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Pero nuevamente la multitud zumbó. Rodrig y Roman, a los tumbos, chocándose, bufando y gruñendo, subieron torpemente el pesado estuche y lo dejaron caer sobre el piso. M'sieur Pierre se sacó la chaqueta quedándose en chaleco. En sus blancos bíceps tenía tatuada una mujer color turquesa, mientras que, en una de las primeras filas de la multitud que se apretujaba alrededor del mismísimo cadalso (a pesar de las súplicas de los bomberos) estaba la misma mujer, de carne y hueso, y también sus dos hermanas y el viejecito con la caña de pescar, y la bronceada florista, y el joven con su bastón, y uno de los cuñados de Cincinnatus, y el bibliotecario leyendo un diario, y ese fornido individuo Nikita Lukich, el ingeniero —y Cincinnatus divisó también a un hombre a quien solía encontrar cada mañana camino al Jardín de Infantes, pero cuyo nombre no conocía. Detrás de estas primeras filas había otros cuyos ojos y bocas no se destacaban tan precisamente, y más allá, capas de caras muy borrosas y por ello idénticas, y luego —las más lejanas estaban bastante mal embadurnadas sobre el telón de fondo. Otro álamo cayó.

De pronto la banda se detuvo —o mejor aún, ahora que estaba callada uno se daba cuenta de que había tocado todo el tiempo. Uno de los músicos, gordo y plácido, haciendo pedazos su instrumento, sacudió la saliva de sus brillantes articulaciones. Más allá de la orquesta se extendía un paisaje inocuo, verde, alegórico: un pórtico, colinas, una jabonosa cascada.

Vivaz y enérgicamente (hizo retroceder involuntariamente a Cincinnatus) el director suplente de la ciudad saltó sobre la plataforma y colocando displicentemente el pie sobre la plancha de roble (era un maestro en el arte de la elocuencia fácil) exclamó en alta voz:

—¡Conciudadanos! Un breve comentario. Últimamente se ha observado en nuestras calles una tendencia por parte de ciertos individuos de la joven generación, a caminar tan rápido, que nosotros los mayores nos vemos obligados a hacernos a un lado y a pisar los charcos. Por otra parte me gustaría decir que pasado mañana se abre una exposición de muebles en la esquina de First Boulevard y Brigadier Street, y que sinceramente espero encontrarlos a todos allí. Además les recuerdo que esta noche se presentará con éxito sensacional la nueva ópera cómica Sócrates debe decrecer. También me han pedido que les comunique que el Centro Kifer de Distribución ha recibido una gran selección de cinturones para damas y que la oferta puede que no se repita. Ahora dejo mi lugar a otros participantes y espero, ciudadanos, que gocen de buena salud y que no les falte nada.

Deslizándose con la misma agilidad entre los barrotes de la barandilla, abandonó la plataforma acompañado por un murmullo de aprobación. M'sieur Pierre, que ya había vestido un mandil blanco (debajo del cual asomaban sus fuertes botas) se secaba cuidadosamente las manos con una toalla y miraba a su alrededor con calma y benevolencia. Tan pronto como hubo terminado el director suplente, arrojó la toalla a sus ayudantes y se acercó a Cincinnatus.

(Los cuadrados hocicos negros de los fotógrafos se ladearon y luego quedaron inmóviles).

—Ni nervios ni apuro, por favor —dijo M'sieur Pierre—. Primero de todo nos sacaremos la camiseta.

—Sin ayuda —dijo Cincinnatus.

—Buen chico. Llévense la camiseta. Ahora le mostraré cómo debe acostarse.

M'sieur Pierre se dejó caer sobre la plancha de roble. El público zumbó.

—¿Comprendido? —preguntó M'sieur Pierre levantándose de un salto y enderezándose el mandil (se le había desatado, Rodion se lo sujetó)—. Bien, comencemos. La luz no es muy buena... quizá si usted... eso es. Gracias. Quizá un poquitito más... ¡excelente! Ahora le ruego que se acueste.

—Sin ayuda, sin ayuda —dijo Cincinnatus y se acostó boca abajo como le mostraran, pero de inmediato se cubrió la nuca con las manos.

—¡Qué tonto! —dijo M'sieur Pierre desde arriba—. Si hace eso cómo voy a poder... (sí, déjelo aquí; luego, inmediatamente después, el balde)... ¿y ahora a qué viene toda esta contracción de músculos? No debe haber la menor tensión. Con absoluta calma. Retire sus manos, por favor... (ahora alcáncemela). Esté tranquilo y cuente en voz alta.

—Hasta diez —dijo Cincinnatus.

—¿Cómo mi amigo? —preguntó M'sieur Pierre como invitándolo a repetirlo, y añadió suavemente comenzando ya a levantarla—. Apártense un poco, caballeros.

—Hasta diez —repitió Cincinnatus extendiendo los brazos.

—No estoy haciendo nada todavía —dijo M'sieur Pierre con la respiración entrecortada por el esfuerzo, y la sombra de su blandir ya corría por los tablones, cuando Cincinnatus comenzó a contar con voz fuerte y firme: un Cincinnatus contaba pero el otro Cincinnatus ya había dejado de atender al sonido de la innecesaria cuenta que se perdía en la distancia, y con una claridad que nunca experimentara antes —al principio, casi dolorosa, tan repentinamente llegara; pero luego inundándole de alegría— reflexionó:

— ¿Por qué estoy aquí? ¿Por qué estoy aquí, acostado de esta manera?—. Y habiéndose hecho estas simples preguntas, las contestó parándose y mirando a su alrededor.

Se hizo una extraña confusión. A través de las caderas aún ondulantes del verdugo, se veía la barandilla. El pálido bibliotecario estaba sentado sobre los escalones, doblado en dos, vomitando. Los espectadores eran transparentes e inútiles, y todos se agitaban y se iban —sólo las filas traseras, que eran pintadas, quedaron en su lugar. Cincinnatus descendió lentamente de la plataforma y marchó a través de los transformantes escombros. Fue alcanzado por Roman, que era ahora mucho, mucho más pequeño, y al mismo tiempo era Rodrig:

—¿Qué está usted haciendo? —graznó saltando—. ¡Usted no puede! Es deshonesto para con él, para con todos... Vuelva, acuéstese... después de todo ya estaba acostado, todo estaba dispuesto, todo estaba terminado. Cincinnatus le hizo a un lado y él, con helado grito, echó a correr pensando sólo en su propia seguridad.

Poco quedaba ya de la plaza. Hacía rato que la plataforma había caído entre una nube de polvo rojizo. La última en pasar corriendo fue una mujer con su chal negro, llevando entre sus brazos, como una larva, al diminuto verdugo; los árboles caídos yacían sin relieve, mientras que aquellos que aún se mantenían en pie, también de dos dimensiones, con un sombreado lateral del tronco para sugerir redondez, apenas si se mantenían con sus ramas hacia la rasgada malla del cielo. Todo se hacía pedazos. Todo caía. Remolinos de viento giraban arrastrándolo todo: polvo, retazos, pedazos de madera pintada, trozos de yeso dorado, ladrillos de cartón, carteles; una árida tiniebla se desvaneció; y entre el polvo, las cosas que caían y los aleteantes decorados, Cincinnatus se abrió camino en dirección adonde, a juzgar por las voces, se hallaban sus semejantes.

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01/12/2010