Выбрать главу

—Oh, quiere hacerme el favor de cesar de gruñir —dijo el director irritado—. En primer lugar, está contra el reglamento, y en segundo, se lo digo por segunda vez y en claro ruso, no lo sé. Todo lo que puedo decirle es que su compañero de destino es esperado de un día a otro; y cuando llegue y descanse y se acostumbre a los alrededores, todavía tendrá que probar el instrumento, si, desdeí luego, no ha traído el propio, lo que es muy probable. ¿Qué tal el tabaco? ¿No es demasiado fuerte?

—No —respondió Cincinnatus, después de mirar distraídamente su cigarrillo—. Sólo que me parece que de acuerdo con la ley... Usted no, quizás pero sí el administrador de la ciudad... se supone que...

—Ya hemos conversado y ahora basta —dijo el director—: En realidad, yo he venido, no ha escuchar quejas, sino a... —parpadeando buscó primero en un bolsillo, luego en otro. Por fin, de un bolsillo del pecho interior, extrajo una hoja de papel rayado, obviamente arrancada de un cuaderno de escuela.

—Aquí no hay cenicero —observó, haciendo gestos con el cigarrillo—. Oh, bueno, ahoguemos lo que queda en el resto de esta salsa... Así. Yo diría que esta luz es un poco desagradable. Quizás si nosotros... Oh, no importa, tendrá que servir.

Desplegó el papel y, sin calarse las gafas de armazón de asta que mantuvo frente a sus ojos, comenzó a leer claramente:

—«¡Prisionero! En esta hora solemne, cuando todas las miradas...» Creo que será mejor que nos pongamos de pie —se interrumpió con aire preocupado, levantándose de la silla. Cincinnatus lo imitó.

—«¡Prisionero! En esta hora solemne, cuando todas las miradas están sobre ti, y tus jueces se muestran jubilosos y tú te estás preparando para esos movimientos corporales involuntarios que suceden directamente a la separación de la cabeza, te dirijo una palabra de despedida. Es mi misión, y esto yo nunca he de olvidar, proveer a tu estancia en la cárcel de toda esa multitud de comodidades permitidas por la ley. Por lo tanto seré feliz de dedicar toda la atención posible a cualquier expresión de tu gratitud, preferiblemente, sin embargo, por escrito y en un costado de la hoja...»

—Ya está —dijo el director plegando las patillas de las gafas—. Eso es todo. No lo detendré más. Déjeme saber si necesita algo.

Se sentó a la mesa y comenzó a escribir rápidamente, indicando de esta forma que la audiencia había terminado. Cincinnatus salió. Sobre la pared del corredor dormitaba la sombra de Rodion, reclinada sobre la sombra de un banquillo, con solamente una orla de barba rojiza delineada. Más adelante al doblar la pared, el otro guardia se había sacado la máscara de su uniforme y se secaba la cara con la manga. Cincinnatus comenzó a bajar la escalera. Los escalones de piedra eran angostos y resbaladizos, con la impalpable espiral de una barandilla fantasma. Al llegar al fondo, nuevamente recorrió corredores. Una puerta cuyo cartel «Oficina» se traslucía invertido como en un espejo, estaba abierta de par en par. La luz de la luna destellaba sobre un tintero y el canasto de papeles crujía y se sacudía furiosamente bajo la mesa: un ratón debía haber caído dentro. Cincinnatus, después de cruzar muchas otras puertas, tropezó, brincó y se encontró en un pequeño patio, lleno de varias partes de la luna desmantelada. Esa noche, el santo y seña era silencio, silencio de Cincinnatus y le dejó pasar; lo mismo ocurrió en todas las otras puertas. Dejando atrás la neblinosa masa de la fortaleza, comenzó a deslizarse por un empinado y húmedo banco de césped; alcanzó un pálido sendero entre las colinas, cruzó dos, tres veces los meandros del camino principal —que, habiéndose sacudido por encima la última sombra de la fortaleza, corría más derecho y libre— y un puente de filigrana a través de un riachuelo seco, condujo a Cincinnatus hasta la ciudad. Subió hasta la cima de un terraplén, dobló a la izquierda hacia Garden Street y pasó rápidamente junto a unos arbustos de gris florescencia. En algún lugar relampagueó una ventana iluminada; detrás de alguna empalizada un perro sacudió su cadena pero no ladró. La brisa hacía cuanto podía para enfriar el cuello desnudo del fugitivo. De tanto en tanto, llegaba una ola de fragancia de los Tamara Gardens. ¡Cuán bien conocía ese parque público! Allí, donde Marthe, cuando novia, se asustaba de las ranas y escarabajos... Allí, donde cada vez que la vida parecía insoportable, se podía vaga con un capullo de lila apretado en los labios y lágrima como luciérnagas en los ojos. Aquel verde parque de alerces, la languidez de sus laguillos, el tum-tum-tum de una banda distante... Dobló hacia Matterfact Street, pasó lasl ruinas de una vieja fábrica, el orgullo de la ciudad, pasó susurrantes tilos, pasó las blancas casas de aspecto festivo de los empleados de telégrafos, perpetuamente celebrando el cumpleaños de alguien, y desembocó en Telegrap Street. Desde allí, un estrecho sendero lo llevó cuesta arriba, y otra vez los tilos comenzaron a murmurar discretamente. Dos hombres, supuestamente sentados sobre un banco, conversaban quedamente en medio de la oscuridad de un jardín público. —Digo que está equivocado—, dijo uno. El otro contestó ininteligiblemente y ambos exhalaron un suspiro que se mezcló naturalmente con el susurro del follaje. Cincinnatus llegó corriendo a una plaza circular donde la luna montaba guardia sobre la familiar estatua de un poeta que parecía un Hombre de las Nieves con un cubo por cabeza, las piernas pegadas— y, luego de unos pocos pasos más, se encontró en su propia calle. A la derecha la luna dibujaba distintos perfiles de ramas sobre las paredes de casas iguales, de modo que sólo por la expresión de las sombras, sólo por la barra interciliar entre dos ventanas, Cincinnatus reconoció su casa. La ventana de Marthe en el piso superior, estaba oscura pero abierta. Los niños deben estar durmiendo en la comba galería; allí se veía algo blanco. Cincinnatus subió corriendo los escalones del frente, abrió de un empujón la puerta y entró en su iluminada celda. Se volvió, pero ya estaba encerrado. ¡Horror! El lápiz brillaba sobre la mesa. La araña estaba sentada sobre la pared amarilla.

—¡Apaguen la luz! —gritó Cincinnatus.

Quien le observaba a través de la mirilla la apagó. La oscuridad y el siencio comenzaron a fundirse, pero el reloj interfirió; sonó once veces, pensó un instante, y sonó otra vez más; y Cincinnatus yació boca arriba contemplando la oscuridad, donde brillantes puntitos, se desperdigaban y desaparecían gradualmente. La oscuridad y el silencio se fundieron completamente. Fue entonces, y solamente entonces (eso es, yaciendo boca arriba sobre el catre de una celda, después de media noche, luego de un horrible, horrible, simplemente no puedo decirles cuán horrible día) que Cincinnatus C. evaluó claramente su situación.

Al principio, contra el fondo de este terciopelo negro que forra por las noches la parte interior de los párpados la cara de Marthe apareció como en un relicario. Su tez sonrosada de muñeca, su frente brillante de convexidad infantil; sus finas cejas de trazo hacia arriba; muy por encima de sus redondos ojos color avellana. Ella comenzó a parpadear, volviendo la cabeza, y alrededor de su suave cuello blanco como crema, llevaba una cinta de terciopelo negro. Y la aterciopelada quietud de su vestido brillaban en el fondo, confundiéndose con la oscuridad. Así es cómo él la vio entre el público cuando lo condujera hasta el banquillo de los acusados, recién pintado, donde no se atrevió a sentarse, sino que se quedó de pie a su lado (y todavía tenía las manos sucias de pintura esmeralda y los periodistas codiciosamente fotografiaron las impresiones digitales que dejara sobre el respaldo del asiento). Todavía podía ver los ostentosos pantalones de los petimetres, y los espejos de mano e iridiscentes chales de las mujeres a la moda; pero las caras le eran indistintas; de todos los espectadores sólo recordaba a la Marthe de ojos redondos. El abogado defensor y el fiscal, ambos maquillados para parecer casi iguales (la ley exigía que fueran mellizos homólogos, pero como no siempre los había, se empleaba maquillaje), decían con rapidez de virtuoso las cinco mil palabras asignadas a cada uno. Hablaban alternadamente y el juez, siguiendo el veloz diálogo, movía la cabeza a derecha e izquierda, y todas las otras cabezas le imitaban; sólo Marthe, de perfil, estaba sentada inmóvil como un niño sorprendido, su mirada fija en Cincinnatus, de pie junto al banco de plaza de brillante color verde. El abogado defensor, partidario de la decapitación clásica, derrotó fácilmente al inventivo fiscal, y el juez resumió el caso.