– ¿Qué se dice de ese individuo?
Aidan se encogió de hombros.
– No lo sé… oigo muchos rumores.
– ¿Por ejemplo?
– Hay quien dice que es marica y otros que es un mujeriego. Algunos comentan que está en la ruina y debe dinero a todo el mundo. Unos comentan que es un mezquino y otros que despilfarra. Ya sabe, cuando llega alguien como él y levanta un negocio de la nada, es normal que existan opiniones diversas. Les ha pisado los callos a algunos, pero supongo que también ha sido bueno con otros. Es muy amigo de políticos y policías. ¿Lo sabía?
– Sí, lo sabía. ¿Dónde vive? -pregunté.
– Tiene una propiedad en Southold, junto a Founders Landing. ¿Sabe dónde está?
– No.
– No puede equivocarse. Es enorme -dijo Aidan después de darme las indicaciones necesarias.
– Por cierto, alguien me ha dicho que por aquí hay un tesoro enterrado.
Aidan soltó una carcajada.
– Sí, claro. Mi viejo me ha contado que cuando era niño la gente excavaba agujeros por todas partes. Si alguien encontró algo, se lo ha callado.
– Claro. ¿Para qué compartirlo con el Tío Sam?
– ¿Bromea?
– ¿Has oído algo nuevo sobre el doble asesinato de Nassau Point?
– No -respondió-. Personalmente, creo que esa gente robó algo peligroso y el gobierno y la policía se han inventado esa basura de la vacuna. Pero, claro, ¿qué van a decir? ¿Que está a punto de acabar el mundo? No. Nos dicen: «No os preocupéis… no corréis ningún peligro.» Un carajo.
– Desde luego.
Creo que la CIA, el FBI, el gobierno en general y la policía siempre deberían poner a prueba sus mentiras con los camareros, los barberos y los taxistas, antes de intentar vendérselas al país. Yo siempre consulto a los camareros o a mi barbero cuando quiero comprobar si algo es verosímil y funciona.
– Por cierto -dijo Aidan-, ¿cuál es la diferencia entre la enfermedad de las vacas locas y el síndrome premenstrual?
– ¿Cuál?
– Ninguna -respondió con un golpe de trapo sobre la barra, riéndose a carcajadas.
Salí del local, subí a mi coche y me dirigí a un lugar llamado Founders Landing.
Capítulo 28
Empezaba a oscurecer cuando llegué a Founders Landing, pero todavía se distinguían unos jardines junto al mar, al final de la carretera. También vi un monumento de piedra en el que se leía «Founders Landing: 1.640». Deduje que aquél era el lugar donde había desembarcado el primer grupo de gente procedente de Connecticut. Si hubieran pasado antes por Foxwoods, habrían llegado probablemente en calzoncillos.
Al este de los jardines había una casa realmente enorme, mayor que la del tío Harry y más colonial que victoriana. La finca estaba rodeada de una verja de hierro forjado y vi varios coches aparcados frente a la casa y junto a ella. También se oía música procedente de la parte trasera del edificio.
Aparqué el coche en la calle y me dirigí a la puerta de la verja. No estaba seguro del atuendo, pero vi a una pareja delante de mí y el individuo vestía más o menos como yo: chaqueta azul sin corbata ni calcetines.
Me dirigí al jardín trasero, ancho y largo, que descendía hasta la bahía. Había varias carpas a rayas, luces de colores colgadas entre los árboles, faroles con teas encendidas, velas a prueba de viento sobre las mesas provistas de sombrillas, flores suministradas por Whitestone, una orquesta de seis músicos que interpretaba música de baile, varias barras de bar y una larga mesa con comida; lo más elegante de la costa Este, lo mejor de la antigua civilización… y el tiempo cooperaba. F. Tobin realmente estaba bendecido por la fortuna.
Vi también un gran estandarte azul y blanco, que colgaba de unos enormes robles, en el que se leía «Fiesta Anual de la Sociedad Histórica Peconic».
Se me acercó una atractiva joven vestida a la antigua.
– Buenas noches -dijo.
– De momento -respondí.
– Acompáñeme a elegir un sombrero.
– ¿Cómo dice?
– Debe ponerse un sombrero para tomar una copa.
– Entonces quiero seis.
Se rió, me cogió del brazo y me llevó junto a una mesa donde había unas dos docenas de ridículos sombreros: de tres picos de varios colores, con plumas, con penachos, algunos con franjas doradas, como los gorros marinos de época, y otros negros con una calavera blanca y unos huesos cruzados.
– Cogeré el de pirata -dije.
La joven levantó uno de la mesa y me lo puso en la cabeza.
– Parece peligroso -comentó.
– Si supiera…
Sacó un sable de plástico de una gran caja de cartón, semejante al que había utilizado Emma para atacarme, y me lo colocó bajo el cinturón.
– Listo -dijo la joven.
La dejé para que se ocupara de un grupo que acababa de llegar y avancé por el jardín, provisto de sombrero y espada. La orquesta tocaba Serenata a la luz de la luna.
Miré a mi alrededor y comprobé que todavía no había mucha gente, unas cincuenta personas, todas con sombrero, y supuse que la mayoría llegaría después de la puesta de sol, al cabo de una media hora. No vi a Max ni a Beth ni a Emma, ni a nadie que conociera. Pero localicé el bar más próximo y pedí una cerveza.
– Lo siento, señor, sólo tenemos vino y refrescos -respondió el camarero, vestido de pirata.
– ¿Cómo? Esto es un ultraje. Necesito una cerveza; llevo puesto el sombrero.
– Sí señor, pero no tenemos cerveza. ¿Puedo sugerirle un vino espumoso? También tiene burbujas y puede disimular.
– ¿Puedo sugerirle que encuentre una cerveza antes de que regrese?
Di un paseo, sin cerveza, para inspeccionar el entorno. Desde aquí veía los jardines donde habían desembarcado los primeros colonos, una especie de roca de Plymouth local, pero un lugar prácticamente desconocido fuera de esta zona. ¿Quién sabía que después del Mayflower había llegado el Fortune? ¿A quién le importan los segundos y terceros lugares? Esto es América.
Observé cómo los invitados del señor Tobin se dispersaban por su vasto jardín, unos parados, otros paseando y algunos sentados alrededor de unas mesas blancas, pero todos charlando, con su correspondiente sombrero y un vaso en la mano. Eran personas tranquilas o, por lo menos, eso parecía a una hora tan temprana; nada de ron y sexo en la playa, de bañarse en cueros, jugar al voleibol desnudos, ni nada parecido. Sólo mantenían relaciones puramente sociales.
Vi que el señor Tobin tenía un largo embarcadero, en cuyo extremo había un cobertizo de tamaño considerable. Había también varios barcos amarrados al embarcadero y supuse que pertenecían a los invitados. De haberse celebrado esa fiesta una semana antes, entre ellos habría estado el Spirochete.
Para satisfacer mi curiosidad, caminé por el embarcadero en dirección al cobertizo. Junto a la puerta había un gran yate, de unos doce metros de eslora. Se llamaba Autumn Gold y supuse que pertenecía al señor Tobin, bautizado en honor a su nuevo vino o al tesoro que aún tenía que descubrir. En todo caso, al señor T le gustaban los juguetes.
Entré en el cobertizo. Estaba oscuro, pero entraba suficiente luz por ambos extremos para distinguir dos barcos, uno a cada lado del embarcadero. El de la derecha era un pequeño ballenero de poco calado, ideal para aguas poco profundas o pantanos. A la izquierda del embarcadero había una lancha, en realidad un Fórmula 303, exactamente el mismo modelo que el de los Gordon. Momentáneamente, tuve la horripilante sensación de que los Gordon habían regresado de la tumba para irrumpir en la fiesta y aterrorizar a Freddie. Pero no era el Spirochete, éste se llamaba Sondra, probablemente en honor a la amante vigente de Fredric. Supuse que era más fácil cambiar el nombre de un barco que el de un tatuaje en el brazo.