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Aquí no recuerdo si fui yo quien se detuvo o ella quien interrumpió en mitad de la frase.

– … Más mala que una víbora, así era su hermana, hijita. Y ni falta que hace que me explique cómo eran sus relaciones con ella. Tuve día y medio para aguaitarlas a ustedes a bordo de aquel barco platudo y yo soy perro viejo, no se me engaña muy fácil que digamos. -Me alarmé al oír esto, naturalmente. A lo mejor me estaba pasando de lista, y doña Cristina leía en mí como en un libro abierto. Sin embargo, sus próximas palabras me dieron cierta esperanza.

»-Sus relaciones con su querida hermana eran tan malas como las del resto de nosotros, aún peores, diría yo. Por eso comprendo perfectamente lo que me dice de su espíritu. Además, que las ánimas de la mala gente descansen en paz es más importante que lo hagan las de las personas buenas. Al fin y al cabo éstas ya están en armonía con el Más Allá. En cambio, aquel que fue tremendo bicho en vida, es peor todavía como alma en pena, si lo sabré yo.

Dijo esto y se quedó pensativa, por lo que no pude evitar preguntarme en qué oscuros fantasmas propios estaría pensando. Seguramente, una mujer con tanto pasado como ella tendría más de un esqueleto en el armario y alguna que otra alma errabunda perturbando sus noches. Pero sea cual fuere aquel espíritu, lo cierto es que se convirtió en un inesperado aliado mío, porque lo siguiente que dijo la doña fue:

– Cuente conmigo, hijita. Entiendo perfectamente su preocupación. ¿En qué puedo ayudarla?

– Gracias, se lo agradezco no sabe cómo. Para empezar, me gustaría hacerle una pregunta muy concreta: ¿Habló usted con mi hermana después del almuerzo o en algún momento cercano a la hora en que se produjo su muerte?

– No -contestó ella de modo rotundo.

Primera mentira, pensé yo, recordando que su propia hija me había dicho que sí lo hizo y durante un buen rato además. Visto lo visto, decidí no seguir por esa línea sino utilizar el segundo truco que tan buen resultado me había dado en interrogatorios anteriores, ese que consiste en preguntar a los sospechosos no por acciones propias, sino por las ajenas.

– Y dígame, ya que mi hermana era… bueno, ya sabemos cómo y por tanto hizo daño a muchas personas, a todos nosotros en realidad, ¿cree usted que alguien pudo querer matarla?

Doña Cristina achinó los ojos y luego juntó las yemas de sus dedos de un modo sacerdotal que me recordó más aún a la emperatriz aquélla de 55 días en Pekín antes de decir:

– No es mi intención, niña, hacerle ahora un discursito sobre el bien y el mal, no es mi estilo hacer filosofías, yo no sé filosofar, pero le voy a decir una cosa: se mata más por amor que por odio en esta vida. En cuanto a buenos y malos, no creo en semejante distinguimiento. Las personas buenas hacen cosas que le dejan a uno boquiabierto de vez en cuando, mientras que las malas… hasta un reloj parado da la hora exacta dos veces por día, ¿no le parece?

Lo que a mí me parecía era que tanto una afirmación como la anterior sonaban extrañas o cuanto menos paradójicas, por lo que merecían una explicación más extensa. Así se lo dije y ella sonrió al responder:

– En lo que se refiere a la primera, no se trata de ninguna paradoja como usted dice, sino de una verdad muy simple. Se mata con más frecuencia por amor que por odio porque son las personas que queremos quienes más daño nos pueden hacer ¿no'scierto? Nada que ver con las que uno no quiere nada. Puede ocurrir además que se acabe matando a una persona, precisamente porque uno la quiere mucho. Y es que el amor es algo terrible, niña. Pero bueno, ya le dije que no me gusta filosofar. ¿Qué estaba diciendo, por dónde iba? Ah sí, hablábamos, en general, de que las personas buenas a veces hacen cosas tremendas que le dejan a una sorprendidísima. Pero seguro que sobre ese punto no es necesario que le explique más, pasa todos los días. Ni los buenos son buenos todo el tiempo, ni los malos son…

– Me ha gustado mucho la frase ésa del reloj -la interrumpí-. ¿Cómo era? ¿Me la puede repetir?

Madame Serpent se encogió levemente de hombros y luego dijo:

– Supongo que ahora con los relojes que no tienen agujas la cosa cambia y un reloj parado sólo da la hora exacta una vez por día, a diferencia de los clásicos, que la dan dos. Pero qué importa, niña, sea una o sean dos, lo que apunta ese sabio refrán está muy clarito. El ser humano es tan imprevisible que igual que una persona bondadosa e íntegra puede hacer, de pronto, algo inexplicablemente cruel, lo mismo ocurre al revés. Por eso, a lo mejor, su hermana de usted, que era grandísima víbora, hizo algo lindo antes de morir que nosotros desconocemos. Sí, es muy probable. Ahora que lo pienso, estoy casi segura. Y ésa es la explicación de que no se le haya manifestado la difunta como alma en pena.

Yo sentía gran admiración por madame Serpent, pero con esta explicación me pareció que empezaba a desbarrar seriamente. No era de espíritus ni de almas errabundas de lo que deseaba hablar, en absoluto, de modo que decidí reconducir el tema y hacerle una pregunta más directa.

– Mire, doña Cristina, la considero a usted muy observadora y buena juez de la naturaleza humana, de ahí que me voy a permitir preguntarle algo más comprometido: ¿Si tuviera que señalar a uno de nosotros como sospechoso de la muerte de mi hermana, a quién elegiría?

Ella achinó por segunda vez los ojos y luego tardó varios segundos en contestar. El tiempo suficiente para que yo recordara otra de las cosas que me había dicho su hija Sonia días atrás, me refiero a eso de que todo el mundo miente. Y puesto que madame Serpent me había mentido ya al menos una vez al negar que había hablado con Olivia, ¿no eran mayores aún las posibilidades de que volviera a hacerlo al contestar la pregunta tan directa que le había planteado?

– El doctor Fuguet o Vlad Romescu -pronunció doña Cristina muy despacio, y el sonido del primer nombre, y no digamos el del segundo, me produjo ese no siempre agradable tumulto interior que llaman mariposas en el estómago.

– ¿Cómo dice? -pregunté, y ella sonrió, supongo que notando mi turbación.

– Ya me oyó, niña. Usted pide los nombres de mis candidatos a asesino y se los estoy dando bien clarito. Suponiendo que alguien matara a su hermana, para mí los que tenían más razones (y también oportunidad) de hacerlo eran ellos.

Descarté por un momento el nombre de Pedro Fuguet, pero no así el de Vlad.

– ¿Pero por qué él?, ¿por qué Vlad y cuáles podrían ser sus motivos? -pregunté, y yo misma me di cuenta de que mi tono era innecesariamente apremiante.

– La razón, tanto de uno como de otro, es la misma que le he dado hace un rato. Porque se mata más por amor que por odio.

– ¿Usted piensa que Vlad amaba a Olivia? Ni hablar, no lo creo ni por un minuto. Es gay -añadí sintiendo cómo, el pronunciar ese tan socorrido eufemismo inglés que significa «alegre», me hacía sentir todo lo contrario.

– Ágata -replicó entonces la doña usando por primera y única vez en toda la conversación mi nombre de pila-, no me sea antigua ni fundamentalista, como se dice ahora, señorita, parece mentira.

– ¿Cómo dice?

Madame Serpent juntó las yemas de los dedos del mismo modo sacerdotal en que lo había hecho antes y luego comenzó a hablar.

– Mire muchacha, creo que usted ya es grande como para que tenga que hacerle un mapita de cómo son ciertas cosas en la vida. Pero como no hay más ciego que el que no quiere ver y como su ceguera es muy habitual en ese mundo necio en el que ustedes se mueven…

– ¿A quiénes se refiere?

– A todos ustedes los honorables de este mundo. A los de las viditas virtuosas, a los no pecadores, a los que creen que las cosas son sólo como se ven desde el lado de arriba de la cobija y nunca miran abajo.

– ¿Arriba y abajo de la cobija?

– Sí, querida, ésa es la verdadera línea que divide el mundo, lo demás son cojudeces. La gente piensa que el mundo se divide en ricos y pobres, en tontos y necios, en guapos y feos, pero lo cierto es que se divide también, y sobre todo, en arriba y abajo de la frazada.