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Doce, trece, catorce. A los quince Cincinnatus fue a trabajar a un taller de juguetes, adonde lo asignaron en razón de su pequeña estatura. Por las noches, en la Biblioteca Flotante in memoriamdel Dr. Sineokov, quien se ahogara exactamente en ese punto del río de la ciudad, se regalaba con libros antiguos al perezoso besar de las olitas. El chirriar de las cadenas, la pequeña galería con sus pantallas de color naranja, el chapoteo, la calma superficie de las aguas aceitadas por la luna y, a la distancia, las luces titilando en la negra tela de araña de un altivo puente. Más tarde, sin embargo, los valiosos volúmenes comenzaron a sufrir los estragos de la humedad, de modo que al final fue necesario secar el río, encauzando todas las aguas hacia el Strop por medio de un canal construido especialmente.

En el taller luchó durante largo tiempo con intrincadas fruslerías y fabricó muñecas de trapo para colegialas; allí estaba el pequeño y velludo Pushkin con su gorro de piel y un ratonesco Gogol luciendo un chaleco rimbombante y el viejo y pequeño Tolstoi, de gorda nariz, con blusa de campesino y muchos otros, como por ejemplo Dobrolyubov, con gafas sin lentes y todo abotonado. Habiendo desarrollado artificialmente un aprecio por este mítico siglo XIX, Cincinnatus estaba preparado para ser completamente absorbido por las nieblas de esa antigüedad encontrando así un falso refugio, pero otra cosa le distrajo.

Allí, en aquella fabriquita, trabajaba Marthe; sus húmedos labios entreabiertos, apuntando un hilo al ojo de una aguja. —¡Hola, Cincinnatus!—, y así comenzaron esos embelesados vagabundeos por los muy, muy espaciosos (tantísimo, que hasta las colinas a la distancia aparecían brumosas por el éxtasis de su lejanía) Tamara Gardens donde, sin razón alguna, los sauces lloran sobre tres arrofl yos, en tres cascadas, cada una con su pequeño arco iris caen en el lago, donde un cisne flota del brazo de su imagen. Las llanas praderas, los rododendros, los robledales, los alegres jardineros con sus botas verdes jugando al escondite todo el día; alguna gruta, algún banco idílico sobra el cual tres graciosos habían dejado tres pequeños montoncitos (es una broma; son imitaciones hechas de hojalata pintada de marrón), algún cervatillo, saltando en la avenida y transformándose ante tus propios ojos en temblorosas manchas de sol; ¡así eran esos jardines! Allí está el parloteo balbuciente de Marthe, sus medias blancas, sus zapatillas de terciopelo, su frío pecho y sus besos col sabor a frutillas silvestres. Si solo uno pudiera ver desde aquí... Por lo menos las copas de los árboles... Por lo menos las colinas distantes... Cincinnatus se ajustó un poco más la bata. Cincinnatus movió la mesa y comenzó a arrastrarla hacia atrás, mientras ésta chillaba con ira: ¡con cuán poca voluntad, con cuántos temblores se movía por el piso de piedra! Sus temblores se transmitían a los dedos de Cincinnatus y al paladar de Cincinnatus mientras él retrocedía hacia la ventana (es decir, hacia la partid donde muy, muy arriba, se hallaba la inclinada cavidad de la ventana). Cayó una ruidosa cuchara, la taza comenzó a bailar, el lápiz le imitó, un libro se deslizó sobre otro. Cincinnatus puso la silla sobre la mesa. Finalmente subió. Pero, desde luego vio nada; sólo el ardiente cielo con unos pocos cabellos blancos peinados hacia atrás, restos de las nubes que no pudieron tolerar lo azul. Apenas si pudo Cincinnatus estirarse hasta los barrotes más allá de los cuales se alzaba el túnel de la ventana con más barrotes aún al final, y su sombreada repetición sobre las desconchadas paredes de la pendiente de piedra. Allí, en un costado, escrita con la misma mano firme y despreciativa de una de las frases a medio borrar que leyera antes, estaba la inscripción: «No puedes ver nada. Yo también probé».

Cincinnatus estaba parado en puntas de pie, prendido de los barrotes de hierro con sus manecitas, todas blancas por el esfuerzo, y la mitad de su cara recibía la luz del sol, y el dorado de su bigote izquierdo brillaba, y había una pequeñita jaula dorada en cada uno de los espejos de sus pupilas, mientras abajo, detrás, sus talones se levantaban fuera de unas zapatillas demasiado grandes.

—Un poco más y se caerá —dijo Rodion, quien había estado allí parado durante todo un minuto, y ahora sujetaba firmemente la pata de la temblorosa silla—. Está bien, está bien. Ya puede ir bajando.

Rodion tenía ojos azules del color del aciano y, como siempre, su espléndida barba roja. Este atractivo ejemplar de ruso, se elevaba hacia Cincinnatus, quien apoyaba en él la planta de su pie desnudo, es decir era su doble quien lo hacía, mientras que el propio Cincinnatus había ya descendido de la silla a la mesa. Rodion, abrazándolo comal a una criatura, lo bajó con sumo cuidado, y luego volvió la mesa a su lugar con un sonido de violín y se sentó en el borde, balanceando el pie que estaba en el aire y apretando el otro contra el piso, asumiendo la seudogarbosa actitud de los libertinos de opereta en la escena de la taberna, mientras Cincinnatus tiraba el cinturón de su bata y hacía lo posible por no llorar.

Rodion cantaba con su voz de bajo-barítono dando vuelta los ojos y blandiendo el jarro vacío. Marthe también acostumbraba a cantar esa arrolladura canción. Las lágrimas fluían de los ojos de Cincinnatus. Al llegar a una nota culminante, Rodion arrojó el jarro contra el piso y se deslizó a la mesa. Su canto pasó al coro, aun cuando estaba solo. Repentinamente levantó ambos brazos y salió.

Sentado sobre el piso, Cincinnatus miró hacia arriba través de sus lágrimas; la sombra de las rejas ya se había mudado. Trató —por centésima vez— de mover la mesa pero, ay, las patas estaban empernadas al suelo desde hacía una eternidad. Comió un higo y comenzó a caminar otra vez por la celda.

Diecinueve, veinte, veintiuno. A los veintidós fue transferido a un jardín de infantes como maestro de la división F, y por ese entonces se casó con Marthe. Casi inmediatamente después que asumiera sus nuevas tareas (que consistían en mantener ocupados a niñitos cojos, jorobados o bizcos), un personaje importante presentó una queja de segundo grado contra él. Cautamente, en forma de conjetura, fue expresada la sugestión de la ilegalidad básica de Cincinnatus. Junto con este memorándumlos padres de ciudad examinaron también las viejas denuncias que de tanto en tanto hicieran llegar sus compañeros de taller más perceptivos. El presidente del comité de educación y ciertos otros personajes oficiales, se turnaron encerrándose con él y le sometieron a los tests prescriptos por la ley. Durante varios días seguidos no se le permitió dormir, y fue obligado a resistir pequeñas conversaciones sin sentido hasta lindar con el delirio; a escribir cartas a distintos objetos y fenómenos naturales; representar escenas de la vida diaria e imitar diversos animales, oficios y enfermedades. Todo esto ejecutó, por todo esto pasó, porque era joven, listo, sano, tenía ansias de vivir, de vivir por algún tiempo con Marthe. De mala gana le dejaron en libertad, le permitieron continuar trabajando con niños de la categoría más inferior, que eran material disponible, para ver qué resultaría. Él los sacaba a pasear, de a pares, mientras daba vueltas a la manivela de una pequeña caja de música que aparecía una moledora de café; los días de fiesta solía hamacarlos en la plaza de juegos. Todos ellos aguantaban la respiración al volar por el aire y chillaban al llegar al suelo. A algunos les enseñó a leer.

Mientras tanto Marthe comenzó a engañarlo durante el mismísimo primer año de matrimonio; en cualquier parte y con cualquiera. Generalmente, cuando Cincinnatus regresaba a casa, ella le recibía con una cierta sonrisa saciada, el mentón contra el cuello, como reprochándose; y espiándole con sus honestos ojos redondos, le decía con voz suave:

—La pequeña Marthe hoy lo hizo otra vez—. Él la contemplaba un instante, con la palma de la mano contra la mejilla, como una mujer, y luego, gimiendo en silencio, atravesaba todas las habitaciones, llenas de los parientes de Marthe, y se encerraba en el baño, donde pataleaba y dejaba correr el agua y tosía, para cubrir el sonido de sus sollozos. Algunas veces, como para justificarse, ella le decía: