—Si hubiese sido un niño de tu misma edad…
—Ah, así que puedes compartir lo que me ocurrió. Ya veo. Qué bien. Es un consuelo.
—Perrund, dime lo que quieras. Cúlpame si eso te sirve de algo, pero, por favor, tienes que creer que yo…
—¿Creer qué, DeWar? Creo que lo sientes por mí, pero tu simpatía me escuece como la sal de una lágrima en una herida, porque soy un fantasma orgulloso. Oh, sí, un fantasma muy orgulloso. Soy una sombra enfurecida, y culpable también, pues he acabado por admitir en mi fuero interno que me siento resentida por lo que le pasó a mi familia porque me hace daño, porque me criaron para esperar que todo se hiciera por mí.
»Yo amaba a mis padres y a mis hermanas a mi manera, pero no era un amor desinteresado. Los amaba porque ellos me amaban y me hacían sentir especial. Era su niña, su criatura única. Por culpa de su devoción y su protección, no aprendí ninguna de las lecciones que los niños suelen aprender, sobre el mundo real, sobre la forma en que los niños son utilizados en él, hasta la mañana en la que todas las ilusiones que albergaba me fueron arrancadas y me vi obligada a afrontar la verdad.
»Me había acostumbrado a esperar lo mejor de todo. Había terminado por creer que el mundo me trataría siempre como había hecho en el pasado y que aquellos a los que amaba estarían allí siempre para amarme a cambio. La furia que siento por lo que le pasó a mi familia se debe en parte a esas expectativas, a la profanación y aniquilación de esas hermosas certezas. He ahí mi culpa.
—Perrund, esa no es razón para sentirse culpable. Lo que sientes es lo que cualquier niño decente siente al percatarse de lo egoísta que ha sido cuando era más pequeño, un egoísmo que es innato en la infancia, sobre todo cuando ha sido una infancia llena de amor. Este momento de comprensión llega, se vive con intensidad y luego se hace a un lado. Lo que ocurre es que tú no has podido superarlo por culpa de lo que te hicieron aquellos hombres, pero…
—¡Oh, para, para! ¿Crees que no sé todo eso? ¡Lo sé, pero soy un fantasma, DeWar! Lo sé pero no puedo sentir, no puedo aprender, no puedo cambiar. Estoy atrapada, estoy clavada en aquel momento, en aquel suceso. Estoy condenada.
—Nada de lo que yo pueda hacer o decir cambiará lo que te pasó, Perrund. Solo puedo escuchar, solo puedo hacer lo que tú me permitas hacer.
—¿Oh, acaso te atormento? ¿Es que te he convertido en una víctima, DeWar?
—No, Perrund.
—No, Perrund. No, Perrund. Ah, DeWar, el lujo de poder decir que no.
Él cayó a su lado entonces, medio de rodillas, medio en cuclillas, muy cerca de ella pero sin llegar a tocarla, con una rodilla junto a la de la concubina, con el hombro junto a su cadera, con las manos al alcance de las manos de ella. Estaba lo bastante cerca como para oler su perfume, para sentir el calor de su cuerpo, para percibir el aliento cálido que salía trabajosamente por su nariz y su boca entreabierta, para que una lágrima caliente cayera sobre su puño cerrado y rociara sus mejillas de diminutas gotitas. Mantuvo la cabeza gacha y cruzó las manos sobre la rodilla levantada.
El guardaespaldas DeWar y la concubina Perrund se encontraban en uno de los lugares más recónditos del palacio. Era un antiguo escondrijo situado en uno de los pisos inferiores, un espacio del tamaño de un armario que conducía a una de las salas públicas de la mansión original sobre la que se había erigido el gran edificio.
Conservadas por razones más sentimentales que prácticas por el primer monarca de Tassasen, y por una especie de indiferencia por todos sus sucesores, las habitaciones que tanto habían impresionado al primer rey habían sido consideradas demasiado pequeñas e indignas por las posteriores generaciones, y en la actualidad se utilizaban solo como almacenes.
La diminuta alcoba se había utilizado en su día para espiar. Desde allí se podía escuchar lo que pasaba en la sala contigua. A diferencia del cuartillo del que DeWar había emergido para atacar al asesino de la Compañía del Mar, este no estaba concebido para un centinela, sino para un noble, así que podía sentarse allí, conectado únicamente a la sala pública por un agujerillo en la mampostería —oculto a buen seguro tras un tapiz o una pintura— y escuchar lo que sus invitados decían sobre él.
Perrund y DeWar habían acabado allí después de que ella le pidiera que le enseñara aquellas partes del palacio que hubiese descubierto durante los vagabundeos que sabía que solía realizar. Al ver aquella minúscula habitación había recordado de repente el compartimiento secreto de su casa en el que sus padres la habían ocultado al llegar los saqueadores, durante la guerra de sucesión.
—Si supiera quiénes eran esos hombres, DeWar, ¿serías mi campeón? ¿Vengarías mí honor? —le preguntó.
DeWar levantó la mirada hacia ella. Sus ojos parecían extraordinariamente brillantes en la penumbra de aquel escondrijo.
—Sí —dijo—. Si supieras quiénes eran. Si estuvieras segura. ¿Me pedirías que lo hiciera?
Ella sacudió la cabeza furiosamente. Se limpió las lágrimas con la mano.
—No. Y, de todos modos, aquellos a los que pude identificar ya están muertos.
—¿Quiénes eran?
—Hombres del rey —dijo mientras apartaba la mirada de DeWar como si quisiera hablar por el agujerillo desde el que aquel noble del pasado había espiado a sus invitados—. Hombres del viejo rey. Uno de sus comandantes, un barón, y sus hombres. Habían dirigido el asedio y la toma de la ciudad. Parece ser que eran sus favoritos. Quienquiera que fuese su espía les había dicho que en la casa de mi padre estaban las chicas más bonitas. Fueron allí primero y mi padre trató de ofrecerles dinero para que se marcharan. Se lo tomaron a mal. ¡Un mercader ofreciéndole dinero a un noble! —Se miró el regazo, donde descansaba la mano sana, todavía humedecida por las lágrimas, junto a la otra en su cabestrillo—. Acabé por averiguar sus nombres, todos nobles, en cualquier caso. Murieron en la guerra. Cuando me enteré de la muerte de los primeros, traté de decirme que me sentía bien, pero la verdad es que no. No podía. No sentí nada. Aquel día decidí que estaba muerta por dentro. Que habían plantado la muerte en mi interior.
DeWar esperó un largo rato antes de decir, en voz baja:
—Y sin embargo estás viva, y has salvado la vida de quien puso fin a la guerra y trajo un gobierno mejor. Ya no tienen derecho a…
—Ah, DeWar, los fuertes siempre tienen derecho sobre los débiles, y los ricos sobre los pobres, y los poderosos sobre aquellos que carecen de poder. Puede que UrLeyn haya puesto las leyes por escrito y haya cambiado algunas de ellas, pero las leyes que nos convierten en animales corren por dentro. Los hombres se disputan el poder, se pavonean, hacen desfiles, impresionan a sus iguales con sus posesiones y toman a todas las mujeres que pueden. Nada de eso ha cambiado. Puede que ahora usen armas en lugar de manos y dientes, puede que utilicen a otros hombres y que expresen su dominación por medio del dinero, en lugar de otros símbolos de poder y majestad, pero…
—Y sin embargo —insistió DeWar— sigues viva. Y hay gente que te tiene el máximo aprecio y que siente que su vida es mejor por el hecho de haberte conocido. ¿No dirías que has encontrado una forma de paz y tranquilidad aquí, en el palacio?
—En el harén del jefe —dijo ella, aunque con algo que sonaba más a un desdén medido que a la furia que antes había contenido su voz—. Como una lisiada a la que se conserva por simpatía en la colección de hembras para el macho dominante de la manada.
—Oh, vamos. Puede que actuemos como animales, en especial los hombres. Pero no somos animales. Si lo fuésemos, no nos avergonzaríamos de actuar así. Y además, algunos no actúan así, y son el ejemplo que se debe seguir. ¿Dónde está el amor en el lugar en el que dices estar ahora? ¿No te sientes siquiera un poco amada, Perrund?