. ¡Pues no! ¡Es la última vez que nos toman el pelo! ¡Lo próximo que tomaremos serán sus cabezas, entregadas al verdugo como si fueran vulgares asesinos y luego incineradas en público!

YetAmidous dio una palmada sobre la mesa y se levantó de su asiento.

—¡Bien dicho, señor! ¡Ese es el espíritu que nos hace falta!

ZeSpiole observó cómo se encogía BiLeth un poco más en su asiento, e intercambió una mirada con RuLeuin, quien se volvió hacia el suelo. El comandante de la Guardia apretó los labios y estudió el mapa. Los demás oficiales presentes —generales de menor rango, consejeros y ayudantes de campo— se entretuvieron de diversas formas, pero ninguno de ellos se atrevió a mirar directamente al Protector ni a decir nada que contradijera sus opiniones.

UrLeyn contempló sus rostros con una expresión de burlona admonición.

—Bueno, ¿es que no hay nadie que tome partido por mi ministro de Asuntos Exteriores? —dijo con un ademán dirigido a la menguante figura que era BiLeth—. ¿Ha de permanecer solo y sin ayuda en esta campaña?

Nadie dijo nada.

—¿ZeSpiole? —preguntó el general.

El comandante de la Guardia levantó la mirada.

—¿Señor?

—¿Crees que tengo razón? ¿Tendría que negarme a entablar más negociaciones con los barones rebeldes?

ZeSpiole inhaló profundamente.

—Creo que amenazar a los barones, tal como habéis dicho, puede resultar fructífero, señor.