Выбрать главу

Examiné su cartera: algo de dinero, tarjetas de crédito, permiso de conducir, tarjeta médica, documento identificativo de Plum Island y un permiso de armas de Connecticut para una Beretta, una Colt cuarenta y cinco y una Magnum trescientos cincuenta y siete. No había fotos, números de teléfono, tarjetas de visita, llaves, preservativos, números de lotería ni nada de interés, salvo el hecho de que poseía dos armas de gran calibre, que tal vez no habríamos descubierto si no le hubiera dejado inconsciente y registrado su cartera.

Le devolví la cartera, me puse de pie y esperé pacientemente a que recuperara el conocimiento y se disculpara por su conducta. Pero seguía ahí, moviendo su estúpida cabeza de un lado para otro y emitiendo sonidos incoherentes con la boca. No había sangre, pero se le empezaba a formar una mancha roja donde le había golpeado. Más adelante sería azul y luego de un interesante tono morado.

Decidí acercarme a una manguera enrollada, abrí el grifo y rocié al señor Stevens. Eso pareció surtir efecto y logró levantarse, sin dejar de escupir y tambalearse.

– ¿Ha encontrado a mi compañera? -pregunté.

Parecía confuso y me hizo recordar cómo me sentía al despertar por la mañana con una resaca de campeonato. Realmente le comprendía.

– Agua de pozo -exclamé-. ¿Quién podía habérselo imaginado? Por cierto, Paul, ¿quién mató a Tom y Judy?

– Váyase a la mierda.

Lo rocié de nuevo y se cubrió la cara. Dejé la manguera en el suelo y me acerqué.

– ¿Quién mató a mis amigos?

Se estaba secando la cara con la parte inferior de la chaqueta cuando pareció recordar algo, se llevó la mano derecha al interior de la chaqueta y sacó su tirachinas.

– ¡Hijo de puta! -exclamó-. Las manos sobre la cabeza.

– De acuerdo.

Obedecí y pareció sentirse mejor.

Se frotaba la mandíbula y era evidente que le dolía. Pareció darse cuenta paulatinamente de que había sido víctima de un engaño, había perdido el conocimiento y había sido rociado con una manguera. Parecía que estaba poniéndose furioso.

– Quítese la chaqueta -ordenó.

Me quedé en mangas de camisa, con mi treinta y ocho en la pistolera.

– Deje la chaqueta en el suelo, desabróchese lentamente la pistolera y déjela caer.

Obedecí.

– ¿Lleva alguna otra arma? -preguntó.

– No señor.

– Levántese las perneras de los pantalones.

Obedecí para mostrarle que no llevaba ninguna pistola en los tobillos.

– Dese la vuelta y levántese la camisa -ordenó.

Di media vuelta y me levanté la camisa para enseñarle que no llevaba ninguna arma en la espalda.

– Vuélvase.

Giré el cuerpo para mirarle.

– Las manos sobre la cabeza.

Obedecí.

– Sepárese de su pistola.

Lo hice.

– Arrodíllese.

Obedecí.

– Cabrón, hijo de puta -exclamó-. ¿Quién coño se ha creído que es para venir aquí a violar mi intimidad y mis derechos?

Estaba realmente furioso y blasfemaba a mansalva.

Es casi axiomático en esta profesión que los culpables proclamen su inocencia y los inocentes se pongan sumamente furiosos y profieran toda clase de amenazas legales. El señor Stevens parecía pertenecer a la categoría de los inocentes. Dejé que se desahogara un rato.

– ¿Tiene por lo menos alguna idea de quién puede haberlo hecho? -pregunté por fin, cuando me dio un pequeño respiro.

– Si la tuviera, tampoco se lo diría, listillo hijo de puta.

– ¿Alguna idea de por qué los mataron?

– Eh, no me interrogue, cabrón. Cierre esa mierda de boca.

– ¿Significa eso que no puedo contar con su cooperación?

– ¡Cierre el pico! -exclamó antes de reflexionar unos instantes-. Debería dispararle por allanamiento de morada, estúpido hijo de puta. Lamentará haberme golpeado. Debería obligarlo a desnudarse y abandonarlo en el bosque.

Volvía a enfadarse y a buscar formas más creativas de vengarse. Empezaban a entrarme agujetas de estar arrodillado y me levanté.

– ¡Arrodíllese! ¡Arrodíllese! -exclamó.

Cuando me acerqué a él me apuntó con su Beretta a los genitales y apretó el gatillo. Hice una mueca a pesar de que el arma estaba descargada.

Comprendió que había cometido un grave error al intentar dispararme en los genitales sin balas en la pistola. Se quedó mirando fijamente su Beretta.

En esta ocasión le propiné un gancho de izquierda para no lastimar de nuevo su mandíbula derecha. "Esperaba que me lo agradeciera cuando despertara.

Cayó de espaldas sobre el césped.

Sabía que se sentiría muy mal cuando despertara, realmente estúpido, avergonzado y todo eso, y en cierto modo lo lamentaba. Bueno, puede que no. En cualquier caso, no me iba a ofrecer voluntariamente ninguna información después de dejarlo inconsciente por segunda vez, ni creía poder engañarlo o persuadirlo para que hablara. Era realmente impensable torturarlo, aunque me tentaba la idea.

Decidí recoger mi arma, la pistolera y la chaqueta y, luego, como tengo sentido del humor, le até cruzados los cordones de los zapatos al señor Stevens.

Regresé a mi Jeep y me puse en camino, con la esperanza de haberme alejado lo suficiente de Stevens cuando despertara y llamara a la policía.

Pensaba en él mientras conducía. La verdad era que Paul Stevens estaba al borde de la locura, ¿pero le convertía eso en asesino? No lo parecía, pero había algo en él… algo que sabía. Estaba convencido. Además, se guardaba lo que sabía, y eso significaba que protegía o le hacía chantaje a alguien o tal vez que intentaba descubrir cómo sacarle algún provecho a la situación. Pero ahora se había convertido, en el mejor de los casos, en un testigo hostil.

En lugar de tomar el transbordador de New London a Long Island, que podía conducirme a un expediente y a presiones por parte de las autoridades de Connecticut, me dirigí hacia el oeste por rutas turísticas mientras cantaba la monótona melodía de cierto musicaclass="underline" Ooou… klahoma, donde sopla el viento en la pradera…

Entretanto, me dolía la mano derecha y se me entumecía la izquierda. En realidad, los nudillos de mi derecha estaban un poco hinchados. ¡Maldita sea!

– Te haces viejo -me dije antes de flexionar las manos-. ¡Ay!

Sonó mi teléfono móvil. No contesté. Entré en el Estado de Nueva York, donde disponía de más probabilidades de manipular a la policía si se interesaba por mi caso.

Pasé por alto la salida del puente de Throgs Neck, por donde la mayoría de la gente cruzaba a Long Island, y seguí hasta el puente de Whitestone, que parecía más indicado.

– El puente de Emma Whitestone -canté-. Estoy enamorado, enamorado de una hermosa muchacha.

Me encantan las melodías sentimentales.

Después de cruzar el puente, me dirigí al este para regresar a la zona norte de Long Island. Había dado un gran rodeo para evitar el transbordador, pero no sabía cómo reaccionaría Paul Stevens después de haberle derribado dos veces en el jardín de su propia casa. Por no mencionar el porrazo que se daría en la cara cuando intentara dar un paso con los cordones de los zapatos entrelazados.

Sin embargo, en mi opinión, no llamaría a la policía. En cuyo caso, el hecho de no denunciar un allanamiento de morada y agresiones físicas sería muy revelador. Paul daría por perdido aquel asalto, consciente de que habría otro. Mi problema consistía en que él elegiría el momento y el lugar para sorprenderme. Qué le vamos a hacer. Cuando se juega duro, cabe esperar jugadas difíciles de vez en cuando.

A las siete de la tarde estaba de regreso en el norte de Long Island, después de haber conducido unos quinientos kilómetros. No me apetecía ir a mi casa y pasé por la Olde Towne Taverne, donde tomé un par de cervezas.

– ¿Has hablado alguna vez con Fredric Tobin? -pregunté al camarero, un muchacho llamado Aidan, al que conocía.

– En una ocasión trabajé de camarero durante una fiesta en su casa -respondió-. Pero apenas intercambié cuatro palabras con él.