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—Tú sabes qué criatura generosa soy; es algo tan pequeño, y significaba un alivio tan grande para un hombre.

Pronto estuvo embarazada, y no de él. Dio a luz un nino; inmediatamente volvió a quedar embarazada —otra vez no de él— y alumbró a una niña. El niño era cojo y perverso; la niña, obtusa, obesa y casi ciega. A raíz de sus defectos ambos niños terminaron en su jardín de infantes, y resultaba extraño ver a Marthe tan ágil, suave y sonnw sada, llevando a casa a su rechoncha y a su lisiado. Gradualmente, Cincinnatus fue dejando de vigilarse, y un día,; durante una reunión al aire libre en el parque de la ciudad sonó repentinamente la alarma, y alguien dijo en voz alta:

—Ciudadanos, hay entre nosotros un...—. Aquí siguió una extraña, casi olvidada palabra, y el viento silbó entre los algarrobos, y Cincinnatus no encontró nada mejor que leyantarse y echar a andar, arrancando distraídamente hojas de arbustos que bordeaban el sendero. Y diez días despues fue arrestado.

—Mañana, probablemente —dijo Cincinnatus mientras caminaba lentamente por la celda—. Mañana, probablemente —dijo Cincinnatus y se sentó sobre el catre, frotándose la frente con la palma de la mano. Un rayo del ocaso repetía efectos ya familiares. Mañana probablemente —dijd Cincinnatus en su suspiro—. Hubo tanta calma hoy; del modo que mañana, bien temprano...

Por un momento todos guardaron silencio; el jarro de barro con agua en el fondo que había ofrecido de bebei a todos los prisioneros del mundo; las paredes con sus brazos sobre los hombros unas de otras como un cuarteto discutiendo un secreto cuadrado en inaudibles murmullos, la araña de terciopelo, por alguna razón parecida a Marthe; los inmensos libros negros sobre la mesa...

—Qué equivocación —dijo Cincinnatus, y repentinamente rompió a reír. Se puso de pie y se quitó la bata, el casquete, las zapatillas. Se quitó la cabeza como un tupé, se quitó las clavículas como una sopanda, se quitó las costillas como un camisote. Se quitó las caderas y las piernas, se quitó los brazos como manoplas y los arrojó a un rincón. Lo que quedó de él se fue disolviendo gradualmente coloreando apenas el aire. Al principio, Cincinnatus simplemente disfrutó de la calma, luego, ya sumergido de lleno en su ambiente secreto, comenzó libre y alegremente a...

Sonó el trueno de hierro del cerrojo, y Cincinnatus inmediatamente recuperó todo lo que se había quitado, el casquete inclusive. Rodion el carcelero traía una docena de ciruelas amarillas dentro de una canasta redonda forrada con hojas de vid, un obsequio de la esposa del director.

Cincinnatus, tu ejercicio criminal te ha vivificado.

CAPÍTULO III

Cincinnatus fue despertado por el estrépito de voces que como una predestinación se elevaba en el corredor.

Aun cuando el día anterior se había preparado para tal despertar, aun así, no pudo controlar su respiración ni los latidos de su corazón. Cerrándose la bata sobre el corazón para que éste no pudiera ver —calma, no es nada (como le habla uno a un niño en el momento de un desastre increíble)— cubriendo su corazón e incorporándose apenas, Cincinnatus prestó atención. Escuchó el arrastrar de muchos pies en varios planos de audición; escuchó voces, también en distintas profundidades; llegó una con una pregunta; otra, más cerca, respondió. Acelerando desde lejos, alguien zumbó y comenzó a deslizarse por la piedra como sobre hielo. En medio del alboroto la voz de bajo del director murmuró algunas palabras, ininteligibles pero categóricamente imperativas. El detalle más aterrador era que toda esa alharaca era perforada por la voz de una criatura: el director tenía una hijita. Cincinnatus distinguió la voz de tenor de su abogado y el refunfuño de Rodion... Y otra vez alguien al pasar hizo una pregunta violenta y alguien violentamente le respondió. Un ruido brusco, un crujido, un repiqueteo, como si alguien buscara algo con una estaca debajo de un banco. ¿No pueden encontrarlo? oyó preguntar claramente al director. Ruido de pasos corriendo. Ruido de pasos corriendo. Pasaban y volvían a retroceder. Cincinnatus no podía tolerarlo más; puso los pies en el suelo: después de todo, no le habían permitido ver a Marthe... ¿Debo comenzar a vestirme, o esperar que lo hagan ellos? Oh, empiecen de una vez, entren...

Sin embargo, le torturaron durante un par de minutos más. Repentinamente la puerta se abrió, y deslizándose, su abogado entró bruscamente. Estaba desarreglado y sudoroso. Se toqueteaba el puño izquierdo de la camisa y sus ojos lo miraban todo a su alrededor.

—Perdí un gemelo —exclamó jadeando rápidamente, como un perro—. Tiene que —choqué contra algo cuando estaba con la pequeña Emmie— es tan traviesa —de los faldones— cada vez que entro —y el asunto es que yo oí algo— pero no le di ninguna —mire, la cadena debe— yo los apreciaba mucho— bueno, ahora ya es tarde —quizás todavía— le prometí a todos los guardias —es una pena, sin embargo.

—Un tonto error de entresueños —dijo Cincinnatus con calma—. Interpreté mal el bullicio. Esta clase de cosas no son buenas para el corazón.

—Oh, gracias, no se preocupe, no es nada —murmuró distraído el abogado. Y con los ojos literalmente fregaba los rincones de la celda. Estaba claro que se encontraba fuera de sí por la pérdida de tan precioso objeto. Estaba claro. La pérdida del objeto lo ponía fuera de sí. El objeto era precioso. Se encontraba fuera de sí por la pérdida del objeto.

Con un débil gemido Cincinnatus volvió a la cama. El otro se sentó a los pies del catre.

—Cuando venía para acá, a verlo a usted —dijo el abogado—, me sentía tan liviano y alegre... Pero ahora esta bagatela me ha apenado, porque, después de todo, estará de acuerdo en que es una bagatela; hay cosas más importantes. Bueno, ¿cómo se siente?

—En ánimo para una charla confidencial —respondió Cincinnatus con los ojos cerrados—. Quiero compartir con usted algunas conclusiones a las que he llegado. Me encuentro rodeado de despreciables espectros, no de personas. Me atormentan como sólo pueden atormentar visiones fantasmagóricas, malos sueños, luces de delirio, las ñoñerías de las pesadillas y todo lo que aquí abajo pasa por vida real. En teoría, uno debería querer despertar. Pero despertar no puedo sin ayuda exterior, y así y todo, temo esta ayuda terriblemente, y mi misma alma se ha vuelto perezosa y se ha acostumbrado a sus abrigados pañales. De todos los espectros que me rodean, usted, Roman Vissarionovich, probablemente sea el más despreciable, pero, por otra parte, en razón de su posición lógica dentro de nuestras inventadas costumbres, usted es, por así decirlo, un consejero, un defensor...

—A su servicio —dijo el abogado, encantado de que por fin Cincinnatus se mostrara conversador.

—De modo que es por eso que quiero preguntarle: ¿por qué motivo se niegan ellos a decirme la fecha exacta de la ejecución? Un momento, todavía no he terminado. El así llamado director evita darme una respuesta precisa, y alude que —¡un momento!—. Quiero saber, en primea lugar, quién tiene la total y absoluta autoridad para señalar, el día. Quiero saber, en segundo lugar, cómo obtener algo sensato de esta institución, o individuo, o grupo de individuos...

El abogado, que hasta entonces se mostrara impaciente por hablar, ahora, por alguna razón, guardaba silencio. Su cara pintada, con sus pestañas azul oscuro y su largo labio leporino, no presentaba la menor señal de actividad mental.