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Lentamente coloqué La muerte de Roger Ackroyd encima de Némesis como dos mitades de una misma y perfecta esfera que se encuentran al fin, porque ahora sabía muy bien lo que debía hacer… No, no podía quedarme allí sentada esperando un correo del doctor Fuguet que tal vez no llegara nunca. «Tengo que ir a su casa y hablar con él», me dije. ¿Y qué método iba a utilizar esta vez con mi nuevo sospechoso? ¿El método Jacinto Benavente? ¿El de hacerme la encontradiza con él por la calle? ¿Ir quizá a su consulta fingiendo que acudía como paciente? Lo ideal, tal como había hecho con los otros invitados del Sparkling Cyanide, era visitarle en su propia casa por aquello del secreto lenguaje de los objetos. El interés de la señorita Marple por la jardinería en Némesis me dio además otra idea adicional. De la lectura del primer y ya muy lejano correo de Rapunzel recordaba la descripción de su casa y sobre todo de su pequeño jardín, que según él, era, junto a internet, su afición más preciada. Muy bien, a mí también me gustan las plantas aunque a veces se me olvide regarlas. Todo era cuestión, por tanto, de utilizar ese compartido interés nuestro para entablar conversación, muy sencillo en realidad.

Entonces, cuando ya me disponía a dejar lo que estaba haciendo para vestirme e ir al encuentro del doctor Sheppard (perdón, del doctor Fuguet, quiero decir), volví de pronto sobre mis pasos. Se me acababa de ocurrir que la señorita Marple jamás hubiera hecho lo que estaba yo a punto de hacer. Me refiero a tener un sobre dirigido a ella por la persona que desde la tumba le había encargado una investigación y ni siquiera echarle un vistazo. Me dirigí a mi mesa, abrí la caja que me había dejado Olivia, y allí estaban. Aquellas terribles fotos, me refiero. Se me antojaron centinelas que vigilaban la presencia de ese sobre con mi nombre en él. Me preguntaba ahora qué podía contener, tal vez una nota de Oli, sin duda apenas unas líneas, a juzgar por la extrema delgadez del sobre, y en efecto, cuando al abrirlo por fin pude comprobar su contenido, me di cuenta de que se trataba de un único papel, un pequeño resguardo de aspecto oficial y burocrático. «Registro de seguros de vida», podía leerse en el encabezamiento, y por encima de éste campaba el escudo del Ministerio de Justicia, seguido de una dirección, nada más. Bueno sí, también había un número de cinco cifras. Lo volteé por si hubiera algo escrito detrás; estaba en blanco. Evidentemente, lo más sencillo era acercarse a dicho registro para averiguar de qué se trataba, pero ya estaría cerrado a estas horas y, encima, hoy era viernes, qué mala suerte. Sin embargo, se me ocurrió que existía un modo bastante rápido de averiguar algo más y que no entrañaba mayor dificultad que marcar un número de teléfono. ¿Cómo se llamaba aquel original abogado de mi hermana Olivia? Seguro que él podía ayudarme y, quizá, incluso explicar qué era ese volante. Miré el reloj: las cuatro y diez, una hora posiblemente demasiado temprana para que un abogado estuviera en su bufete después de una presunta comilona con clientes. Sin embargo, tuve suerte, porque, aunque la secretaria que me atendió dijo que no había llegado aún a la oficina, se ofreció para conectarme con su móvil. A continuación quedé a la escucha de una musiquilla durante un buen rato (esta vez no era la de El golpe, por cierto, sino la de La sirenita).

– ¿Señor Müller? -dije por fin-. ¿Está usted ahí?

– Al aparato -respondió, y al oír su voz me pareció oír también un cadencioso clic, clic.

Ya me había pasado con ocasión de nuestra primera y única entrevista. Siempre que hablaba con él me lo imaginaba contando su valiosísimo tiempo (y cobrándolo, naturalmente) por minutos, por segundos incluso. Pero bueno, me dije, esto es sólo una consulta telefónica y sobre una cliente suya además, de modo que olvidemos el clicliclic.

– Plataforma vibratoria -dijo él a modo de explicación. ¿Con quién hablo?

– Soy Ágata Uriarte, señor Müller, ¿se acuerda usted de mí?

– Perfectamente, pero es Gutiérrez Müller, y de tú, ¿recuerdas? -corrigió él, poniendo especial énfasis en la pronunciación muy castiza de la z.

– Sí, claro -respondí, obediente-. Verás, te llamo por una consulta rápida, no te robaré más de un par de minutos. Resulta que recogí por fin las pertenencias de mi hermana Olivia de casa de su ex marido, tal como quedamos, y entre ellas había un sobre con una especie de volante de un ministerio o algo así. Si pudieras adelantarme qué es, me harías un gran favor porque si no, no podré salir de dudas hasta el lunes. Espera, espera, voy a leerte exactamente lo que dice.

Repetí entonces lo que había impreso en aquel escueto billete a la espera de la respuesta de Gutiérrez Müller.

– ¡Vaya, parece que estás de suerte! -dijo él-. Siempre pensé que tu hermana era una persona muy hábil, qué tía más lista. Muy buena noticia para ti, Ágata.

– ¿Para mí?

– Eres su pariente más directa, ¿no? Aunque debo decir que es una forma bastante particular de hacer las cosas…

– Perdona, pero no entiendo nada. ¿A qué te refieres?

– Me refiero a ese papelito que tienes en la mano. Está claro que es un volante con el que acceder a un registro que existe en el Ministerio de Justicia. Uno pensado para personas que desean dejar constancia de que han hecho un seguro de vida a favor de un determinado individuo.

– ¿Y eso es muy común?

– Más normal hubiera sido decírmelo a mí y no dejarlo en un registro, pero bueno. A veces se usa cuando alguien desea dejar un dinero a un beneficiario que no es su heredero directo, pero también se recurre a este método para puentear impuestos. Olivia era de esas personas que detestan Hacienda, de modo que estoy por apostar que ésa es la razón por la que lo ha hecho de este modo. Sí, le pega muchísimo. Y es muy hábil por su parte además, porque ésta es una forma perfecta de ser generosa después de muerta casi sin desembolso por su parte. Algo imprescindible en el caso de tu hermana, me temo.

– ¿Quieres decir que alguien que carece de medios económicos puede, como si dijéramos, dejar una herencia a quien elija, simplemente, al hacerlo beneficiario de su seguro?

– Bingo -respondió Gutiérrez Müller-, evidentemente que sí. Lo único que hay que procurar es poner mucha atención a las cláusulas del contrato que se pacta con la compañía aseguradora para que nada invalide la póliza o impida su pago, algo que también pasa a menudo.

– ¿Y cuáles pueden ser esas cláusulas?

– Son tantas, no sé. Está claro que no se paga lo mismo si la muerte se produce por enfermedad que si es por accidente, por ejemplo. Hay seguros que contemplan el suicidio; otros en cambio lo excluyen por completo. Todo esto se puede pactar con la aseguradora y tiene como resultado una cantidad mayor o menor para el beneficiario.

– ¿Y crees que yo puedo ser esa beneficiaría?

– Tú eres la que tiene el volante, ¿no?

Se me nublaron los ojos. ¿Era posible que Olivia hubiera hecho algo tan maravilloso por mí, por una hermana con la que nunca tuvo una relación demasiado próxima? Y de ser así ¿Por qué? ¿Qué había cambiado en ella durante el tiempo en el que apenas nos habíamos visto? ¿Habría existido una Olivia distinta a la que yo nunca llegué a conocer? Por un momento me acordé de algo que había dicho doña Cristina San Cristóbal en nuestro encuentro. Aquello de que hasta un reloj parado da la hora exacta dos veces a día.

– ¿Estás ahí, Ágata? Oye, si quieres podemos ir juntos al Registro y ver de qué tipo de póliza se trata. Mira que me extraña que Oli no me consultara para nada. Pero bueno, todo eso da igual ahora. Tengo verdadera curiosidad profesional por ver cómo hizo las cosas tu hermana. No es políticamente muy correcto decirlo, claro, pero hay que ver qué bien le ha salido la jugada. Sin ella proponérselo, por supuesto, porque una muerte por accidente es lo que más dinero da al beneficiario. Y quién iba a imaginar que muriera tan joven, por una caída estúpida, además.