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Y así fue cómo de pronto yo, la reina de los corazones solitarios, comencé mi particular semana de pasión (en el menos evangélico sentido del término), y lo hice con la recepción de esta llamada telefónica:

– ¿Ágata? ¿Ágata, eres tú? Te oigo fatal, espera, espera que voy a ver si afuera hay algo más de cobertura.

Ruido de platos, cucharillas y algarabías varias siguieron a estas palabras y, poco después, volví a oír la voz de Vlad Romescu, esta vez más nítida. Decía estar en una cafetería cercana a mi casa y me telefoneaba, tal como habíamos quedado.

– Pero es solo para saludarte, no te preocupes…

Y yo:

– ¿¡…!?

Y éclass="underline"

– … que no, descuida, puedo ir a un hotel, aún me queda algo de dinero.

Y yo:

– …,… ¡¡¡!!!

Y éclass="underline"

– Bueno, sí, si te empeñas…

Y yo:

– ¡…!

Éclass="underline"

– Vale, está bien. Pero no hace falta que vengas a buscarme, ya voy yo para allá. Yo:

_…¿¡…?!

Y por fin éclass="underline"

– ¿Segundo interior izquierda? Perfecto, ahora te veo, un beso.xxx

Si he transcrito la conversación de Vlad entera y la mía sólo con exclamaciones, puntos suspensivos y cosas así, no es por hacer un ensayo de estilo tipográfico ni por coquetería literaria sino porque me aturullé tanto al oír su voz al otro lado del teléfono que los puntos suspensivos que he puesto corresponden casi todos a tartamudeos o a tontas repeticiones. No sólo porque el aturullo parece mi estado habitual cada vez que hablo de (o peor aún con) Vlad Romescu, sino porque, mientras lo invitaba a quedarse en casa, me dio por recordar las sospechas respecto de él que madame Serpent había expresado apenas un par de días atrás. «Pero ¿qué demonios estás haciendo? -me dije aún con el auricular en la mano-. ¿De veras te conviene meter en casa a un hombre como Vlad? ¿No hubiera sido más sensato verle un rato y ya está? Porque ¿qué sabes de él en realidad? Muy poco y casi nada bueno. Que, según Olivia, por ejemplo, es un tipo dispuesto a irse a la cama con la (y también con él) primero que pasa por su lado, pero siempre que le convenga por algo. Un gigoló por tanto, un chapero también. Y según madame Serpent, es posible que, por encima de todo sea un asesino, bonita pieza.»

Es muy común en mí. Hago una cosa y acto seguido empiezo a ver todos los inconvenientes. Pero ahora ya era tarde para echarme atrás. Vlad estaba a un paso de casa, acercándose rápidamente a mi portal, a punto de llamar al telefonillo, y yo allí, con el auricular en la mano, sin poder no ya resolver sino siquiera empezar a pasar ni una sola de las cuentas de este intrigante rosario de dudas y misterios que acabo de desgranar.

¿Y qué hice con toda esta procesión de interrogantes rondándome la cabeza? Parece mentira, pero lo único que alcancé a hacer fue atusarme el pelo. Y no para espantar así los malos pensamientos de dentro, qué va, sino porque lo tenía fatal, vaya greñas, un horror, a juzgar por la imagen que me devolvía el espejo que hay cerca de la mesita del teléfono. «A ver cómo lo adecento un poco, por Dios, mejor me hago una coleta, y ¿qué tal un poco de colorete y algo de rimmel? No, no, que no me da tiempo a hacerlo bien y seguro que quedo como un payaso… venga, un toquecito de polvos, sólo un brochazo, y luego una coleta rápida, que debe de estar al caer. ¿Ves?, qué te dije, ya está aquí, oh desastre. Ding-dong.»

Para seguir con el relato ordenado de cómo fue desarrollándose el susodicho rosario de acontecimientos a partir de este momento, supongo que ahora tendría que dedicar unas líneas a explicar nuestro reencuentro. Relatar, por ejemplo, el instante en que abrí la puerta y allí estaba él, tan rubio, materializado como una divina aparición en mi oscuro y bastante maloliente descansillo (misterio glorioso). Explicar también que su sonrisa espectacular no se le torció ni un poquitín al entrar en casa y verme ahí, con la coleta a medio hacer, el colorete mal puesto y tremenda cara de pánfila (misterio gozoso). Y por fin (misterio doloroso porque de todo tiene que haber en la viña del Señor) señalaré que el equipaje que traía era mínimo, por lo que no tuve más remedio que presagiar que la visita iba a ser más corta que un amén Jesús.

Sí, así fue el comienzo de aquella estadía que se inauguró con un beso de bienvenida y unas palabras de gratitud «por darme "albergo"», pronunciado tal cual, con "o" y no con "ue", y envuelto en ese maravilloso acento italiano que ni siquiera requiere el apoyo de su belleza física para derretir corazones. Y para decirlo todo, añadiré que, no bien cerramos la puerta, se acabó el rosario de mis dudas, al menos durante un buen rato. Hasta la hora de irnos a la cama para ser exactos. Pero vamos por partes, porque antes de eso ocurrieron varias cosas que necesito contar.

Pasaré velozmente por nuestras palabras iniciales. Me detendré apenas en transcribir las razones de su visita a Madrid y que eran las mismas que ya he explicado antes (buscar trabajo, abrir nuevas posibilidades, cambiar completamente de ocupación).

Tampoco creo que merezcan más de un par de líneas sus amabilidades por mi acogida («Sabía que iba contar contigo, Ágata. Mañana muy temprano tengo una entrevista en el centro de Madrid, por la tarde otra en La Moraleja y luego me vuelvo a Palma por la noche, no quiero abusar de tu hospitalidad»). Y así pasaron los primeros diez o doce minutos, tan formales. Después entramos en la intendencia, con las particularidades propias de cualquier acomodo -uno no demasiado cómodo, me temo.

«Es que ya ves -le dije-, esta casa sólo tiene dos dormitorios, uno es el mío y el otro lo he convertido en cuarto de trabajo. Pero eso en seguida lo arreglamos; me llevo el ordenador a mi habitación y el resto es todo es para ti. Además, el sofá éste es feo pero bastante grande. No, no, de veras que no es ningún trastorno, y ahora voy a darte también unas toallas; tendremos que compartir cuarto de baño, pero de eso ya tenemos práctica desde el Sparkling Cyanide, ¿verdad?»

Creo que fue al mencionar el nombre de aquel cianuro espumoso cuando noté que se le tensaba la mandíbula, un síntoma que, según tengo entendido, suele asociarse con agresividad contenida. Pero quiá, yo ya no pensaba en esas tonterías, adiós aprensiones y temores, porque era delicioso ver cómo mi casa se iba transformando en otra muy distinta a medida que él la ocupaba. Observar, por ejemplo, el modo en que la balda de mi cuarto de baño daba acogida a sus objetos de aseo, a su cepillo de dientes, ahora junto al mío en vasos idénticos; a su after shave y su colonia, codeándose con mi Nenuco de toda la vida («¿De veras usas Old Spice?», pregunté al reparar en aquel inconfundible frasco de cerámica blanca que hacía años no veía. «Es mi favorita desde que tengo dieciocho años -dijo él-. Tu querida hermana opinaba que era más apestosa que el pachuli»).

Esa fue la primera y por el momento única mención que se hizo de Olivia. Pero, si su fantasma rondaba por ahí, desde luego no se materializó para darnos la lata. Es más, creo que mi carcajada al oír el comentario sobre el Oíd Spice nos acercó un tanto.

«Pues a mí me encanta como huele, es supervaronil», dije, e inmediatamente me di cuenta de la metedura de gamba, qué majadera, apuesto que enrojecí hasta la raíz del pelo. Sin embargo, él no pareció notarlo, estaba deshaciendo la maleta y a cada rato me preguntaba dónde podía acomodar tal cosa o tal otra. Hacía tantos años que no compartía vivienda con alguien, que me fascinó observar cómo sus escasas pertenencias se iban apoderando del cajón de la única de mis cómodas; su chaqueta y una camisa del armarito del vestíbulo, «la deliciosa colonización del territorio de uno por otro -me dije-, esa que se vuelve usurpación cuando se acaban las ilusiones pero que tan extraordinaria es en sus comienzos».